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La ciudad estaba agitada; los tories la abandonaban por centenares. Pronto se habrían marchado todos. Goldsmith estaba encantado, pues aborrecía depender económicamente de los enemigos de la causa. Su suegra había pronosticado que los soldados continentales les llevarían la ropa para lavar, pero él sabía que éstos se gastaban el dinero en otras cosas. Invertían las pocas monedas de que disponían en comida y cerveza.

Robert Scarborough había sido nombrado alguacil en sustitución de Goldsmith. A pesar de ser un tipo bastante honrado, su antecesor sabía que no se molestaría en averiguar la identidad del carnicero. Se limitaba simplemente a alardear de su nuevo cargo mientras efectuaba las rondas.

Más ruido de ollas.

– Por el amor de Dios, parad ya de hacer ruido.

– Te obedecería si trajeras dinero a esta casa para alimentar a nuestros hijos -espetó Deborah con vocitación.

– Y no pronuncies el nombre de Dios a menos que estés rezando -exclamó Esther.

– Buenos días, papá.

Ruth y Miriam entraron en el dormitorio con una taza de té y un mendrugo de pan seco.

– Gracias, preciosas. ¿Queréis que os lea algo?

– Sí, sí -exclamó Miriam, que acababa de cumplir siete años.

– No podemos -dijo Ruth, de nueve años, con rotundidad-. Tenemos trabajo.

Adoptando el mismo aire de seriedad que su hermana, Miriam repitió:

– Tenemos trabajo.

Salieron de la habitación; el hombre se sintió culpable. Comió el pan a toda prisa, se vistió, bajó por las escaleras de puntillas y se dirigió hacia la puerta principal.

– ¿Adónde vas? -inquirió Esther-. Necesitamos leña.

– Pensaba pasar por la excavación para preguntar si necesitan un trabajador más.

– No me lo creo -replicó la suegra.

– ¿Vendrás a comer al mediodía? -preguntó Deborah, de pie frente a él, con las manos en las caderas.

– No.

Prefería estar en la cabaña de Quintin, helándose el culo, que al lado de Esther, aguantando sus interminables reproches.

Las calles estaban desiertas. Muchos comerciantes habían abandonado la ciudad; quienes aún no se habían decidido, contaban con escasos clientes. Además, hacía mucho frío. No recordaba un invierno tan gélido como el de ese año.

No era necesario que se acercara a la excavación, puesto que el día antes le habían explicado que habían despedido a la mayoría de trabajadores. Se le ocurrió que tal vez Sam Fraunces necesitaría un ayudante para pelar patatas. Sabía que no obtendría dinero a cambio, pero se conformaba con un saco de patatas.

Tenía otro motivo para acudir a la taberna de Sam Fraunces: la espada africana robada con que se había asesinado a Gretel. Quería preguntar a Fraunces cuándo y en qué circunstancias le había sido sustraída la pieza.

Cuando Goldsmith llegó a la taberna Fraunces -así se llamaba entonces, a pesar de que el retrato de la reina Carlota seguía dando la bienvenida a los clientes-, descubrió que alguien más había tenido la misma idea que él. Halló a Quintin sentado en la cocina, escuchando sonriente los consejos de Elizabeth al tiempo que mondaba patatas. El gato le observaba disimuladamente a la espera de que cayera una piel al suelo.

– Alguacil -saludó Sam cordialmente-, ¿en qué puedo ayudarte?

– Busco trabajo.

– En teoría Quintin tenía que cortar madera, pero creo que será mejor que te ocupes tú de la madera mientras él pela patatas. Te ofrecería trabajo en la cocina, pero me temo que será difícil alejar a Quintin de Elizabeth. -Sam prorrumpió en carcajadas.

– No tengo inconveniente en cortar madera.

Al cabo de una hora de cortar madera, Sam le llamó:

– Voy a tomar un café. Acompáñame.

Goldsmith aceptó gustosamente la invitación. Estaba exhausto y, después de haber sudado tanto, empezaba a enfriarse. Se situó junto a la estufa de la cocina, tiritando.

– Vayamos al comedor. Elizabeth, avísame si la salsa espesa demasiado.

– Le añadiré un poco de agua.

– Vigila tus palabras, o te llevaré a la horca por bocazas. -Le dio un beso-. Me basta con que la controles.

En la sala sólo había dos hombres sentados en un rincón. Sam escogió una mesa cercana a la cocina y exclamó:

– Jem, Bushnell, hay café caliente; sentaos aquí. Invita la casa. Alguacil Goldsmith, creo que ya conoces al señor Rivington, nuestro impresor. Caballeros, éste es el señor Bushnell. Los amigos del señor Rivington le llaman Jem, aunque como es un tory patético, no tiene amigos. De todos modos, soy un hombre bueno, de modo que yo también le llamaré Jem.

Jem Rivington asintió con la cabeza en silencio. Mientras Sam llenaba las tazas, Goldsmith dijo:

– Ya no soy alguacil.

– Ah, sí, la espada -dijo Sam.

Rivington sonrió.

– No hay que avergonzarse de no ser lo que se era ayer. Yo ya no soy impresor. Pena, sí, pero no vergüenza. Mi lema es: «Sé consecuente contigo mismo.» -Sorbió un poco de café.

– Quintin -exclamó Sam-, trae una botella de ron.

Quintin salió de la cocina con la botella y una mueca en la cara.

– Gracias.

Cuando hubo desaparecido de la vista, Sam comentó:

– Ningún hombre puede aborrecer el alcohol, y menos si trabaja en una taberna. ¿Qué voy a hacer? Mi esposa se apiadó de él, y aquí me tenéis, instruyéndole en el negocio. Es demasiado mayor para ser aprendiz, pero tiene madera de cocinero.

Goldsmith arqueó las cejas.

– ¿Ya no trabaja con la brea?

– Sí, sí, todavía sigue allí. Es fuerte como un roble. Nunca se cansa.

Goldsmith meneó la cabeza.

– Un tipo con suerte. Dos empleos cuando la mayoría de nosotros no tiene ninguno.

– No exactamente. No le pago, sólo le alimento. -Sam levantó la botella de ron; al ver que nadie se oponía, vertió un poco en las tazas de café-. Goldsmith encontró mi espada. Estaba clavada en la cabeza de una mujer.

– He oído hablar de ello -dijo Bushnell-. Es normal que sucedan estas cosas en una ciudad con guarnición. Buen ron.

– Es un crimen ruin, pero no necesariamente tiene que haberlo cometido un soldado -opinó Rivington-, o un lealista -agregó, mofándose de Sam.

– ¿Insinúas que el asesino es un patriota?

Rivington dibujó una torre con los dedos.

– Todo apunta a que se trata de un patriota con un temperamento de bruto.

– Y se supone que todos los tories son amigos de Jesús.

Rivington sonrió.

– Naturalmente.

– Bueno, también lo era Judas. Ja, te he ganado, patán monárquico. Te mereces otra copa -añadió Sam antes de prorrumpir en sonoras carcajadas y servir otra ronda.

Goldsmith preguntó a Sam:

– ¿Cuándo te robaron la espada exactamente?

– No sé la hora exacta. Creo que fue el día antes de que encontraras la cabeza.

Goldsmith asintió en silencio y bebió un trago. Al día siguiente había sido despedido. Tomó un nuevo trago.

– ¿Cómo la robaron? ¿Alguien entró en la taberna?

– Lo ignoro. Bajé por la mañana y ya no estaba.

Goldsmith dejó la taza sobre la mesa de madera de cerezo. El café era negro como la brea.

– Por tanto, quizá se la llevó algún cliente.

– Es lo más probable. Alguien se acercó a la pared, la descolgó y se la llevó.

– ¿Sin que nadie se percatara?

– Pues no lo sé. Expliqué todo al alguacil del distrito. No me acuerdo del nombre.

– Freemont -apuntó Goldsmith-. ¿Registró el local? ¿Has tenido noticias suyas últimamente?