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Durante el trayecto Tonneman inclinó la cabeza hacia Mariana con objeto de rozarle la mejilla. Mariana se volvió ligeramente, y sus labios tocaron los del hombre.

Los cascos de Chaucer resonaban en las estrechas calles adoquinadas. Tonneman y Mariana cabalgaban ajenos al frío porque a cada uno sólo le importaba el calor del otro. En Maiden Lane reinaba la tranquilidad, salvo por un grupo de soldados borrachos que enseñaban a un par de neoyorquinos igualmente ebrios cómo utilizar un mosquete. Un soldado apuntó a Tonneman con el arma y exclamó:

– Deja que te vea la cara, maldito lealista.

– No soy lealista -afirmó Tonneman sin alterarse-. Soy médico y voy a visitar a un paciente.

– Pase, doctor.

El soldado le saludó, aunque apenas podía tenerse en pie.

Los demás soldados repitieron las palabras de su camarada:

– Pase, doctor, adelante.

Mariana estaba temblando. ¿O era él quien temblaba? Tonneman no estaba seguro. Sabía, de todos modos, que el temblor no se lo habían causado los soldados borrachos.

– Mariana -susurró.

La muchacha volvió la cabeza, y Tonneman le besó en los labios.

Ella se apartó con un gesto brusco.

– Mi casa.

Antes de que el caballo se detuviera, Mariana ya había saltado al suelo con gran agilidad. Recorrió a toda prisa la avenida que conducía a la entrada de la casa de ladrillo.

Tonneman esperó hasta que la joven desapareció de la vista; luego regresó a casa. ¿Estaba loco? ¿Qué sería de ellos?

48

Domingo 4 de febrero. Anochecer

La casa del comerciante David Mendoza estaba en silencio; sólo había una vela encendida. Mariana sabía que su hermano Ben había salido con los Hijos de la Libertad, como cada noche, y que su padre estaría haciendo compañía a su madre; por lo menos eso deseaba con fervor.

Pasó por delante de la sala de estar de puntillas y se dirigió a la escalera.

– ¿Hija?

– Sí, papá.

La voz procedía de la sala de estar, que se hallaba a oscuras.

– Ven aquí conmigo y trae una vela.

Su padre estaba sentado en una butaca de orejas con los pies encima de un taburete bajo. Los retiró y dijo:

– Siéntate aquí, hija.

Mariana colocó la vela en la mesita al lado de la butaca y tomó asiento en el taburete. Adoraba a su padre, un hombre atractivo de quien se sentía orgullosa. David Mendoza jamás había comprendido el deseo de su hija de ser médico ni aceptado que los tiempos estaban cambiando.

Le acarició el rostro.

– Hija, ¿qué va a ser de ti?

A Mariana se le llenaron los ojos de lágrimas al verle tan triste.

– Papá, todo saldrá bien; ya verás.

– Llevas las ropas de tu hermano, trabajas en la consulta de un hombre a quien no conocemos.

– Yo sí le conozco, papá. Es un hombre muy bueno. Me necesita.

– Ya -dijo David Mendoza con la voz entrecortada. Se inclinó y tomó la cara de su hija con las manos-. ¿Y tú qué sientes por él, hija?

A Mariana le dio un vuelco el corazón. Su padre le repitió la pregunta:

– Papá, yo… yo…

– ¿Le amas, hija?

– Papá…

– Si le amas, hija, no me interpondré en tu camino.

De repente, y sin saber por qué, Mariana reconoció:

– Es verdad, papá, le amo. Amo a John Tonneman con todas mis fuerzas.

49

Domingo 4 de febrero. Anochecer

Tonneman cenó en cuanto regresó a casa. Quintin le anunció que John Webb, el carpintero, había arreglado la escalera de la entrada principal.

Después de cenar se sentó en su estudio, sin lograr apartar a Mariana de sus pensamientos. Era distinta a todas las mujeres que había conocido. Estaba convencido de que, de haber nacido hombre, habría sido médico. Mariana era dulce, valiente y segura de sí misma. En los casi cuatro meses que la conocía, su belleza había aumentado día a día, a pesar de las ropas masculinas que lucía. Tonneman no acertaba a comprender por qué en un principio no se había dado cuenta de su verdadera condición; de hecho, Jamie se había percatado enseguida de que era una mujer.

No lo tendrían fácil. Los judíos sólo se casaban con gente de su misma religión.

Consultó el reloj. Eran casi las siete. Dejó el reloj en el escritorio, bebió la copa de oporto y tapó con corcho la botella. Había estado de suerte; un paciente tory le había regalado la botella en agradecimiento por haberle aliviado los dolores reumáticos. Cogió la vela y entró en la consulta.

Un hombre rechoncho con peluca blanca se quitó el tricornio y entró en la consulta.

– ¿Señor?

Llevaba un abrigo azul del mejor macué; la chaqueta de terciopelo verde y los calzones a juego también parecían valer mucho dinero. La cara del hombre le resultó familiar. Ben se parecería a ese hombre de mayor, y posiblemente los hijos de Mariana también.

– Soy David Mendoza -anunció el hombre cerrando la puerta.

– ¿Está usted enfermo, señor? -preguntó Tonneman alarmado. Se preguntó si los problemas que había vaticinado empezaban a plantearse ya.

– No, señor, no estoy enfermo -respondió mientras curioseaba alrededor.

– ¿Se trata de su esposa? Ahora mismo cojo la bolsa.

– Mi esposa está mejor que nunca, señor.

– ¿Entonces? -Tonneman guardó silencio. Mendoza lo miraba fijamente, pero no parecía furioso-. ¿Le apetece un poco de oporto?

– Sí -contestó, desprendiéndose de la bufanda de lana verde.

– ¿Le importa acompañarme a la cocina?

Mendoza lo siguió hasta el estudio. Una vez allí, dijo:

– Prefiero quedarme aquí.

Comenzó a mirar los libros de medicina de las estanterías.

Tonneman abrió el armario para coger un par de copas y comprobó, con gran satisfacción, que todas relucían. Molly desempeñaba su nuevo trabajo con gran empeño. Ella y Quintin se ocupaban de la casa casi tan bien como Gretel.

No pasaba día sin que se acordara de la mujer que le había criado, y sin que llorara su muerte violenta.

Tomó las copas y regresó al estudio. Mendoza leía el libro Sentido común. El mercader dejó el tratado en el escritorio de Tonneman.

– Por favor, señor -dijo Tonneman, señalando la silla delante del escritorio-, siéntese. -Mendoza tomó asiento y observó, quizá divertido, cómo su anfitrión llenaba las copas. Tonneman se sentó detrás del escritorio y levantó la copa-. Por la libertad, señor Mendoza.

– Por la libertad, señor Tonneman, y por la vida. -Mendoza apuró el vino de un trago y dejó la copa sobre la mesa-. ¿Se ha enterado de la noticia?

Tonneman se rascó la cabeza.

– ¿Se refiere al barco de guerra inglés que hay en el estrecho?

– Sí. El rey de Inglaterra parece dispuesto a entrar en nuestros hogares.

– Eso parece.

– «El más pobre de los hombres tiene que desafiar, desde su hogar, a la Corona. Por frágil que sea (aunque el tejado esté a punto de venirse abajo, entre el viento y la lluvia), el rey de Inglaterra no podrá entrar; por poderoso que sea, no osará traspasar el umbral de ese hogar que se derrumba.» Cito las palabras de William Pitt en el parlamento hace doce años. ¿No le asustan los barcos de guerra que hay en el estrecho?

Tonneman esbozó una sonrisa.

– No soy tan valiente como para no temerles. Estoy agotado; he estado trabajando desde primera hora de la mañana.

– Mi hija afirma que es usted muy valiente.

Tonneman tenía la cabeza completamente despejada.

– ¿Le ha hablado Mariana de mí?

– Todo a su debido tiempo, joven. El barco inglés de que hablábamos se llama Mercurio. Ha traído a sir Henry Clinton desde Boston con trescientos soldados a su mando.