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Goldsmith se volvió. Seguía desnuda de cintura para arriba. El alguacil, enojado, se dio la vuelta otra vez.

Molly lanzó una carcajada.

– Está bien, ahora va en serio.

Goldsmith se giró con cautela. Molly se había tapado. Se disponía a hablar cuando su estómago gruñó de nuevo.

– Yo…

– ¿Tienes hambre, cariño? -Le guiñó el ojo-. Puedo ofrecerte Molly o caldo de pollo; o ambas cosas.

– Mejor un poco de caldo -dijo Daniel, ruborizado-. Y deja de hablarme así.

– Creía que querías hablar conmigo.

Goldsmith se dio por vencido. Molly era demasiado lista. Cogió la taza de caldo y, dado que la mujer ocupaba la única silla de la habitación, no tuvo más remedio que sentarse en la cama.

– ¡Ay! -exclamó ella con una mirada maliciosa-. Me encanta verte en mi lecho.

Al tomar un sorbo de caldo Goldsmith se quemó la lengua.

– ¿No conocerás por casualidad a una puta alta y pelirroja?

– ¿Por qué? ¿Tienes ganas?

– ¡Molly!

– Hay un montón de putas en esta zona. Bueno, pelirrojas tal vez sólo cinco. No hace mucho me planteaste la misma pregunta.

– Se trata de otra. Era muy alta, quizá un par de palmos más que tú. -Se interrumpió al percatarse de que acababa de hablar en pasado.

Molly fruncía el entrecejo.

– ¿Está muerta? ¿Han cortado la cabeza a otra? -Nerviosa, se levantó de la silla, se acercó a la chimenea y vació el contenido de su taza en el puchero-. ¿Cuándo?

– El sábado por la noche, o el domingo por la mañana.

– Entonces no es Mary Barbarroja porque la vi hace un par de horas. No se encuentra bien. Preparé el caldo para ella. -Molly se paseó por la habitación hasta que finalmente se detuvo delante de Goldsmith-. ¿Dices que era alta?

Goldsmith asintió con la cabeza.

– ¿La conoces?

– Nancy Leach, estoy segura.

– Deberías seleccionar mejor con quién te acuestas. Esos dos soldados parecían unos desgraciados.

– No me hables de soldados. Son los peores. Son todos unos tacaños. Peor que los ingleses. -Le dedicó una sonrisa-. Estás preocupado por mí, ¿verdad?

Goldsmith apuró el caldo.

– Sólo quiero que vayas con cuidado.

– Daniel, el sábado por la noche vi a Nancy hablar con un tipo.

– Descríbelo.

– Moreno.

– ¿Negro o mulato?

– No lo sé. Aproximadamente de tu estatura. Nancy le pasaba más o menos esto -dijo alzando la mano un palmo sobre su cabeza.

– ¿Cuánto mide ella?

– No lo sé, pero es muy alta.

– Gracias, Molly, me has sido de gran ayuda.

– Ya sabes que estoy a tu disposición para lo que haga falta.

– ¡Molly!

Goldsmith recorrió Barkley Street a toda prisa hasta llegar a Broadway. Se cruzó con Louise Bauer por el camino.

– Vaya, alguacil, ya veo cómo pasas el día; con las putas.

Lo último que le faltaba. Louise Bauer era prima de la madre de Deborah, de modo que Goldsmith sabía que su suegra no tardaría en enterarse. Naturalmente, siempre podría decir que había ido a tomar una taza de caldo de pollo, de lo que Deborah se alegraría porque se trataba de la dieta judía por excelencia. El hombre se rascó la cabeza y se encaminó hacia el distrito oeste.

Goldsmith inició su ronda; no podía dejar de pensar en la descripción que Molly le había facilitado, puesto que se correspondía a Quintin y el encargado del bar de Kingsbridge.

A mediodía ya había terminado la primera ronda por el distrito periférico; decidió regresar al Collect. Un niño y dos niñas patinaban en el estanque helado. «Demasiado pronto», pensó. Lo último que deseaba era que esas criaturas cayeran y se ahogaran. Se acercó al borde del estanque.

– Salid de aquí, niños.

– Iremos con cuidado, abuelo.

– Soy el alguacil. El hielo aún no está lo bastante duro.

Los críos salieron del estanque de mala gana. Goldsmith los observó mientras se quitaban los patines y no reanudó la marcha hasta que hubieron desaparecido de su vista. Los chicos se alejaron entre carcajadas, probablemente mofándose de él.

Como de costumbre, recorrió primero la zona este del Collect. Roger Braitwaith, hijo de un sereno, salió a su encuentro.

– ¡Alguacil!

– Dime, Roger.

– Mi padre me manda decirle que está enfermo. Tiene temblores y vómitos.

– Maldita sea -masculló Goldsmith.

No le quedaba más remedio que efectuar la ronda de Braitwaith, a menos que un sereno de media jornada pudiera sustituirle. En otras circunstancias -sin un loco suelto que se dedicaba a cortar cabezas femeninas-, podría arreglárselas con un vigilante de menos; dada la situación, resultaba imposible. Sabía que Alvord Luria se hallaba en Brooklyn, de manera que la única salida que le quedaba era contactar con Stoutenburgh.

– Roger, quiero que localices a Ned Stoutenburgh. Si no lo encuentras en su casa, prueba en el café Burns. Dile que nos reuniremos en Cross Street al anochecer.

– Sí, señor.

El chico se alejó corriendo. Goldsmith reanudó la marcha. Como de costumbre, se cruzó con muy poca gente. Antes de llegar a las cabañas de brea, se dio cuenta de que todavía tenía hambre. Llevaba comida en la bolsa; decidió entrar en la cabaña de Quintin para calentarse un poco. Cuando había salido de la casa del doctor Tonneman el negro ya había terminado el pozo, de modo que si había regresado a su cabaña, tal vez le invitaría a una taza de té. Goldsmith estaba ansioso por comer el pollo que Deborah le había preparado.

No vio a Quintin por ninguna parte. Se detuvo un momento para calentarse en la hoguera. El sol había desaparecido tras las colinas, de manera que el cielo estaba gris y se había formado una extraña neblina.

Se encaminó Hacia la cabaña del negro.

– ¿Quintin?

La puerta estaba entreabierta. El alguacil la empujó, ansioso por comer algo y deshelarse los huesos.

Fue Goldsmith quien descubrió la tercera cabeza.

INVIERNO

42

Viernes 22 de diciembre. Amanecer

Goldsmith se incorporó en la cama. El ruido de ollas y pucheros procedente de la cocina habría bastado para despertar a un muerto. El viernes era el peor día de la semana, pues, a fin de prepararse para el Sabbath, todo tenía que hacerse cuanto antes, deprisa y, en consecuencia, con más ruido.

Esperó a que se abriera la puerta principal. Tiritó de frío. Era la primera de las varias excursiones que sus hijas harían al pozo comunitario.

Habían transcurrido veinticinco días desde que había descubierto, en la cabaña de Quintin, la cabeza de Gretel cortada con la espada africana que Hood había extraviado, y veinticuatro desde que él y Hood habían sido destituidos de su cargo por ineptitud.

Dado que la cabeza había sido hallada en la cabaña del negro y el cuerpo en unos matorrales cercanos, Quintin se convirtió en el principal sospechoso. Al principio el negro insistió en que esa mañana había estado trabajando en Rutgers Hill, pero Goldsmith sabía que Quintin había terminado pronto su tarea.

Cuando Quintin iba a ser arrestado como culpable de los tres asesinatos, Elizabeth Fraunces había jurado que Quintin había estado con ella en la cocina de la taberna durante el período de tiempo en cuestión.

Todo el mundo quedó muy sorprendido por la revelación, incluso Sam Fraunces. Resultó que Quintin quería aprender el oficio de cocinero.

Con la coartada facilitada por Elizabeth Fraunces, Goldsmith se hallaba lejos de descubrir al verdadero asesino y, por tanto, lejos también de redimirse y conseguir de nuevo el empleo. Tenía muy mala suerte. Nadie podía explicarle dónde había estado Gretel ese día; nadie del Collect la había visto, y el vigilante del pozo no había detectado nada extraño la noche anterior al asesinato.

Ese viernes frío y ruidoso, con la guerra cada día más cercana, a Goldsmith le dolían la cabeza y el estómago de hambre, y tenía los bolsillos vacíos. Se había quedado sin empleo en una mala época. No tenía trabajo ni dinero, exceptuando los peniques que su esposa y su suegra ganaban como lavanderas. Por desgracia, parte de los ingresos procedían de las familias lealistas que permanecían en la ciudad.