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Las ropas que lucía no tenían nada de especial, pero estaban bien confeccionadas; los únicos adornos del abrigo azul eran unas charreteras doradas. Llevaba calzones de ante, medias blancas y botas negras de piel. Tenía las manos grandes y curtidas como las de un campesino, oficio que antaño había practicado, aunque ahora era un caballero. Se calaba un sombrero de tres picos azul que semejaba más bien una corona.

Los años de instrucción habían enseñado a Hickey a distinguir cuándo había que dejar a un lado los sentimientos para concentrarse en el deber.

– General…

– ¡Hickey! -exclamó Plunkett.

El caballero sonrió.

– ¿Es que alguien ha colgado mi retrato en los árboles? Descanse, soldado. ¿Lugarteniente? -Su voz era profunda y grave-. Ni una palabra sobre la presencia de este caballero. Ni se te ocurra mencionar algún nombre. ¿Entendido?

– Entendido, señor.

– Este hombre ha venido para entrevistarse con cierto caballero en la taberna Cabeza de la Reina. Dado que sé que eres un soldado ejemplar y conoces los entresijos de esta ciudad, he decidido que seas tú quien se encargue de esta misión. Escoltarás a este caballero hasta la taberna y de vuelta. Él te dará más instrucciones en el carruaje que espera fuera. Le protegerás con tu vida. ¿Entendido?

– Entendido, señor.

– Aparte de ti, participarán en la misión otro soldado llamado Ned Smith y el conductor, un negro. Este caballero ha venido con ellos desde Cambr…

El caballero carraspeó.

– … Desde otro lugar -rectificó Plunkett sin convicción. Se volvió hacia el caballero respetuosamente-: ¿Algo más, señor?

– No. -El caballero hizo un gesto con la cabeza a Hickey-. Soldado, al carruaje.

Hickey interpretó sus palabras como una orden y se encaminó presuroso hacia la puerta de entrada del almacén. Aunque la expresión de su rostro era imperturbable, su negro corazón brincaba de alegría. Por fin tenía a su alcance el premio que perseguía; por fin tenía al hombre que iba a matar.

El carruaje negro se detuvo en la esquina de Pearl y Broad Streets, delante de una casa de ladrillo de tres plantas. Encima de la puerta colgaba un retrato de la reina Carlota Sofía, esposa de Su Altísima Majestad el rey Jorge III. Ese establecimiento, por tanto, se llamaba «Retrato de la Reina Carlota», mejor conocido como la taberna Cabeza de la Reina.

El edificio, construido en 1719 por Stephen de Lancey, pasó a manos de un tal Samuel Fraunces en 1762, quien al poco lo convirtió en una taberna.

Dado que Fraunces tenía la tez morena, enseguida le apodaron Sam el Negro. Nadie sabía a ciencia cierta si el color de la piel respondía a orígenes españoles, italianos, o bien africanos. Sam el Negro jamás lo explicó.

El conductor del carruaje se llamaba Nathan, un negro ya anciano de pelo cano. Sorprendentemente ágil para su edad, bajó del vehículo de un salto y abrió la portezuela derecha.

Delante de la taberna había un perro raposero negro con manchas marrones y blancas que no dejaba de ladrar y dar saltos, revolcándose de vez en cuando en el lodo.

Hickey se apeó del carruaje.

– Quieto -ordenó.

El perro siguió ladrando.

Silbando Yankee Doodle, Hickey examinó atentamente el exterior de la taberna, mirando sin disimulo detrás de los toneles y comprobando con el mosquete que no había nada entre la leña apilada en un rincón del patio. Después de echar un vistazo a la calle, regresó al carruaje. La gente salía de sus casas para pasear, aunque ya nada era como antes de que empezara el éxodo.

Finalmente satisfecho, Hickey se encaminó hacia la puerta de la taberna, donde colgaba un letrero que rezaba: CERRADO HASTA LAS CINCO. Haciendo caso omiso del anuncio, golpeó la puerta. Sam no tardó ni un segundo en abrirla. Detrás de él se veía una amplia habitación llena de mesas de madera de cerezo, cuyo tablero resplandecía por los rayos de sol que se filtraban a través de las numerosas ventanas. En el centro se había preparado una mesa especial para dos.

Sentado a ella había un hombre delgado, de pelo claro y unos treinta años: David Bushnell. Tenía la mano derecha metida en el bolsillo de su chaqueta negra, ya gastada. A pesar de pertenecer a la armada americana, creada hacía apenas un mes, después de que se hubiese celebrado el segundo congreso continental, no tenía ninguna graduación. No era ni marinero ni soldado, sino únicamente patriota.

El perro entró corriendo en la taberna, algo receloso, y se dirigió hacia Bushnell.

– Un día muy bueno para ti, perro. -Bushnell le rascó las orejas con la mano izquierda. La derecha continuaba en el bolsillo-. ¿Eres Rebel?

El animal meneó la cola antes de alejarse un poco para husmear bajo las mesas, bancos y sillas con intención de engullir las migajas del suelo. Cuando se hubo cansado de ese juego, se tumbó cerca de la chimenea, con el hocico en el suelo y los ojos tristes, mientras su cola barría el suelo de madera. El gato de la casa salió de la cocina. Rebel gruñó, y el felino bufó antes de regresar a su escondite.

Hickey cruzó el umbral y observó detenidamente a Bushnell. El perro dejó de lamerse la pata delantera, llena de barro, y tras gruñir a Hickey se levantó de mala gana; le temblaba la piel del cuello.

El irlandés alzó el arma, y el animal volvió a gruñir.

– Calla, perro de mala raza, o te comeré en el desayuno. -Hickey empuñaba el mosquete casi a la altura de la cabeza de Bushnell-. ¿Nombre?

– Bushnell.

– La contraseña, por favor.

– Cáscara -respondió Bushnell al tiempo que sacaba la mano del bolsillo para mostrar una pistola modelo reina Ana-. ¿La respuesta?

– Espalda -contestó Hickey con una sonrisa de fastidio.

Bushnell dejó la pistola sobre la mesa, junto a un plato de cerámica azul.

Sam el Negro, testigo del tenso diálogo entre los dos hombres, recogió una cuchara de plata de la mesa, la frotó contra sus calzones marrones y volvió a colocarla en su sitio. Por último decidió poner derecha la pistola a fin de que quedara alineada con los cubiertos de plata y lanzó una sonrisa a Bushnell, quien tuvo el humor suficiente para devolvérsela. Hickey no sonrió. Sam el Negro se encogió de hombros y se retiró a la cocina.

Las paredes encaladas, no hacía mucho decoradas con banderas y estandartes militares ingleses, estaban adornadas con objetos que Sam había portado consigo de sus viajes por África: escudos exóticos -como uno confeccionado con piel de cebra y otro de antílope-, lanzas de hierro forjado con astiles de madera y dos espadas curvas, con la hoja ondulada, propia del acero de Damasco.

De camino a la cocina, Sam se detuvo ante esa exposición marcial para enderezar una de las espadas.

El perro siguió a Hickey mientras éste inspeccionaba la habitación y la cocina. Sam estaba preparando cordero asado. Su esposa, Elizabeth, una linda mujer de unos veinticinco años, tez morena como su esposo, algo rechoncha y ataviada con un vestido de calicó azul, estaba inclinada sobre el fuego, removiendo el contenido de una gran olla de hierro fundido. Dos niñas pequeñas, ambas la viva imagen de su madre, sentadas en unos taburetes bajos cerca de la lumbre, mondaban manzanas que depositaban en un recipiente de madera.

Hickey examinó la puerta trasera para comprobar que era segura. Introdujo la mano debajo del abrigo y se rascó; luego se encaminó hacia la puerta principal, la abrió y volvió a escudriñar la calle. Finalmente silbó.

– No soy ningún perro, señor Hickey -protestó Nathan desde su puesto, junto a la portezuela del carruaje.

– Eres un maldito esclavo, por el amor de Dios.

– Aun así, soy un ser humano.

Hickey escupió.

Nathan metió la cabeza dentro del carruaje.