– Bien pensado, alguacil. Te acompaño.
No oyeron ningún ruido en la cocina.
– Debe de haber ido al mercado -aventuró Tonneman.
Goldsmith se quedó mirando fijamente la chimenea, como antes el pozo. La habitación estaba helada. Casi no podía tragar saliva. Tuvo la horrible premonición de que alguien estaba pisando su tumba.
40
Lunes 27 de noviembre. Media mañana
Tonneman agachó la cabeza para cruzar la puerta y permaneció encorvado a causa de la inclinación del techo. En la pequeña habitación del piso superior de la casa de Crown Street había tres camastros; dos estaban vacíos. La chica yacía boca abajo en el situado a la izquierda de la puerta; gimoteaba y daba patadas. Tonneman depositó la bolsa del instrumental médico sobre el segundo camastro. La habitación olía a vómito.
Abigail, que se había quedado detrás de él en el umbral de la puerta, se tiró de la manga derecha. Estaba pálida y tenía ojeras. Una hora antes, en el instante en que Goldsmith abandonaba Rutgers Hill, Abigail había enviado un mensaje urgente a Tonneman para que acudiera a su casa cuanto antes, con la bolsa del instrumental médico. Habían subido por la escalera del servicio.
Tonneman levantó la mano de la muchacha para tomarle el pulso. Apenas si latía. El cristal de una ventana estaba roto, de modo que el aire frío del exterior se colaba en el dormitorio.
– O entra o sal -dijo Tonneman a Abigail-, pero cierra la puerta.
La mujer vaciló un instante antes de entrar. Seguía tirándose de la manga con nerviosismo. Tonneman se percató enseguida de qué trataba de esconder; tenía un verdugón morado en la muñeca derecha. Abigail cerró la puerta.
– John…
La cara de la muchacha era una masa hinchada de contusiones que se extendían hasta el cuello. Tenía la nariz rota y el labio inferior partido. Tonneman sabía que podría enderezarle la nariz, pero todavía no era el momento. Primero debía examinarla mejor. La incorporó con cuidado y le desabrochó el vestido.
Cuando se disponía a examinarle la espalda, la chica protestó a voz en grito:
– ¡No, por favor, por favor!
– ¡Cielo santo! -exclamó Abigail.
La muchacha tenía la espalda llena de morados y laceraciones.
– No es momento para exclamaciones -dijo Tonneman enfadado-. ¿Qué ha ocurrido? Esta chica ha sido brutalmente golpeada.
Abigail no pudo soportar la mirada acusadora de Tonneman.
– John, yo…
– ¿Quién lo ha hecho, Abigail?
– ¿Morirá?
– No lo sé.
– Mis padres la acogerán.
– ¿No estará más segura aquí? -Tonneman acarició el rostro de la muchacha-. ¿Cómo se llama?
– Betty.
– Betty.
La muchacha abrió los ojos. Al ver a Tonneman, se asustó. Después, cuando descubrió a Abigail detrás de él, se encogió de hombros y susurró:
– No permita que él…
– ¿Qué? -Tonneman advirtió que había alzado el tono de voz y rectificó-: Soy el doctor Tonneman, Betty. Te llevaremos a un sitio seguro.
El médico vertió un poco de láudano en el agua tibia del jarro que encontró encima de la cómoda de madera de pino. Betty hizo una mueca de dolor cuando el líquido le rozó los labios; cerró los ojos. Tonneman la acostó.
Al levantarse, se golpeó la cabeza en el techo. Se la frotó mientras se agachaba para salir. Abigail lo siguió.
Ya en el vestíbulo, Tonneman dijo:
– Necesito un carruaje. Ordena a alguien que la asee un poco, y la llevaré con tus padres; envía antes a un mensajero para advertirles. Dispón que calienten agua para que pueda bañarse y le preparen una habitación con chimenea. Quiero enderezarle la nariz antes de que desaparezca el efecto del láudano.
– Tilly.
Una joven doncella que había permanecido escondida detrás de las escaleras acudió a la llamada. Abigail le dio instrucciones. La muchacha subió por las escaleras hacia la habitación de Betty.
– ¿Quién lo ha hecho, Abigail? -preguntó Tonneman, asiéndola por el brazo. La mujer no respondió-. ¿Tu marido? -Abigail se sonrojó, con lo cual Tonneman supo que había acertado-. ¿Por qué?
– Ella… mintió.
– No es razón suficiente para golpearla así. ¿Por qué no la despidió?
– No puedes entenderlo, John. Richard es un buen hombre. Me temo que tiene mal carácter cuando se trata de asuntos familiares.
– ¿Qué mentira puede haber…?
– Perdona, John, pero eso no es asunto tuyo. Richard y Grace…
– ¿Qué tiene que ver tu cuñada en esto?
Abigail apretó los labios.
– Ven a la cocina. Diré a Braxton que se ocupe de Betty.
Mientras bajaba por las escaleras detrás de la mujer, Tonneman se dio cuenta de que ya no sentía nada por Abigail; ni se le había acelerado el ritmo del corazón, ni la había deseado.
Cuando llegaron abajo, Abigail se detuvo y dijo:
– Emma se ha fugado con un hombre. Al parecer lo conoció en el Common. Es una desgracia. Betty era su doncella. La ayudó a cometer esa estupidez prestándole sus ropas. Ayer Grace se enteró de todo por Betty.
– ¿Cómo lo consiguió? ¿Golpeándola brutalmente?
– Me temo que sí. Después de todo, Grace es la madre de Emma. En cualquier caso, sólo le propinó una bofetada en la cara.
– Y tu marido hizo el resto.
Abigail se encogió de miedo, como si Tonneman la hubiera golpeado.
– Betty se lo contó a Grace porque empezaba a sentirse culpable y estaba preocupada por Emma. En mi opinión, reaccionó demasiado tarde. Ya hace tres días que desapareció.
– ¿Habéis avisado al alguacil?
– ¿Para que todo el mundo conozca nuestra desgracia? Richard se ha dedicado a preguntar por ahí con discreción; le han explicado que vieron a una joven (la descripción coincide con Emma) acompañada de un caballero subir a la diligencia de Filadelfia.
– Pues será ella.
– Seguramente.
– ¿Y qué hay de tus cardenales, Abigail?
– Es mi marido, John.
– Peor aún.
– Ya.
41
Lunes 27 de noviembre. De media mañana a media tarde
Desde la calle, Goldsmith vio a dos soldados salir por la puerta de Molly. Sin afeitar, despeinados y borrachos, ofrecían un aspecto deplorable.
El más alto se inclinó hacia Goldsmith para decirle algo y le salpicó la cara de saliva:
– ¿Puedes indicarnos el camino hacia Boston Road?
– Está un poco lejos de aquí. Será mejor que antes despabiléis la borrachera -aconsejó con una mirada severa.
El otro parecía a punto de desplomarse. Se rascó la nariz.
– Tenemos que alistarnos con el ejército continental.
Goldsmith no pudo evitar sonreír.
– Por el uniforme que lleváis -dijo, refiriéndose a sus abrigos azules-, ya estáis en el ejército continental.
– Vaya -dijo el más bajo.
Si todos los soldados continentales eran como esos dos, la guerra sería muy larga.
– Buena suerte.
Los observó alejarse en dirección a Broadway; luego llamó a la puerta de Molly. Su estómago gruñó para recordarle que aún no había desayunado. Gretel había salido, y el doctor había tenido que marcharse con urgencia.
– Entra, amor mío.
Goldsmith abrió la puerta.
– Adivina. No soy tu amor.
La chimenea estaba encendida, y la habitación olía a caldo de pollo. Molly sonrió al verlo. Tenía el torso desnudo porque estaba aseándose.
– Ay, Daniel, tú puedes ser mi amor siempre que quieras. Además, no te cobraré nada.
Goldsmith apartó la mirada de los voluptuosos senos de Molly y se volvió de espaldas.
– Agradecería que te vistieras para hablar de un asunto oficial.
– Venga ya, Daniel -se mofó Molly sin interrumpir su aseo-. Está bien, señor Puro, ya puedes mirar.