Выбрать главу

– ¿Cómo sabe todo esto?

– Mis amigos tories disfrutan asustándome con esa clase de información. La única esperanza que nos quedaba era que el hielo detuviera a Clinton, pero no ha sido así. Está a punto de llegar. Más de los nuestros abandonan la ciudad. El hielo no ha detenido a sir Henry, pero el frío y la nieve que cubre los caminos nos traerán más de una desgracia.

Tonneman no estaba seguro de si con «los nuestros» Mendoza se refería a los judíos o los patriotas.

– También tengo buenas noticias. El general Charles Lee ha llegado a Nueva York para salvarnos. Le envía el general Washington para que supervise la construcción de nuestras defensas.

– Gracias por haberse guardado las buenas noticias para el final.

– Por desgracia, el general Lee no llegó al frente de los voluntarios de Connecticut, sino en litera. Aun así, entiendo que es un buen general y que nos ayudará.

– Creo que son demasiadas noticias para un solo día. Debería publicarlas en un periódico, señor. Estoy en deuda con usted.

– No, doctor Tonneman, yo sí estoy en deuda con usted.

– ¿Señor?

– Mi agradecimiento llega con dos meses de retraso. Mi hijo, Benjamín, me ha comentado que usted le salvó la vida.

– Tuve un ayudante muy capaz -explicó Tonneman con prudencia.

Mendoza miró al doctor directamente a los ojos.

– He venido para hablar sobre mi hija, señor.

Tonneman enmudeció. De repente tuvo la sensación de que hacía mucho calor en el estudio.

– ¿De su hija, señor?

– Aún es mi hija, señor, a pesar de su peculiar comportamiento, de su afición a vestir ropas masculinas y de su estrecha relación primero con su padre y ahora con usted. Además, es la única que tengo. Su madre y yo estamos preocupados por su futuro. -Se llevó la copa a los labios y, al percatarse de que estaba vacía, volvió a dejarla en la mesa, algo incómodo.

Tonneman le sirvió más oporto. Él también se sentía incómodo.

Mendoza sorbió un poco de vino y luego se enjugó los labios con el dedo.

– Soy un hombre con recursos, señor, y cuando esta guerra haya terminado y los ingleses se hayan marchado, podré entregar a mi hija una provechosa dote.

Tonneman se levantó de la silla y se inclinó hacia Mendoza, apoyando las palmas sobre el escritorio.

– Me casaría con ella aunque no tuviese dote, señor. -Se sentó bruscamente, atónito por lo que acababa de declarar-. ¿Desea ella casarse conmigo?

Mendoza sonrió.

– Es una buena chica, pero muy independiente. Me temo que no sería una buena esposa…

– Pero ¿quiere ella casarse conmigo?

– Sí, señor. -Mendoza se puso en pie y tendió la mano-. El próximo mes cumplirá quince años, la misma edad que tenía su madre cuando se casó.

Tonneman quedó sin habla. Se levantó y estrechó la mano de su visitante.

– Ya sabrá, supongo, que no soy judío.

Mendoza se envolvió con la bufanda y se caló el tricornio.

– Vivimos en una época especial y todos nosotros debemos confiar en los hombres buenos.

Tonneman acompañó a Mendoza hasta la puerta de la consulta. Éste abrió la puerta y se volvió hacia el doctor; los ojos le brillaban.

– Para ti y para los tuyos, no eres judío, pero para mí sí lo eres.

– ¿Señor?

Mendoza salió. Examinó atentamente el color del cabello y la tez de su futuro yerno.

– Ve a buscar los huesos de tu antepasado holandés Pieter Tonneman y su esposa; no los encontrarás en el cementerio cristiano -sentenció con infinito placer.

50

Miércoles 14 de febrero. Justo antes de medianoche

Hacía un frío terrible. Hickey salió de la cervecería Benson y partió en dirección al Collect, silbando Yankee Doodle y pensando que no tardaría mucho en calentarse.

Había sido un día completo. El alcalde de Nueva York había anunciado que estaba cansado de su cargo y que deseaba marcharse de la ciudad. ¿Quién era el nuevo alcalde? Hickey reprimió las ganas de reír. El nuevo alcalde era su patrón, el Gordo; el concejal David Matthews, por la gracia de Su Majestad el rey, y con la bendición del gobernador Tryon. «Que os den por el saco, patriotas.»

De hecho, habían sido quince días completos. Primero, sir Henry Clinton había atracado su barco, el Mercurio, en el estrecho; después el general Charles Lee había llegado a la ciudad y un millar de rebeldes habían atacado el fuerte para llevarse el cañón y las municiones. Hickey los había observado desde Bowling Green. Durante todo el día, hombres y niños de todas las edades habían cargado carros y transportado armas hasta el Common.

En la bahía, el capitán del Fénix, el barco de Su Majestad, tuvo noticias del ataque, pero no bombardeó las fuerzas rebeldes. Hickey esbozó una sonrisa burlona. ¿Es que el capitán había temido herir tanto al amigo como al enemigo? Ay, si lo supieran los rebeldes.

Mientras tanto, Tryon, el cobarde, continuaba sentado en el Duquesa de Gordon, dictando órdenes que eran obedecidas por todos los hombres de Su Majestad. Estaban todos chiflados. El general Lee les exigió que no obedecieran más al gobernador, pero Olivier de Lancey y otros miembros del Consejo protestaron. Seguían aferrados a la Corona. Hickey escupió en el suelo helado. No se diferenciaban mucho de él; cualquiera se vendía al mejor postor.

Inmediatamente después de ser nombrado nuevo alcalde, el Gordo le había enviado un mensaje: había que cambiar de planes. Hickey tendría que estar preparado para partir en cualquier momento, incluso si ese bastardo de Washington no se dignaba a regresar a Nueva York.

Por esa razón, pensó Hickey entre maldiciones, se hallaba él ahí, helándose en medio de la noche. Había pensado en asaltar el polvorín, pero había demasiada vigilancia. Poco le importó. El Señor -o el diablo- ya le había abastecido.

Siguió su camino hacia el norte; llevaba una bolsa muy pesada colgada en la espalda. De vez en cuando se detenía para mirar alrededor y escuchar. Oyó unas voces roncas que cantaban procedentes del campamento Bayard. Se paró y silbó. Si había algún guardia, probablemente estaba borracho o dormido. Hickey esbozó una sonrisa; conocía de sobra las debilidades masculinas. Aun así, procedió con cautela, por temor a encontrarse con el sereno.

Echó a andar por el pantanal helado. Excepto el negro con quien se había cruzado por el camino, la zona estaba desierta. Anduvo con mucha precaución puesto que no llevaba linterna, aunque por fortuna le alumbraba la luna. Además, había estado allí tantas veces últimamente que se conocía el camino de memoria.

La hoguera junto al yacimiento de brea estaba encendida, tal y como había supuesto. Proporcionaba suficiente luz para el trabajo que debía realizar y era perfecta para lo que tenía en mente. Abrió la bolsa.

La nueva pólvora que había fabricado estaba aún por probar. Aunque se hallaba cerca del campamento, ésos eran el mejor lugar y el momento idóneo para hacerlo. Si bien sabía que su bomba funcionaría, le faltaba práctica. Se dijo que esa clase de cosas no se olvidaban tan fácilmente, como echar un polvo. Sonrió y empezó a silbar Yankee Doodle.

De repente oyó un ruido y se quedó inmóvil.

51

Jueves 15 de febrero. Inmediatamente después de la medianoche

Un ruido sordo despertó a Goldsmith. Se había acostumbrado a dormir abajo, junto a la chimenea, para mantenerse alejado de su esposa y sus continuos reproches. La chimenea no le servía de mucho, puesto que estaba apagada. En realidad, esa noche había decidido dormir en la cama, pero Deborah le había echado alegando que se movía demasiado. No le importó, pues necesitaba estar solo para reflexionar. Además, Gretel no le permitía conciliar el sueño.