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Esa mañana Goldsmith había estado ayudando a cavar trincheras; tenía los músculos doloridos y las manos llenas de ampollas.

El viernes anterior, el gobernador Tryon había hecho un llamamiento dirigido a «los habitantes de Nueva York». Los ingleses ya no estaban en el puerto, sino más cerca.

Aparecieron octavillas por todos los rincones de la ciudad: «Hay todavía una puerta abierta para la gente honesta que quiera aprovecharse de la justicia y benevolencia que la suprema legislatura les ofrece a cambio de volver a disfrutar de la gracia y paz de Su Majestad…»

Algunas bandas de patriotas se dedicaron a romperlas, aunque su deporte favorito consistía en perseguir lealistas. Dadas las circunstancias, los lealistas que aún permanecían en la ciudad decidieron marcharse.

Habían llegado ocho mil hombres de Pensilvania y Nueva Jersey, de modo que las milicias de Connecticut estaban alertadas. La ciudad esperaba ansiosa la llegada de los regimientos de Nueva Inglaterra.

Había huido tanta gente de Nueva York que en la ciudad había más soldados que neoyorquinos, cada cual con el uniforme y el sombrero de su regimiento. La ciudad lucía un aura casi festiva.

Los soldados extendían sus mantas donde podían. Los más afortunados encontraban abrigo en las casas abandonadas de los ricos, mientras que otros dormían en los campos enlodados que bordeaban el camino de Kingsbridge.

– ¿Dónde está el doctor Tonneman? -preguntó Goldsmith con un gruñido. Cambió de postura. Le dolía la espalda.

– En el campamento Bayard otra vez. Docenas de esos pobres chicos han contraído la gripe, y tres de ellos han muerto. El doctor Tonneman les ayuda a trasladarse hasta el King's College. Es una lástima que el nuevo hospital haya sido reconvertido en barracones. No importa; el hospital estaba ahí y lo han aprovechado. Han mandado a los estudiantes a sus casas. Los libros y demás están guardados en el ayuntamiento. Toma un poco más de ponche, Daniel. -Molly le llenó la taza. Luego le acarició el rostro. Ya se le habían curado los cortes y moratones, pero las cicatrices causadas por la brea caliente no se le borrarían jamás. Aun así, Goldsmith había tenido mucha suerte. El pobre Quintin había quedado prácticamente sordo. Molly le dio un beso en la mejilla. El hombre no protestó-. Tuviste la mala fortuna de estar allí en el instante en que la hoguera decidió explotar.

Goldsmith asintió con la cabeza.

– Te digo que no fue un accidente. Ese soldado estaba allí. Estoy convencido de que él fue el responsable. Aún no sé los motivos que le indujeron a hacerlo, pero tarde o temprano los descubriré, estoy seguro.

– ¿Crees que no tiene sentido que los ingleses hicieran volar las minas?

– ¿Por qué? Si tenían intención de realizar un acto de sabotaje de esas características, ¿no habría sido más lógico hacer explotar el polvorín?

Goldsmith bebió más ponche. «¡Mujeres! No entienden esta clase de cosas.» Miró a Molly con el rabillo del ojo. Llevaba un vestido de Gretel que había arreglado porque le venía demasiado holgado. Molly había engordado unos kilos desde la enfermedad. A los ojos de Goldsmith, estaba muy guapa.

– Es mejor que cuentes al doctor Tonneman tus sospechas. Querido Daniel, jamás comprenderé por qué demonios estabas ahí a esas horas de la noche.

Goldsmith estaba maravillado. Las reprimendas de Deborah semejaban arañazos, mientras que las de Molly eran suaves como el terciopelo.

– Una buena razón; dame una buena razón y no volveré a preguntártelo jamás.

– Intentaba recuperar mi trabajo.

– Y también trataba de limpiar su nombre, Molly.

Ninguno de los dos le había oído entrar. Tonneman estaba apoyado contra la puerta de la cocina, exhausto. Incluso Homer, acurrucado frente a la chimenea, tardó unos cinco segundos en reaccionar. Al igual que Quintin, el viejo mastín estaba sordo; además tenía cataratas.

– Y hay un motivo aún más importante.

Goldsmith y Tonneman intercambiaron unas amargas sonrisas.

– Sí, permitir que Gretel descanse en paz.

Molly se tapó la boca con la mano y emitió un sonido extraño para ahuyentar a los malos espíritus.

Los dos hombres esbozaron unas sonrisas más alegres.

Mientras Molly llenaba los tazones de sopa, Tonneman preguntó:

– ¿Y Mariana? No está en la consulta.

– Su madre volvía a sentirse mal, y como aquí estaba todo tranquilo…

Tonneman apuró la sopa de un trago, sin cuchara, e hizo ademán de levantarse.

– Será mejor que…

Molly le puso una mano en el hombro.

– Tómese la sopa como una persona y descanse un poco si no quiere enfermar como sus pacientes. Dijo que le avisaría si le necesitaba.

Goldsmith sonrió disimuladamente; le hizo gracia que Molly diera órdenes a Tonneman como hacía con él.

– Será mejor que siga su consejo, doctor.

– Basta ya -ordenó Molly muy seria. Luego les guiñó un ojo-. Tengo cosas que hacer arriba, de modo que os dejo para que habléis. -Lanzó una mirada perspicaz a Goldsmith antes de retirarse.

– ¿Qué ocurre, Daniel? -preguntó Tonneman mientras se llevaba la cuchara a la boca-. La sopa está muy buena.

Goldsmith la probó.

– Sí, me gusta.

Sonrió. Molly había demostrado ser no sólo una buena cocinera, sino también una excelente ama de llaves. La casa estaba inmaculada. Goldsmith dejó la cuchara en la mesa y echó la silla hacia atrás, a la espera de que el doctor terminara.

– ¿Qué ocurre, Daniel?

– El hombre que provocó la explosión es el asesino.

– ¿En qué te basas para decirlo? ¿Cómo sabes que la explosión está relacionada con los asesinatos?

– No cuento con ninguna prueba; simplemente presiento que el asesino es uno de nuestros soldados.

Tonneman reflexionó unos instantes.

– Cuando se cometió el primer asesinato, el de Jane de Kingsbridge, aún no había demasiados soldados en la ciudad, y tampoco cuando ocurrió el de Gretel. Ahora hay más soldados que neoyorquinos. Nadie sabe cuántos. Jamás encontraremos a un soldado determinado… sería como buscar una aguja en un pajar. ¿Por qué sospechas eso?

– Por lo que explicó Quintin. Además, justo antes de la explosión, oí a alguien silbar Yankee Doodle. ¿Quién sino un patriota silbaría esa melodía?

55

Jueves 11 de abril. Tarde

La primavera había traído consigo muchas lluvias. Las calles sin pavimentar del Collect estaban llenas de barro; la situación había empeorado después de que se reanudaran las obras de abastecimiento de agua.

La disentería y la fiebre aún acechaban el campamento Bayard debido a las precarias condiciones de higiene y salubridad. En una misma tienda se hacinaban seis soldados. La exposición a la enfermedad, la escasez de alimentos y la falta de médicos castigaban a los soldados cual bombardeo inglés. Las ropas no tuvieron ocasión de secarse antes de que llegaran las lluvias. Las trincheras se inundaron. Cuanto más llovía, más aumentaba el número de soldados enfermos.

Tonneman estaba desbordado, y le faltaban medicinas. Aun cuando hubiera tenido a mano todos los remedios conocidos, ciertas cosas no podían ser curadas. Tonneman guió a Chaucer hacia el campamento; decidió no montarlo porque el pobre animal corría el riesgo de hundirse en el lodo.

Esos días circulaba la noticia de que el general Washington había salido de Boston y se dirigía hacia allí. Si el clima no mejoraba, el viaje resultaría muy duro para las tropas. Tonneman no quería ni imaginar cuántos de los soldados de Washington llegarían enfermos.

Nueva York se había acostumbrado a su nueva situación; la de ser una suerte de campamento armado. Incluso las persecuciones contra los tories -los patriotas se habían dedicado durante un tiempo a emplumar lealistas- habían disminuido sensiblemente después de que el congreso continental, reunido una vez más en Filadelfia, las condenara con severidad.