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Las calles aparecían flanqueadas por árboles que, aunque desnudos y polvoreados de nieve, les conferían un aspecto aseado y tranquilo. Pero eso era sólo la superficie. Tonneman sabía que en los subterráneos de la ciudad había un barril de pólvora de filosofías y puntos de vista enfrentados.

La política no le atraía en absoluto, aunque los años que había vivido en Londres le habían acercado, en cierto sentido, a los intereses ingleses; al menos por fuera, a pesar de ser plenamente consciente de que la sangre que corría por sus venas era holandesa y separatista. Ése era el legado que había heredado de su antepasado Pieter Tonneman, que había sido el primer sheriff de Nueva York.

El chico negro les esperaba junto a un carruaje en Water Street.

Tonneman respiró hondo para saborear la vigorizante brisa de invierno.

– ¿Qué tal, Jamie, si vamos a Bowling Green? -Frunció el entrecejo mientras recordaba-. A la taberna Blue Bell. Tomaremos vino caliente con especias para regar esas patatas.

– Genial.

– Después te llevaré a mi casa.

Le resultó extraño referirse así a la casa de su padre.

La casa situada entre Rutgers Hill y John Street había pertenecido a su abuelo. Cuando el padre de John se casó, su abuelo regaló la casa al hijo y se fue a vivir al campo con su esposa, cerca de Bowery Lane, pasado el cementerio de los judíos.

Jamison dio un suave codazo a Tonneman.

– ¿Quién es ése?

Un chico delgado con la cara picada de viruelas se detuvo delante de ellos. Los calzones grises y el abrigo azul le quedaban muy holgados. Con un mismo movimiento se subió los calzones y el tricornio.

– ¿Es usted el señor Tonneman?

– Sí.

– El alcalde quiere que vaya usted a verle, señor, cuando le vaya bien.

El chico esperó la respuesta con expectación.

Tonneman lanzó un suspiro y observó cómo se convertía en humo al entrar en contacto con el aire frío.

– El alcalde me reclama, Jamie, lo que significa que debo acudir ahora mismo.

– No importa. De hecho no tengo tanta sed.

– Preferiría saciar primero nuestra sed. -Tonneman entregó un penique al muchacho-. Gracias, chico. ¿En el ayuntamiento?

– Sí, señor.

– Corre y di al alcalde que ahora mismo vamos.

El chico volvió a subirse los calzones y el sombrero y salió corriendo en dirección al ayuntamiento, manteniendo sorprendentemente bien el equilibrio a pesar del resbaladizo suelo.

Tonneman entregó varias monedas al negro y un chelín al cochero a quien dio instrucciones de llevar todo el equipaje, excepto las bolsas con el material médico, a la casa del doctor Peter Tonneman en Rutgers Hill.

A continuación él y Jamison se dirigieron hacia el ayuntamiento. Al doblar la esquina de Queen Street con Wall Street, divisaron a lo lejos una multitud de gente congregada cerca del ayuntamiento. La nieve, cual manta espesa, teñía todo de blanco: hombres, carruajes, vendedores ambulantes, árboles…

Se oyeron risas de los reunidos. Algunos incluso vociferaban con tono estridente.

Un hombre vestido con el uniforme rojo de los soldados ingleses colgaba de una farola.

4

Miércoles 15 de noviembre. Mañana

Los dos médicos se abrieron paso entre la muchedumbre.

– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó Jamison-. ¿Se trata de un vil asesinato?

– En absoluto, señor; la gente está mostrando su sucio culo al rey. -Esta declaración procedía de un hombre fornido que lucía un elegante traje de terciopelo color burdeos-. No es un cadáver, aunque les gustaría que lo fuera. Es una efigie.

Los recién llegados a la ciudad notaron que entre los congregados había dos facciones enfrentadas: los partidarios del rey y los patriotas -o, tal y como los lealistas los calificaban, los rebeldes.

– ¡Tories hijos de puta! -exclamó alguien.

– ¡Rebeldes bastardos!

– ¡Desgraciados!

Alguien arrojó una bola de nieve a la cara de un lealista.

– ¿Quién ha sido? -preguntó el agredido-. ¡Voy a sacarte los ojos!

Sus camaradas se mantuvieron firmes, algo inseguros en medio de la agitada muchedumbre. Para entonces el número de congregados había aumentado. Rebeldes y lealistas empezaron a lanzarse bolas de nieve y trozos de hielo, mientras los primeros se acercaban de modo amenazador a los segundos.

Una joven cargada con un cesto recibió el impacto de un trozo de hielo. Resbaló, cayó al suelo y a punto estuvo de ser pisoteada. Tonneman se precipitó hacia ella y se la llevó en volandas.

– ¡Cuidado con los huevos! -exclamó la muchacha.

– Al demonio con ellos -replicó Tonneman corriendo hacia la acera, donde la dejó en el suelo.

– ¡Retiraos! -vociferó un tory con tono militar.

Los tories retrocedieron. El que había recibido el impacto de la bola de nieve exclamó:

– ¡Atreveos a luchar de hombre a hombre, malditos bastardos! Podemos vencer a cualquier sodomita de la libertad.

– ¡Hijos de puta! ¡Cobardes! -prorrumpieron los otros.

Un tory, hombre delgado y cojo, se tambaleó. Al tiempo que recuperaba el equilibrio, sacó unas largas tijeras de sastre de debajo del abrigo.

– ¡Tiene un cuchillo!

Se produjo un silencio en la calle.

– No será necesario, Andrews. -El hombre vestido de terciopelo color burdeos se adelantó-. Guarda el arma, por favor.

La firmeza de sus palabras no encajaba con la afabilidad de su porte.

El que empuñaba las tijeras obedeció.

– ¿Por qué no os vais todos a casa? -exclamó el del traje de terciopelo-. Tanto los lealistas como los patriotas. Marchad a casa. Muy pronto tendréis la oportunidad de derramar vuestra sangre.

Los miembros de cada facción se dispersaron, pronunciando imprecaciones, aunque no abandonaron el lugar.

El hombre del traje color burdeos se encogió de hombros y dijo a Tonneman:

– Se autodenominan Hijos de la Libertad, pero no son más que unos pendencieros que no respetan ni al rey ni al país. -Se frotó la nariz con delicadeza con un pañuelo perfumado-. Venga, moveos. Dispersaos. Andrews, déjalo ya. Circulad, circulad. El juego ha terminado por hoy.

Protestando en voz baja, y mientras algunos tories bajaban la efigie de la farola, los dos grupos empezaron a dispersarse. Las personas que llegaban al lugar contemplaban pasmadas la escena. Los tories se encargaron de la efigie, llevándosela como si se tratara de uno de los suyos. Tonneman y Jamison intercambiaron miradas en silencio. Los nuevos espectadores charlaban y pululaban alrededor, ansiosos por ver qué ocurría y unirse a uno u otro bando.

Tonneman centró su atención en la joven que antes había rescatado. Tenía un hinchazón y un rasguño en la frente.

– No es nada -dijo-. Sólo un rasguño.

Jamison había ido a buscar el cesto de la joven. Se lo ofreció con tiento. Al cesto le faltaba el asa, y tenía un lado aplastado. En el interior sólo quedaban los huevos, que también estaban rotos.

– Creo que parece una tortilla de hielo -comentó al tiempo que se inclinaba para darle el cesto.

– ¡Ay Dios mío! -La joven se envolvió el cuello con una bufanda naranja-. He de regresar al mercado antes de que se agoten las existencias. Mi marido se pondría furioso si sus invitados se quedaran sin comer. Buenos días, caballeros. -Hizo una reverencia a Tonneman-. Gracias, caballero.

Con gran dignidad y una modesta sonrisa para Tonneman, la joven se alejó.

Jamie soltó una risita.

– Menudo conquistador estás hecho, John. Ni siquiera le has preguntado cómo se llama, después de arriesgarte a recibir un golpe de bayoneta en el culo por tu valentía.