Tonneman sostuvo los anteojos con la mano derecha y luego se los colocó en la nariz, ansioso por sentir a su padre en ellos, tratando de ver el mundo a través de los ojos del anciano. Pero lo único que consiguió ver fue una ampliación de cuanto le rodeaba, y también de su pena. Su padre se había ido. Se quitó los anteojos con delicadeza y volvió a colocarlos sobre el libro abierto.
El exquisito olor que llegaba de la cocina evitó que Tonneman se echara a llorar. La sopa apenas había saciado su hambre. Llamó a la puerta de Jamie, la abrió y, al ver que no estaba, decidió bajar, suponiendo que su amigo estaría en la cocina.
Jamie lo aguardaba al pie de las escaleras, con una mirada severa.
– Jamie, ¿qué ocurre?
– Me temo que el asunto de la mujer decapitada es más complicado de lo que pensábamos.
– ¿Por qué?
– Acabo de examinarla atentamente…
Tonneman hizo un gesto con la mano.
– Continúa.
– Le faltan trozos de carne en el trasero.
– ¿Se los arrancaron antes o después de matarla?
– Recemos para que fuera después. Resulta imposible determinarlo habiendo estado el cuerpo congelado. Lo que sí me parece significativo es cómo lo hicieron.
– ¿Y…?
– Con dientes. Dientes humanos.
8
Miércoles 15 de noviembre. Tarde
La consulta se componía de dos habitaciones conectadas entre sí; a la segunda, el estudio, se accedía a través de la primera. El estudio había sido un lugar muy especial para su padre. Peter Tonneman lo había bautizado como su habitación para pensar. Lo encontraron oscuro y frío como una tumba.
Sobre el escritorio de arce descansaban un candelero de nogal con una vela medio consumida y apagada, dos montones de libros e impresos de medicina, algunos más nuevos que otros, y muchas de las cartas que Tonneman había enviado a su padre desde Londres. Sólo los tenues rayos de sol que se filtraban por la ventana iluminaban la estancia.
El resto del estudio estaba tan ordenado y limpio como el escritorio. El viejo Tonneman había sido un hombre muy meticuloso y absolutamente entregado a sus pacientes. Al pensar en éstos, a Tonneman se le ocurrió que podría poner un anuncio en el New York Gazetteer y quizá también en algún periódico nuevo para notificar su regreso y su intención de tomar el relevo de su padre. Consideró que algunos folletos también le serían útiles como publicidad.
– Tonneman -llamó Jamie con impaciencia.
Tonneman salió del estudio y entró en la consulta, esa habitación que tanto le había fascinado de pequeño.
El cuerpo decapitado yacía sobre la mesa de operaciones cubierto con un trozo de tela, y debajo se encontraba la cabeza, aún en la bolsa de arpillera. En el suelo se hallaban amontonadas las ropas de la mujer, incluidas las prendas íntimas de seda y las botas, estas últimas sin apenas marcas en las suelas.
Goldsmith se mostraba incómodo; cambió de postura varias veces en poco rato, se examinó las manos o cualquier otra cosa para evitar mirar hacia la mesa. Tonneman reprimió la risa con la mano.
Había varias velas encendidas, y junto a una, un microscopio, tarros de ungüento, un bote de tinta, una pluma y fajos de papel llenos de anotaciones y dibujos.
La consulta estaba equipada con mostradores, mesas, armarios y varios jarros de agua, tazones, morteros y manos de mortero, tenazas para extraer muelas, pinzas para hacer anteojos y dos armarios empotrados; en uno se guardaban diversos tarros, todos ellos muy bien etiquetados, y el otro contenía el instrumental quirúrgico. Según recordaba Tonneman, en ese armario también se guardaban las mantas. Abrió los cajones de una mesa y descubrió varios rollos de vendaje. También había una chimenea en la estancia. Naturalmente, a Tonneman no se le ocurrió pedir a Goldsmith que la encendiera. De no ser por el bendito frío, el cadáver apestaría.
Sobre un mostrador reposaba una bolsa de piel marrón abierta; seguramente el padre de Tonneman la había dejado allí la última vez que había regresado de una visita. Había además dos lámparas de aceite. Tonneman las cogió. Estaban vacías.
– ¿Empezamos?
Jamie, adecuadamente vestido ya, le tendió un delantal y su bolsa. Había dispuesto su instrumental encima del mostrador de madera más cercano a la mesa de operaciones.
– Goldsmith, di a Gretel que mantenga la comida caliente. No tardaremos mucho.
El alguacil salió a toda prisa para cumplir la orden. Tonneman se ciñó el delantal y comenzó a sacar su instrumental. De pronto se detuvo. Se acercó a la bolsa de su padre y luego al armario que contenía el instrumental. Cuando por fin hubo recogido el surtido de útiles que necesitaba para la autopsia, regresó a la mesa. El alguacil, que ya había vuelto, se mostraba aún más nervioso que antes.
– Empecemos -propuso Tonneman.
Jamie descubrió el cadáver. Goldsmith apartó la mirada.
– Nada de eso, alguacil -dijo Jamie-. Estamos aquí para aprender.
De mala gana, Goldsmith volvió a mirar en dirección a la mesa.
A pesar del frío que reinaba en la habitación, el cuerpo se había descongelado ligeramente. Sin sangre, el cadáver presentaba un color blanco grisáceo; tenía el rostro marcado por la viruela, los senos caídos, el vientre hinchado de ponzoña mortal y los huesos de la pelvis salidos. Había sido una mujer joven, delgada y, no demasiado tiempo atrás, también muy viva.
Después de examinar las dentelladas, Tonneman pasó a las axilas y luego a los miembros; finalmente examinó entre las piernas.
– Esto es muy desagradable -comentó Goldsmith, sonrojándose-. Perdonen, señores.
– Forma parte de mi trabajo -replicó Tonneman sin levantar la vista-. Debemos averiguar si fue violada. En fin, virgen no era, de eso estoy convencido.
– Pues no llevaba anillo -comentó Daniel Goldsmith con cinismo-. Debía de ser una furcia. Es un consuelo, si se me permite el comentario, señor.
– Mira aquí -indicó Jamie.
El brazo derecho, cerca del hombro, presentaba una marca pequeña, profunda y marrón que semejaba una «f» o quizá una «p», lo que indicaba que antaño había sido una delincuente.
«¿Qué representará esta letra? ¿Prostituta? ¿O quizá pobre?», pensó Tonneman con cierta ironía.
– Dale la vuelta, por favor.
Goldsmith obedeció de mala gana. Cuando terminó, se encogió de hombros.
En las nalgas aparecían más dentelladas. Después de realizar un dibujo de las salvajes laceraciones en nalgas, senos y vientre, así como otro del cuerpo entero, Tonneman dijo:
– El cadáver, con la cabeza incluida, mediría metro setenta y pesaría unos cincuenta y cinco kilos. Deduzco que se trataba de una mujer sana que rondaba la treintena. Tiene las manos y la piel curtidas, a pesar de que la ropa interior sea tan delicada, por lo que me inclino a pensar que trabajaba de doncella.
Cuando procedió a cortar con el escalpelo de su padre, Tonneman experimentó cierto alivio, pues tuvo la sensación de que se disponía a terminar la labor que su padre había empezado.
– Sólo un riñón -observó Jamison-. Creo que falta el otro.
– ¡Dios mío! -exclamó Goldsmith-. ¿Alguien arrancó a la pobre el riñón? ¿Cómo es posible?
Tonneman negó con la cabeza.
– No. Nació así, Goldsmith. El que le quedaba estaba lo bastante sano para hacer el trabajo de los dos. No tenía ningún órgano enfermo. -Habían transcurrido veinte minutos cuando Tonneman anunció-: He terminado.
Señaló con la cabeza los jarros de agua; el alguacil fue a buscarlos y vertió agua sobre las manos de los médicos y el instrumental.
– Creo -dijo Tonneman- que después de esto nos merecemos un buen almuerzo. Tú también, Goldsmith.
– Muy bien. -El alguacil se frotó las manos y se sopló los dedos-. Estoy casi tan congelado como ella.
Jamie carraspeó.