Estaba a punto de empezar la primera pelea. El irlandés se había vuelto para verla; en ese momento, un chico harapiento, cargado con una bandeja con jarras de cerveza, le tiró de la manga.
– ¿Qué quieres?
– ¿Cerveza, señor?
Asintió con un gruñido. El muchacho le entregó la bebida.
– Dos peniques.
– Espera. -El hombre vació la jarra de un trago y se la tendió-. Más.
El chico la recogió y le ofreció otra.
– Cuatro peniques.
El irlandés sacó de nuevo el monedero de piel verde y pagó.
Mientras tanto, varios asistentes vociferaban sus apuestas, y otros les respondían.
Los gallos aleteaban y se atacaban; los espolones de metal relucían a la luz de las lámparas. Plumas blancas manchadas de rojo y plumas marrones flotaban en el aire.
Los hombres aplaudían entusiasmados, y las dos mujeres gritaban. Los situados en la primera fila se protegían el rostro de las salpicaduras de sangre.
Todo apuntaba a que el ganador sería el gallo blanco. Los reunidos, alborotados y enloquecidos, animaban ruidosamente a los animales: los partidarios del gallo blanco vociferaban que acabara con el marrón, y los partidarios del marrón, más cobarde, le exigían que siguiera luchando. A pesar de que la pelea parecía ya resuelta, los congregados continuaban apostando.
El irlandés miró con el rabillo del ojo a un viejo que sujetaba una bolsa de arpillera contra el pecho. Hubiera lo que hubiera dentro de la bolsa, se movía. Al descubrir el ardid, el desconocido exclamó:
– ¡Oye!, ¿cuántos puntos de ventaja lleva el marrón?
Un tipo achaparrado con la cara llena de furúnculos echó a reír.
– Diez a uno.
El gallo marrón sufrió otra embestida; trató de huir, pero la verja se lo impidió.
– ¡Que sean veinte a uno! -exclamó el viejo.
– Cinco libras -dijo el irlandés, convencido de que iba a ganar.
En ese momento el gallo blanco arremetió contra el marrón con las alas. El final parecía evidente; el blanco se preparaba para el golpe mortal.
El viejo abrió la bolsa. Un gallo anaranjado asomó la cabeza. El anciano le quitó la correa de piel del pico. El animal sacudió las alas y cacareó.
El gallo blanco se detuvo y, en lugar de acabar con su adversario, como cabría esperar, se pavoneó, cabeza erguida, cacareando.
Un error. Con el enemigo distraído, el gallo marrón lo atacó en el cuello. La sangre comenzó a brotar a borbollones entre las blancas plumas. El gallo marrón saltó y clavó el espolón metálico en la cabeza de su oponente.
Al ver la sangre, el desconocido se humedeció los labios. Antaño había sido carnicero, pero el negocio no había funcionado. La pelea de gallos le había traído antiguos recuerdos a la memoria. El corazón le latía deprisa. Vixen lo notó y lanzó varios bufidos y brincó. La ramera flaca se situó al lado de Vixen, abriéndose paso a empujones, y acarició la pierna del irlandés.
– Excitante, ¿verdad?
– Ahora no -respondió el hombre, tirando de la rienda del caballo.
La mujer agitó su cabellera rubia y se alejó. El gallo blanco lanzó un gemido ahogado. A pesar de estar ya acabado, consiguió avanzar unos pasos hasta chocar contra la verja; se revolvió con violencia antes de caer al suelo, aceptando definitivamente la muerte.
– ¡Fraude! -exclamó alguien.
El viejo había desaparecido.
El gallo marrón examinó a su enemigo muerto; luego se arregló las plumas con el pico, se pavoneó y cacareó, anunciando a todo el mundo su victoria, sobre todo a los gallos locales.
No muy lejos de allí, unas gallinas le respondieron. Los jugadores, absolutamente perplejos, reaccionaron con igual conmoción; los ganadores gritando con entusiasmo, los perdedores protestando. El irlandés no pudo disimular su alegría.
– ¡He ganado cinco libras!
El tipo achaparrado lo miró con recelo.
– Aquí hay gato encerrado.
– Eso no es asunto mío.
Temió que el hombre se negara a pagarle. De ser así, le cortaría la garganta sin darle tiempo a pestañear.
El hombre, suavizando la expresión, le pagó; en chelines. Al irlandés no le molestó. Los guardó en el monedero verde y los que no le cupieron allí, en la alforja, mientras imaginaba ya la noche de alcohol que le esperaba. No de cerveza, sino de ron. Y en compañía de una puta con quien luego retozaría hasta hacerla chillar. Las putas eran lo mejor, pues al pagar por sus servicios el cliente sabía que eran suyas. Además, nunca creaban problemas.
Dos negros, un hombre y un chico de mirada estrábica, se abrieron paso entre los presentes. El hombre recogió el gallo marrón, aún excitado, y le besó y acarició hasta que consiguió calmarle. El chico arrojó al animal muerto a un cesto y se apresuró a limpiar la sangre y las plumas con agua y una escoba.
El irlandés ladeó la cabeza para apurar hasta la última gota de la jarra; pero estaba vacía. La lanzó al suelo con desprecio y buscó con la mirada a las rameras. La pequeña de tetas caídas y grandes como melones le dedicó una sonrisa antes de acercarse.
– Me llamo Joy. [1]
– Ya lo sé -refunfuñó mientras se inclinaba hacia ella para agarrarle un seno.
– ¡Oye, tú, mantén las manos quietas! Esto es mío hasta que vea algo de dinero -replicó la ramera al tiempo que le estrujaba el culo con una mano y con la otra señalaba la alforja.
El desconocido la asió por las muñecas.
– Eso es mío hasta que yo diga lo contrario.
– Me haces daño.
– Nadie se burla de mí, de eso puedes estar segura. Algunos saben por experiencia que hablo en serio. -Rió con despecho-. Pero no están aquí para contarlo, ¿verdad?
– Gilipollas.
Hizo ademán de pegarla.
– Venga, vete.
Joy le pasó la mano por la pierna hasta llegar a la ingle.
– Puedo hacerte muy feliz.
El irlandés ya se había olvidado de ella. Empujó un poco a Vixen y buscó al Gordo. Ya se había largado.
2
Martes 14 de noviembre. Más tarde
El irlandés, de nombre Thomas Hickey, presionó con las manos la alforja, los bolsillos y el monedero para asegurarse de que sus ganancias estaban seguras y luego condujo a Vixen fuera del establo, lejos del murmullo de los jugadores ebrios que aún comentaban la pelea de gallos.
La noche era muy fría, pero por lo menos había cesado de nevar. Hickey se dirigió hacia la hoguera para calentarse un poco, pensando de nuevo en lo bien que le sentaría un poco de ron, un rato de diversión y un polvo. Pero aún tendría que esperar un rato. Condujo el caballo hacia el camino, donde se cruzó con el hombre con dolor de muelas. Sin dejar de retorcerse, éste clavó la mirada en Hickey, vaciló un instante y decidió moverse.
El Gordo montó el caballo refunfuñando y se marchó en dirección sur. Hickey contempló con pesar las luces de Cross Keys mientras se alejaba; oyendo las risas de la taberna, decidió tomar la misma dirección que el Gordo, sin prisas.
El pueblo de Kingsbridge no ofrecía iluminación alguna a lo largo del camino para orientar al viajero exhausto. Tiritando de frío, Hickey se subió el cuello para protegerse del viento helado que soplaba de Nueva Inglaterra.
Cuando por fin se hubo acostumbrado a la oscuridad, descubrió que el camino estaba desierto y misteriosamente tranquilo. De repente vislumbró el destello de una luz a su derecha. Se volvió.
Por el letrero que colgaba en la entrada supo que la taberna se llamaba El Gallo Luchador. Se dijo que la gente de esa zona no pensaba en otra cosa que en gallos. La yegua gris moteada del Gordo estaba atada a la baranda exterior de la taberna, junto con tres caballos más. Los animales no dejaban de relinchar y remover la nieve con las patas.