Mariana Mendoza, cuya presencia silenciosa flotaba alrededor de él, le había ayudado en sus deberes con los pacientes, cuyo número aumentaba día tras día debido a la escasez de médicos y el brote de gripe.
John Tonneman entendía que la degradación del cuerpo humano formaba parte del ciclo vital. La naturaleza descargaba su violencia enviando a la humanidad inundaciones, pestes y demás catástrofes. Pero ¿y la violencia entre los hombres? Eso era una obscenidad.
Después de que Tonneman extrajera una muela a Sam Fraunces el día de Año Nuevo, el tabernero le había sugerido la idea de contratar a Quintin Brock hasta que encontrara una nueva ama de llaves. Sam había enseñado a Quintin a cocinar; el negro podría encargarse además de las tareas domésticas a cambio de comida y un lugar limpio y caliente donde dormir por lo menos hasta la primavera.
Hacía ya dos semanas que Quintin estaba en la casa, y el caos que había invadido a Tonneman al principio empezaba a remitir. Volvía a reinar el orden.
También la consulta estaba en orden, lo que debía, naturalmente, a Mariana.
Tonneman había tenido un día muy duro. Sentado en el estudio, escribía los informes de los pacientes con una taza de té humeante a mano. Una segunda taza descansaba al lado. Desde el estudio oía a Mariana lavar el instrumental.
Dejó de escribir. ¿Cómo había ocurrido? Ignoraba la respuesta. Después del asesinato de Gretel, Mariana, esa extraña joven, se había autoadjudicado el puesto de ayudante; Tonneman ya no cuestionaba su excéntrica indumentaria. Corrían tiempos excéntricos y América era un país excéntrico.
Tonneman cerró el libro de los informes y abrió el que Mariana le había entregado dos días antes, asegurándole que todo el mundo en Nueva York estaba leyéndolo. Lo había leído apresuradamente y lo había guardado, pero las palabras del autor anónimo no se olvidaban tan fácilmente.
El libro se titulaba Sentido común, y el autor abordaba el tema con gran habilidad. «El desacuerdo con Inglaterra ha de conducir a la ruptura de las relaciones entre el rey y las colonias.» Lo releyó.
– ¿Qué te parece?
Tonneman salió de su ensimismamiento y levantó la mirada; Mariana se hallaba en el umbral de la puerta. Se había quitado la boina y se había hecho una cola. Tonneman señaló con el dedo la taza que tenía al lado.
– Es té yanqui.
– ¿Qué te parece? -repitió la joven llevándose la taza a la boca. Como el médico no respondía, se acercó un poco más.
– Tiene mérito -respondió Tonneman con cautela.
Mariana tenía el rostro ligeramente colorado y los labios rosados. Tonneman pensó en lo tiernos que debían ser esos labios y en el cuerpo de mujer que se escondía bajo esas holgadas ropas masculinas.
– ¿Mérito? -exclamó Mariana, agitando los brazos; derramó el té-. Tonterías. Es escritura sagrada. Habla de la independencia.
De repente, sin saber cómo, Tonneman se levantó de la silla, la abrazó y la besó en los labios. Mariana recibió ese beso con placer.
– Lamento interrumpir este momento de pasión, amigo.
Los ojos de Mariana no parpadearon; permitió que Tonneman siguiera abrazándola.
Jamie, divertido por la escena, añadió sonriente:
– Hemos de hablar de un asunto muy importante y no disponemos de demasiado tiempo.
Mariana se desasió de los brazos que la estrechaban, recogió el abrigo y la gorra y salió del estudio. Tonneman oyó cómo la puerta de la consulta se cerraba.
– Veo que has traído una amante a casa.
Jamie se sentó a la mesa de Tonneman y ojeó los expedientes.
– Jamie… no es mi amante.
– Lo será, John; lo será.
– No tengo intención de que lo sea.
– Tú te lo pierdes. ¿No encuentras muy atractivo ese disfraz? -Miró alrededor-. Esto está muy sucio. Echo de menos a la vieja amazona.
Tonneman lanzó una mirada severa a su amigo, que se había comprado una nueva peluca y lucía un tricornio escarlata. El director del colegio de medicina del King's College llevaba un elegante abrigo de terciopelo color escarlata, adornado con galones negros. Tonneman estaba confuso. ¿Quién era ese petimetre adinerado? Jamie seguro que no.
– ¿Cuál es ese asunto tan urgente? -preguntó con más frialdad de la que deseaba revelar.
Jamie se percató de ello. Poniéndose en pie, le dio unas palmadas en la espalda.
– Venga, amigo, no me digas que has perdido el sentido del humor. Quiero verte contento. Pase lo que pase, recuerda que nuestra amistad jamás morirá.
Jamie tenía razón. Avergonzado, Tonneman le tendió la mano.
En ese momento Quintin apareció por la puerta sosteniendo una cuchara de madera en la mano.
– Perdonen, doctor Tonneman, doctor Jamison. Señor Tonneman, ¿le gusta el ajo?
– Pues sí.
– Cuando pruebe mi cocido, tendrá la lengua feliz, el corazón más ágil, y desaparecerán los malos espíritus. Espere y verá. El ajo es además muy curativo; limpia la sangre, calma el estómago y fortalece el corazón.
Tonneman sonrió.
– Me fío de usted, doctor Quintin.
Sonriendo, el negro hizo una reverencia con la cabeza y salió.
Frente a la expresión sonriente de Tonneman, Jamie fruncía el entrecejo.
– No me gusta ese negro.
– No te gusta ningún negro.
– Tienes razón. Aun así, me desagrada éste en particular. Tengo la inquietante sensación de que fue él quien cortó la cabeza a esas mujeres.
Tonneman echó a reír.
– ¿Quintin? No seas ridículo.
– Ríe cuanto quieras. Un crimen es como una enfermedad; los síntomas te llevan a la causa. Las cabezas de esas mujeres siempre han aparecido cerca de él. ¿Qué otra prueba necesitas?
– Un motivo.
– Venga, ese negro no necesita motivo alguno para matar. Es lo que hacen los de su clase. No me extrañaría que ese mulato de Sam Fraunces también estuviera implicado.
– ¿Qué te parecería echar del país a todos los africanos?
– Me bastaría con que no quedara ni un rebelde. ¿Qué ha sido de los días felices de antaño?
Tonneman dio una palmada a su amigo en la espalda.
– Es verdad; vivimos en una época inestable, para expresarlo con palabras suaves.
– Por eso he venido. Sabemos que los rebeldes están enviando tropas a Nueva York -explicó Jamie-. Así pues, tendré que retirarme cuanto antes. Sugiero que vengas con nosotros.
Tonneman quedó estupefacto. Él y Jamie se hallaban ante una encrucijada.
– No quiero. Ésta es mi casa. -Hizo una pausa y añadió-: ¿Nosotros?
– Sí, con el capitán Willard, su encantadora esposa y su hermana, mi futura esposa.
Tonneman echó a reír.
– ¡Tú, un hombre casado! Jamie, no puedo creerlo.
Jamison frunció el entrecejo.
– John, he pedido a la encantadora Grace Greenaway que se case conmigo. Ha aceptado. Estamos prometidos.
44
Miércoles 17 de enero. Ultima hora de la mañana
Goldsmith examinó la bandera de la libertad que ondeaba en el Common, en el mismo lugar que sus menos robustas predecesoras. Estaba asegurada con soportes de metal tan sólidos que sólo una explosión habría podido arrancarla. Goldsmith se hallaba en compañía de Ben Mendoza y un grupo de patriotas.
Ben tenía el rostro encendido de ira.
– Ayer por la noche esos malditos tories volvieron a arrancar la bandera. Voy a la taberna Fraunces. Hay convocada una reunión para decidir qué hacer al respecto. ¿Vienes?
– No -respondió Goldsmith-, tengo un asunto que resolver.
– ¿Más importante que hablar de los tories?
Goldsmith adoptó un aire de seriedad.
– He de resolverlo.