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En el interior del local la fragancia a café y pasteles dulces se mezclaba con el olor a cerveza, ron, tabaco, humo y cordero asado; la combinación despertaba el apetito y la sed a cualquiera.

Un hombre pequeño con un gran quiste en medio de la cabeza calva atendía el bar. Había cuatro más sentados a las mesas. El Gordo no estaba a la vista. Un camarero menudo se abrió paso sosteniendo una bandeja casi tan grande como él.

– ¿Acaba de entrar un hombre algo rechoncho?

– Ahí detrás, señor -respondió el joven, señalando con el mentón hacia la puerta cerrada de la parte trasera.

Hickey se encaminó hacia la barra.

– Ron.

Lo apuró de un trago y soltó unas monedas.

– Otro.

Se llevó esa segunda copa hacia la parte trasera. No llamó a la puerta. Entró en una pequeña habitación y se sentó a la mesa de roble frente al Gordo, que todavía llevaba el pañuelo atado a la cabeza. Sin dejar de mover los ojos viperinos, el hombre dijo:

– Supongo que eres leal a Su Majestad.

– Por dinero soy leal a quien haga falta -replicó Hickey con una amplia sonrisa que dejó al descubierto su dentadura amarilla-. Trabajé para el loco Jorge una vez y puedo volver a hacerlo.

El Gordo se inclinó sobre la mesa y empezó a hablar, hasta que una llamada a la puerta le interrumpió.

– ¡Maldita sea! ¿Qué ocurre?

El chico entró con otra ronda de cerveza. Tras depositar las jarras encima de la mesa, corrió hacia la puerta y regresó con bandejas de cordero asado, patatas y pan. Comenzó a disponer los alimentos sobre la mesa, pero el Gordo le ordenó que saliera.

– Da algo al chico por las molestias -sugirió Hickey, quien, molesto por la ausencia de fuego, se arropó mejor con el abrigo.

El Gordo frunció el entrecejo y arrojó un penique al chico, quien lo recogió hábilmente antes de salir y cerrar la puerta.

– ¿Qué noticias traes?

– Cierto caballero que hasta ahora ha estado ocupado en Boston llegará a Nueva York. He dado al bobo de mi lugarteniente tres botellas de coñac, y me ha ofrecido a cambio su fidelidad. Cuando ese caballero llegue a Nueva York, necesitará guardias.

– Eso no es una novedad -replicó el Gordo, mientras se llevaba una chuleta de cordero a la boca con gran satisfacción.

– Llegará a Kingsbridge antes de la medianoche -explicó Hickey, alzando la jarra-. Ha estado yendo y viniendo de Cambridge furtivamente. Kingsbridge es su apeadero de camino a Nueva York. Todavía no he averiguado por qué viene al sur; quizá por una mujer. Cuando se encuentra en Kingsbridge, se hospeda en la taberna Cross Keys, enfrente del establo.

– Eso ya lo sabemos.

– En Nueva York tiene una cita con un hombre.

– Lo sabemos.

– Si sabéis tanto, ¿para qué me necesitáis?

El Gordo carraspeó y bebió un trago de cerveza.

– Es un tipo de Connecticut, llamado Bushnell -prosiguió Hickey mientras masticaba una patata untada en grasa de cordero.

– Hemos oído hablar de él.

– Otra vez, maldita sea. Ese tipo viene de Connecticut y nuestro hombre ha viajado desde Cambridge hasta Kingsbridge; aun así, la cita tendrá lugar en Nueva York. ¿Sabéis por qué? -Hickey echó a reír-. No se fía del tabernero, Alfred Abbott.

– La gente es así -repuso el Gordo, haciendo una mueca al ver sangre en la manga del abrigo de Hickey-. ¿Qué tienes en la manga?

Hickey chasqueó la lengua al tiempo que se frotaba la manga del abrigo con la mesa mojada de cerveza.

– Uno de los gallos me salpicó. Me sorprende que el chorro de sangre llegara tan alto.

– Debía de ser un buen gallo.

– En fin -dijo Hickey, comiendo y bebiendo tan rápido como podía-, ¿qué puedo hacer por vosotros?

El Gordo se quitó el pañuelo de la cabeza y se sirvió otra jarra de cerveza. La bebió pausadamente y luego se secó los labios con los dedos y éstos con el pañuelo.

Hickey dejó de comer, a la espera.

– Queremos que mates a ese hombre, Hickey.

El irlandés se quitó restos de comida de los dientes.

– Decid cuándo. Podría hacerlo esta misma noche. Una puñalada entre las costillas mientras duerme.

– Todavía no. No seas impaciente. El momento debe ser el más propicio. Y tal vez no queramos que se haga ni con un puñal ni con una pistola.

– ¿Con qué, entonces? ¿Queréis que lo ahorque?

El Gordo respiró hondo.

– Una muerte menos violenta sería lo ideal.

Hickey dejó de comer.

– ¿Por qué no lo haces tú mismo?

– Lo preferimos así.

– ¿Tenéis miedo de los Hijos?

– Eso no importa.

– Seré una tumba. ¿Cuánto?

– Más que suficiente. ¿Sólo te preocupa el dinero? ¿Con cuánto te sentirás bien pagado?

El irlandés echó la cabeza hacia atrás y apuró la cerveza de un trago.

– Sólo me interesan las mujeres. -Eructó-. Mujeres suculentas que se abran de piernas y griten, griten y griten.

– Eres un desgraciado.

– ¿Ah, sí? ¿Qué tal un poco de ron?

3

Miércoles 15 de noviembre. Muy de mañana

– ¡Ah del barco! ¿Qué barco?

A pesar de que el mar estaba agitado y el viento soplaba con fuerza, la voz del marinero se oyó con claridad.

– ¿Qué barco?

El capitán Boulderson cerró el catalejo. De nada le servía en la oscuridad. Donde momentos antes sólo había divisado oscuridad estigia, de pronto distinguía pálidos destellos de luz y vagas imágenes de banderas y gallardetes en medio de masas de velas. El Union Jack, incluso en las tinieblas, era inconfundible. Unos minutos más y se reunirían con la Flota Real.

– ¡A puerto, timonel! -exclamó Boulderson.

– Sí, señor.

– ¿Qué barco? -se oyó de nuevo en medio del crujir de las velas.

– Díselo, contramaestre.

– Paquebote Conde de Halifax, de Falmouth -comunicó el contramaestre a través del cuerno-. Capitán Boulderson al mando. ¿Quién demonios eres?

– La Duquesa del jodido Gordon, si te interesa saberlo. Y el Asia os está oliendo el culo. ¿Qué hacéis rumbo a Nueva York?

– Eso es asunto nuestro.

– Un día de estos será asunto nuestro. ¿Sabéis que Nueva York es un polvorín?

– Mejor, eso caldeará el ambiente.

– ¿Qué noticias traéis de Londres? ¿Ocurrirá?

– Yo no sé nada.

– A decir verdad, yo tampoco. Venga, pasad rápido, Conde de Halifax. Luego te invitaré a una copa en Nueva York.

– Me beberé ésa y otras diez más.

Así pues, en noviembre del año 1775 el Conde de Halifax, que devolvía a un joven a su casa después de varios años en el extranjero, navegó sin incidente alguno desde el estrecho hasta Nueva York, una ciudad sitiada y, de momento, con dos gobiernos: el del rey y el de los patriotas. Se avecinaba una guerra que nadie creía llegara a estallar, aunque todo el mundo sabía que era inevitable. Se avecinaba una guerra y también un nuevo mundo.

Agarrado a la baranda de la cubierta del Conde de Halifax, el joven agradeció llevar puesta ropa de abrigo. El invierno en Nueva York era tan frío como lo recordaba.

Se habían hecho a la mar a principios de octubre, hacía ya siete semanas y dos días. Una vez cruzado el estrecho, supo que ya faltaba poco para arribar a su hogar.

Aunque al principio el recién llegado se sintió desconcertado por la presencia de la Flota Real, luego se tranquilizó. La ciudad era considerada un nido de tories, seguidores leales del rey Jorge. La misión de la flota inglesa consistía precisamente en salvaguardar ese nido. El problema se solucionaría pronto; tenían que solucionarlo conjuntamente las colonias turbulentas y el rey.