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Goldsmith se alegró de oírlo.

– Pero se recuperará.

– Sí.

– Roguemos a Dios que así sea. -Sonrió-. Venga, vayamos a tomar ese oporto.

– Entremos, pues -dijo Tonneman, también sonriente.

Ambos tenían motivos para estar contentos. El motivo principal de Tonneman era la presencia de esa chica en la consulta. Mariana le había despertado de un largo sueño que, después de la terrible muerte de Gretel, había amenazado con sepultarle en vida.

La consulta estaba vacía. Decepcionado, Tonneman entró en el estudio y arrojó el abrigo encima de una de las sillas situadas delante de la chimenea. Goldsmith no se quitó el suyo.

De la cocina salía un aroma a estofado de pollo que se mezclaba con el olor a humo de mazorca de maíz; Quintin debía haber fumado esa bazofia otra vez. Tonneman se estremeció. La chimenea de la cocina estaba encendida, de modo que la habitación estaba caldeada.

El africano, que se peleaba con el mortero y la mano de mortero, no levantó la mirada para saludar. Por el fuerte olor que impregnaba la estancia, el doctor dedujo que el almirez contenía ajo.

– La señorita Mariana está arriba, dando de comer a la otra.

– Siéntate, Goldsmith.

Tonneman se sintió feliz al enterarse de que Mariana se hallaba en la casa. Quintin era un buen hombre; siempre decía lo que él quería oír. Tonneman se preguntó si le habría leído el pensamiento. Pensó que tal vez los negros tenían un sexto sentido. De todos modos, no creía en esa clase de supersticiones.

Se dirigió al comedor en busca de la botella de oporto, la última que quedaba. Estaba medio vacía. Llenó dos vasos.

– ¿Queda alguna otra botella?

– Ni idea, doctor Tonneman -respondió Quintin muy serio-. Nunca tomo alcohol.

– Tienes razón; lo había olvidado.

Tonneman sabía que si quería encontrar alguna botella de oporto en la casa, tendría que buscarla él solo. Seguro que no podría adquirir ninguna en la ciudad; con los barcos ingleses sitiando Nueva York, tardarían mucho tiempo en poder comprar productos europeos. Bebió despacio para saborear el vino tinto de Portugal.

Goldsmith lo tragó como si se tratara de agua.

– El esquema falla.

– ¿Cómo?

– Gretel no era joven.

Tonneman también lo había pensado; lo reconsideró.

– Tienes razón, claro. Quizá no la asesinaron por el mismo motivo que a las demás, e incluso es posible que no lo hiciera el mismo hombre.

Goldsmith parecía a punto de llorar.

– Pero ¿por qué querría alguien matar a Gretel?

– Porque sabía algo.

Los dos hombres miraron a Quintin sorprendidos. Tonneman asintió con la cabeza. Era evidente. Profundamente afectado por la muerte de Gretel, no había sido capaz de pensar en esa posibilidad. Quintin estaba en lo cierto.

– ¿Algo más?

– Que se trata del mismo soldado.

Goldsmith asintió con la cabeza y añadió:

– Tal vez la mató porque vio algo.

Tonneman apuró el vino.

– Vayamos a ver a la paciente.

Subió por las escaleras a toda prisa, seguido por Goldsmith. Tonneman pensó que había algo entre ellos dos que los unía, pero no acertó a adivinar qué. No tardó mucho en averiguarlo: Mariana y Molly.

Llamó a la puerta con suavidad y la abrió. El fuerte olor a brea los saludó al entrar. Mariana vertía agua caliente en una tela impregnada de brea mientras Molly inhalaba el vapor.

– Basta ya -exclamó Molly-. Apesta.

– Tranquila -dijo Goldsmith-, es por tu bien.

A Molly se le encendió el rostro de alegría al ver a Goldsmith. Se mesó la larga cabellera negra que Mariana había lavado y peinado antes. Ésta guardó la tela, se sentó en la cama y empezó a darle la sopa con una cuchara.

– ¿Qué tal se encuentra mi paciente? -preguntó Tonneman mientras le tomaba el pulso. Quedó un tanto alarmado hasta que descubrió que la causa del aceleramiento era Goldsmith.

– Estoy mejor, doctor Tonneman.

Mariana se sonrojó ante la penetrante mirada de Tonneman. Al levantarse, advirtió que el fondo de la taza de sopa estaba lleno de ajo.

– No te has comido el ajo -comentó Tonneman.

– Si lo hubiese hecho, olería peor que esa brea.

– Yo en tu lugar me lo pensaría mejor. Quintin afirma que el ajo cura todo.

Sin pensarlo, Goldsmith añadió:

– Según el Talmud, el ajo aumenta el amor conyugal. -Acto seguido se ruborizó.

– Dámelo, entonces -exclamó Molly mientras cogía la cuchara y se la llevaba a la boca.

Todos echaron a reír. Goldsmith clavó la mirada en el suelo y se acercó al pie de la cama de Molly.

Tonneman hizo señas a Mariana, y ambos se encaminaron hacia la puerta.

– Señor Tonneman.

Tonneman se volvió.

– Dime, Molly.

– ¿Cuándo podré regresar a mi casa?

– ¡Molly!

– No te metas, Daniel. He de ganarme la vida.

– Estás recuperándote de la gripe; hay quien todavía la padece y tiene menos suerte que tú. Si vuelves a trabajar como antes, contraerás una neumonía, y es posible que mueras.

Goldsmith alzó la vista.

– Que Dios me proteja de las mujeres testarudas. -Mirando a Molly fijamente, agregó-: Escucha su consejo.

– Si Goldsmith no te hubiese encontrado y traído aquí, habrías muerto.

– Ay, ay -se quejó Molly-. ¿Qué será de mí? Moriré de todos modos.

– No -exclamó Goldsmith mientras miraba suplicante a Tonneman.

Mariana, de espaldas a Molly y Goldsmith, susurró al doctor:

– Quintin se quedará sólo hasta la primavera. Necesitarás a alguien.

Tonneman se enterneció. Pensó que Mariana, para la edad que tenía, era muy racional.

– Por lo visto, necesito una ama de llaves.

46

Viernes 19 de enero. De la mañana a la tarde

El vendedor de agua lo aguardaba en la esquina cuando él salió de la casa Gunderson.

– ¿Quiere agua, señor? Es una buena manera de empezar el día.

– ¿Cómo? -preguntó Hickey, irritado.

– El Gordo quiere verle.

– ¿Dónde y cuándo?

Los que habían decidido quedarse en Nueva York, fueran cuales fueran sus razones, se hallaban sitiados desde dentro y fuera. El contingente del rey se había instalado en las aguas que rodeaban la ciudad. En tierra, dos fuerzas -la leal al rey y la rebelde- estaban a punto de iniciar una guerra. Nueva York era como una mujer con dos amantes, el rey y los rebeldes; cada uno la quería para sí solo.

Cuando empezaron a circular las primeras copias de Sentido común, la llama de la independencia se convirtió en un incendio. El libro ponía por escrito lo que la gente había soñado, deseado y pensado en secreto, y no se había atrevido a expresar en voz alta. Había concluido el período de paz. Había llegado el momento de exigir la libertad, la independencia. La guerra que había estallado en Lexington y Concord en el mes de abril no era ya una guerra que la gente quería, sino que necesitaba.

El general Charles Lee, el segundo de Washington, había reunido dos regimientos de voluntarios en Connecticut con objeto de entrar en Westchester. Se presentía que, si las tropas rebeldes entraban en Nueva York, los barcos ingleses comenzarían a bombardear. Uno de los muchos comités de Nueva York así se lo había comunicado a Lee, quien montó en cólera, pero decidió retrasar la operación.

A Hickey le importaba muy poco la guerra. Él era un soldado profesional y sabía que las guerras se repetían cíclicamente; no obstante, la vida seguía adelante. Tan sólo le importaba el placer; cerveza y alcohol que se lo proporcionaran, prostitutas que chillaran y monedas rutilantes.

Llevó el carro del carnicero Gunderson hasta la cervecería Harrison, en la calle del mismo nombre. Hacía un día claro pero frío. Vio el caballo del Gordo atado delante del establecimiento, por lo que dedujo que el hombre se hallaba cerca.