– No te habrás pasado a los lealistas, ¿verdad, Daniel?
Goldsmith cerró el puño, aunque no amenazó al chico.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Tu esposa y tu suegra limpian la mierda de los ingleses.
– Eso o morir de hambre.
– Habría quien preferiría morir de hambre.
– Muy fácil decirlo para un Mendoza -replicó Goldsmith, furioso.
Sin añadir nada más, se abrió paso entre los hombres y se alejó. Durante todo el mes, movido por lo que Quintin le había contado, Goldsmith se había dedicado a preguntar a todo aquel que encontraba si había visto a un blanco de tez morena, cabello oscuro, no muy alto y con aspecto de soldado. Visitó el campamento Bayard tan a menudo que los soldados le sugirieron que se alistara en el ejército para así cobrar un sueldo y comer gratis. Naturalmente, bromeaban, puesto que los soldados no comían mejor que la población civil.
Goldsmith se detuvo para observar un grupo de soldados que se acercaban. Casi todos tenían la tez blanca. Uno era moreno, pero muy bajo. El aspecto de otro respondía a la descripción de Quintin. Goldsmith lo observó atentamente.
– ¿Qué miras? -preguntó el hombre de modo agresivo, con acento irlandés.
– ¿Dónde estabas el 26 de noviembre?
– Bailando con Su Majestad la reina -se mofó el irlandés.
– ¿Quién pregunta? -preguntó otro soldado.
– El alguacil Goldsmith -respondió con descaro.
– Muy bien, alguacil, todos nosotros llegamos de Connecticut la semana pasada, si esto le sirve de algo.
Llevaban abrigos azules, el color de algunos regimientos de Connecticut; también en Nueva York algunos lucían el mismo uniforme.
Goldsmith meneó la cabeza desesperado. Encontrar a un soldado era una tarea imposible.
– Gracias.
Los militares se alejaron entre risas.
– ¿Cómo te llamas, irlandés? -preguntó Goldsmith.
– Sin volverse, el hombre respondió a voz en cuello:
– George Washington.
¿Hacia dónde se dirigía? Goldsmith dio una vuelta tratando de recordar. Molly. Desde que había sido destituido de su cargo, había trabajado esporádicamente en la taberna Fraunces e incluso había pasado unos días ayudando a Quintin con la brea. Sin embargo, había dedicado la mayor parte del tiempo a deambular por la ciudad, formular preguntas y recibir respuestas desalentadoras. Por las noches no lograba conciliar el sueño, pues Gretel se le aparecía en sueños y decía: «Véngame, véngame.» El espíritu de la alemana lo perseguía.
Sólo hallaba descanso en casa de Molly. Decidió pasar antes por la taberna de Sam para conseguir verduras para sus hijas y algo más para Molly. Más tarde la visitaría con el pretexto de obtener información. Después de comer, Molly entonaría una canción o le contaría cualquier historia insignificante. Después, y sólo después de eso, conseguiría dormir tranquilo sentado en su silla.
Golpeó la puerta de Molly, pero no obtuvo respuesta. Insistió.
– Un momento -contestó una voz ronca apenas audible.
Molly abrió la puerta y regresó inmediatamente a la cama.
– ¿Hoy no me dices «cariño»? -bromeó Goldsmith.
Molly tosió con violencia; le saltaron algunas lágrimas. Tenía el rostro encendido por la fiebre.
– No me encuentro bien. Me duele la garganta y la cabeza. Tengo la espalda y las piernas como si me hubiese tirado a veinte hombres.
La crudeza de esas palabras estremeció a Goldsmith. Le puso la mano en la frente. Era la primera vez que la tocaba. Vaciló un instante.
– Estás muy caliente.
– Ojalá el calor me bajara a los pies; ahí sí lo necesito. -Molly tembló con la misma violencia con que antes había tosido-. Tengo mucho frío.
Goldsmith extendió su abrigo sobre la colcha y se sentó en la cama.
– ¿Mejor?
– Sí -respondió ella, y Goldsmith adivinó que mentía.
– Hoy sólo traigo patatas y chirivías. Si te apetece, prepararé un poco de sopa.
– Gracias, Daniel. -Volvió a toser, aunque por suerte el acceso duró poco-. Hay té. Comamos las verduras crudas y bebamos el té.
Goldsmith la ayudó a incorporarse en la cama y le dio de comer. Al terminar, Goldsmith preguntó:
– ¿Algo más?
– ¿Y tú?
– No, nada.
Molly tosió.
– ¿Molly?
– Estoy bien. Lee algo.
– Como quieras. ¿Qué te gustaría?
Molly hurgó bajo la almohada.
– Mary la Pelirroja me dio este libro. Un cliente de Filadelfia lo dejó olvidado. Y como ella no sabe leer…
Goldsmith cogió el libro.
– Sentido común, escrito por un inglés. -Hojeó el libro-. Parece cosa seria.
– Hay algo más que me llamó mucho la atención -comentó Molly, cogiendo el tomo-. Aquí está: «La autoridad de Gran Bretaña sobre este continente es una forma de gobierno que tarde o temprano tendrá que acabar…»
– Se refiere a América.
– Sí. ¿Podría eso ocurrir? ¿Podríamos tener nuestro propio gobierno?
– Creo que sí.
– ¿Sin rey?
– ¿Por qué no?
– Dice que es una soberana tontería que los americanos sean súbditos de un monarca inglés. -Molly buscó una página concreta-. «Todos los métodos pacíficos han demostrado ser ineficaces.» Eso significa que el autor considera necesaria la lucha.
Goldsmith asintió con la cabeza.
– Hoy han intentado de nuevo arrancar la bandera de la libertad. Si quieren guerra, la tendrán.
– Daniel, me asustas -dijo Molly antes de toser una vez más.
– Ahora he de marcharme, pero volveré…
Molly rompió a llorar.
– No, no te vayas. Quédate un poco…
Tosió con tanta violencia que escupió sangre.
– No soporto verte así -declaró Goldsmith. La ayudó a levantarse del lecho y la vistió-. ¿Dónde tienes las botas?
– Debajo de la cama. ¿Qué haces?
– Voy a llevarte a casa del doctor Tonneman.
45
Martes 18 de enero. A media tarde
Al divisar el establo, Chaucer galopó los últimos veinte metros con desesperada energía. Ya en la cuadra, el animal, exhausto, relinchó en agradecimiento. Había sido un día muy largo. Muchos de los nuevos pacientes de Tonneman habían contraído la gripe.
El doctor estaba tan absorto en sus pensamientos que no vio ni oyó a Goldsmith hasta que lo tuvo delante de las narices.
– No descansa en paz.
Tonneman se sobresaltó. Luego, al comprobar que se trataba del ex alguacil, procedió a desensillar a Chaucer y secarla.
– Por Dios, Goldsmith -dijo, tendiéndole la silla-, ¿qué te pasa? La enferma es Molly, y no tú.
Después de frotar a la yegua con un poco de heno, la cepilló.
Goldsmith colgó la silla de un travesaño y lanzó un profundo suspiro.
Tonneman, demasiado cansado para atender mejor al animal, echó una manta encima de Chaucer y le dio de beber. La montura bebió sin respiro.
– Tranquila, tranquila, o reventarás.
Retiró el cubo de agua y lo sustituyó por el de comida.
Goldsmith lo observó todo el rato.
– No me refiero a Molly, sino a Gretel. No descansa en paz. Se me aparece en sueños -Goldsmith lanzó una carcajada-, y no puedo dormir tranquilo.
– Eres demasiado supersticioso. -Al ver la expresión del alguacil, Tonneman se compadeció de él-. Entra en casa. Tomaremos una copa de oporto y hablaremos de ello.
– ¿Cómo se encuentra Molly? -preguntó Goldsmith.
– Esta mañana ya no tenía fiebre. Me alegra decirte que se ha repuesto antes de lo previsto. Podría haber contraído una neumonía. Habría sido peor. Ahora ya se encuentra bien; duerme como un bebé. -Tonneman observó a Goldsmith unos instantes-. Está muy débil, medio muerta de hambre. La recuperación será lenta.