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– Harrison -exclamó Hickey.

Una de las puertas de la cervecería se abrió de par en par. Un tipo alto y enjuto salió.

– ¿Qué quieres?

– Cuatro barriles de la mejor cerveza que tengas.

– Te costará mucho dinero.

– Cárgalos en el carro.

– ¿Quién paga?

– Yo -respondió el Gordo mientras salía por la puerta.

Harrison saludó con una inclinación de la cabeza.

– Sí, señor. ¿En libras o dólares?

– En dólares continentales -respondió, sacando un fajo de billetes del monedero.

El dueño de la cervecería frunció el entrecejo. Hickey tampoco estaba conforme. Prefería el ruido de las monedas inglesas.

– Trae el carro -ordenó Harrison al tiempo que regresaba al interior-. No quiero romperme la espalda.

– ¡Aquí lo tienes! -vociferó Hickey.

– No tan deprisa -replicó el Gordo, subiéndose al carro de un salto.

Cuando se hubo asegurado de que Harrison no podía oírles y que no había nadie alrededor, Hickey preguntó al Gordo:

– Eres Matthews, ¿verdad?

El Gordo no se inmutó.

– Sí.

Hickey tiró de las riendas, y el caballo del carnicero siguió a Harrison lentamente. Sonriendo, Hickey silbó unos compases de Yankee Doodle.

– Si pretendes mofarte de mí, estás consiguiéndolo.

– La gente que conozco dice que el comité de seguridad sospecha de ti.

– Sospechan de cualquier lealista; en cualquier caso, yo no oculto mis simpatías -repuso el concejal.

– Mis confidentes me han comentado que estás en la lista de los sospechosos desde el mes de mayo.

– ¿Sospechoso de qué?

– Todavía no lo han averiguado.

Matthews echó a reír.

– Ni lo harán, los pobres. Rezan por la revolución, pero no tienen ni idea de cómo hacerla.

– No estés tan seguro. Corren rumores de que están llegando tropas de todas partes.

– ¡Venga ya! También he oído rumores de que se ha declarado una epidemia de viruela. Esos rumores sólo asustan a los niños.

– No se trata de ningún rumor. Me he enterado por fuentes fiables de que Washington ha ordenado al general Lee que libere la ciudad de Nueva York del cerco del rey.

– Sigue.

– Ahora mismo hay dos regimientos en Connecticut.

Con aire de superioridad, Hickey aguardó a que el Gordo hablara.

– Ya lo sabemos.

Ésa no era la respuesta que Hickey esperaba.

– Siempre dices que ya sabes lo que te cuento cuando ya te lo he contado. Si sabes tanto, ¿por qué no actúas?

– Eso nos proponemos. Si callas un momento, te lo explicaré.

– ¿Qué quieres?

– Muy sencillo; quiero a Washington muerto. Además deseo que ocurra en Nueva York.

– Pero no está en Nueva York.

– Podemos esperar.

– ¿Sólo eso? Si hubiese sabido que sería tan sencillo, no habría reclutado a tantos hombres.

– Cuantos más, mejor. No, eso no es todo. Tranquilo.

Habían llegado a una plataforma llena de barriles de cerveza.

– Echadme una mano -pidió Harrison-. Hoy estoy solo.

Hickey se apeó del carro y ayudó a Harrison a disponer tres tablas en el suelo. A continuación empujaron los barriles hasta subirlos al carro.

Matthews entregó a Hickey el fajo de billetes, y éste pagó a Harrison. Hickey quiso devolver el cambio a Matthews, quien le dijo que se lo quedara.

– Eres muy generoso -comentó Hickey mientras se alejaban-. ¿Qué se supone que me pagas con este dinero?

– Quiero que el día que mates a Washington los cañones rebeldes de Nueva York y Kingsbridge sean destruidos. También volarás el fuerte George y el puente del rey. ¿Podrás hacerlo?

– ¿Que si podré hacerlo? -Hickey lanzó una carcajada-. ¿Tiene el diablo aspecto de mujer pelirroja?

47

Domingo 4 de febrero. Tarde

A Tonneman siempre le habían gustado los domingos; de pequeño, porque se libraba de estudiar. Las campanas de todas las iglesias de la ciudad solían repicar, anunciando a las distintas congregaciones que había llegado la hora del oficio religioso. Sin embargo, últimamente las campanas sólo se tañían cuando había que reunir a la gente en Broadway para comunicar noticias de la guerra. Era de los pocos médicos que quedaban en Nueva York y, a pesar de que mucha gente se marchaba, cada día llegaban más soldados, muchos de ellos enfermos.

Había estado fuera todo el día visitando pacientes; una pierna rota, una herida grave en la cabeza y, naturalmente, diversos casos de gripe. Había oído rumores de que había una epidemia de viruela en las colonias del sur; si la epidemia llegaba a Nueva York, la enfermedad vencería a los rebeldes con más eficacia que las tropas del rey.

Los soldados que había examinado -la mayoría del campamento Bayard- eran fuertes. No podía decir lo mismo de los pobres desvalidos que vivían cerca de allí, en el Collect. Al rico Richard Willard y su familia les resultaría fácil cobijarse en un santuario durante la guerra, pero a los pobres no, dado que no tenían ni medios ni refugios posibles.

Seis personas del Collect habían fallecido la semana anterior, dos de ellas niños. El frío intenso, la falta de leña y la gripe eran la causa de las muertes. De seguirse ese ritmo, la viruela o los ingleses constituían un mal menor.

Cuando hubo visitado el que creía su último paciente del día, un Tonneman absolutamente exhausto decidió regresar a casa. Había soldados continentales por doquier.

La pierna fracturada que había atendido era la del nieto de Kate Schrader. En agradecimiento, la mujer le había regalado un pollo raquítico que probablemente moriría antes de que Quintin pudiera cortarle la cabeza. Algunos pacientes le habían pagado con huevos, otros con verduras y alguno con monedas.

Tonneman condujo a Chaucer al establo, le dio de comer, pero no le cepilló; luego se apresuró a entrar en la consulta, donde Mariana extraía diminutas astillas del antebrazo de un carpintero. Tonneman se dejó caer en la silla, entregó el pollo a Mariana y se ocupó de la herida del carpintero, John Webb, quien pareció quedarse más tranquilo.

– No es que no me fiara del chico.

Tonneman levantó la mirada y sonrió a su ayudante, que se había sonrojado ante el comentario del carpintero. Mariana se quitó la boina.

– Muchas gracias, doctor. Me temo que no podré pagarle con dinero. ¿Puedo hacerle algún remiendo? -preguntó mientras miraba el pollo con codicia.

– Hay que arreglar la escalera de la entrada -intervino Mariana.

Tonneman le quitó el pollo de las manos y se lo tendió a Webb.

– Lleva el pollo y la comida de ahí a la cocina. -Señaló con el dedo-. Por ahí. Pregunta a Quintin qué hay que arreglar.

El pollo empezó a chillar, y Webb le retorció el cuello.

– Lo haré, señor.

Tonneman observó al hombre mientras salía de la consulta, preguntándose si realmente repararía la escalera, u optaría por marcharse con el pollo. Mariana comenzó a limpiar el instrumental.

– Ya lo haré yo -se ofreció Tonneman-. Quiero que regreses a casa antes de que anochezca.

A Tonneman le disgustaba que se fuera a casa sola; la ciudad estaba llena de soldados. Sonrió al pensar que, afortunadamente, nadie la tomaría por una chica.

Ese día Mariana no se negó a que la acompañara a casa como en otras ocasiones.

El carruaje del padre de Tonneman había sido cortado, a fin de conseguir leña para el fuego, de modo que ambos tendrían que montar a Chaucer. El caballo no pareció muy contento al ver la silla.

Primero montó Tonneman, que después ayudó a subir a Mariana. La chica prefirió montar como un hombre.

A Tonneman le sedujo ese gesto. Mariana siempre conseguía sorprenderle. La rodeó con los dos brazos para coger las riendas y experimentó una extraña sensación de felicidad al notar que a ella también se le aceleraba el ritmo del corazón.