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Tonneman se detuvo en el Bowery para leer una octavilla clavada en un castaño. Un tal Samuel Louden anunciaba que su librería ambulante disponía ya de un fondo de dos mil volúmenes y que se enviaría un catálogo a los suscriptores. Tonneman cogió el papel esbozando una sonrisa. Detalles como ése en medio de tanta locura constituían una prueba de que el mundo seguía cuerdo.

Montó a Chaucer. La lluvia estaba impregnada del dulce perfume de la primavera. Los árboles que flanqueaban el camino empezaban a verdear. Aunque todavía lloraba la muerte de Gretel, quizá aún más que la de su padre, Tonneman se sentía agradecido por muchas razones. Antes de que terminara el verano, Mariana Mendoza se convertiría en su esposa.

Se había enterado por Jamie de que la familia Willard se había retirado a una mansión que el hermano de Abigail poseía en Princeton, por lo menos mientras durara la guerra. Jamie le escribió para comunicarle que se había casado con Grace Greenaway, sin mencionar nada de la hija de ésta, Emma, huida desde el mes de noviembre.

A Tonneman le resultaba curioso que él hubiese escogido una mujer tan joven para casarse, mientras que Jamie había preferido una mujer por lo menos siete años mayor que él. De todos modos, Grace Greenaway era una mujer inmensamente rica, y Jamie, muy listo. A diferencia de Tonneman, siempre le habían encantado los placeres de la vida mundana.

La lluvia había empezado a amainar. Bowery Lane era un camino muy transitado. Tonneman intentaba mantener una distancia prudencial respecto a los caballos que tenía delante y detrás para evitar que le salpicaran. De repente algo se movió a su derecha. Se detuvo. ¿Un ciervo? Llevaba la pistola en la alforja. La carne de venado era muy gustosa. Cogió la alforja. El ciervo se adentró en el bosque. Tonneman tomó la misma dirección que el animal y de pronto se percató de que no se hallaba demasiado lejos del cementerio judío. Siguió adelante, pensativo. Aún era de día, y en casa no le esperaba nadie.

David Mendoza había sugerido que su antepasado Pieter Tonneman estaba enterrado en el cementerio judío. Naturalmente, Mendoza se equivocaba, pero, puesto que se hallaba tan cerca del cementerio, decidió comprobarlo.

El cementerio ocupaba una extensa zona ajardinada, delimitada por una valla blanca. Tonneman se acercó a la verja, desmontó y ató a Chaucer a la valla. A la derecha se alzaba una pequeña casa de piedra; Tonneman dedujo que se trataba de la casa del guarda. Al sur distinguió el East River.

Tonneman permaneció unos segundos inmóvil delante de la verja, sintiéndose en cierto modo un intruso. Descorrió el pestillo y entró. Los caminos que discurrían entre las tumbas estaban cubiertos con anchas losas, lo que impedía que el visitante pisara el barro. Algunos sepulcros se habían deteriorado más que otros por el paso de los años, de manera que costaba mucho leer las inscripciones. Mientras caminaba, se fijó en que las tumbas eran sencillas, talladas en mármol o granito; algunas tenían la inscripción en hebreo y holandés, otras en hebreo e inglés. Muchos nombres le resultaban familiares: Frank, Levy, Hendricks, López, Nathan, Gómez, Hays, Isaacs, Moses, Adolphus y muchos más que nunca hubiese sospechado fueran judíos.

En verdad, poco le importaba la religión; raras veces en vida de su padre y su abuelo había acudido a la liturgia de la Iglesia protestante holandesa.

Había cesado de llover, y sobre la ciudad se cernía una capa de niebla muy húmeda. Tonneman se adentró un poco más en el cementerio, invadido por una sensación de paz espiritual, algo raro en él desde que había regresado a Nueva York. De repente oyó los gorjeos de unos petirrojos; posados en una rama de nogal, le dedicaron una serenata. Se detuvo para disfrutar del canto.

– ¿Qué busca aquí? -preguntó una voz tan ronca que por un momento Tonneman pensó que era de ultratumba.

Se volvió. Descubrió a una criatura jorobada cubierta con una capa de tejido marrón confeccionado en casa, muy tosco; tenía las manos deformadas por la artritis, la cara llena de verrugas, y por los hoyos que se le formaban en las mejillas adivinó que no tenía dientes.

Recuperado ya del susto, Tonneman se quitó el sombrero. Una adivinanza; ¿de qué sexo era esa criatura? A pesar de ser médico, no estaba seguro de si el jorobado era un hombre o una mujer. Pensó, algo divertido, que él era Tonneman el Necio. Después de todo, había confundido a Mariana con un chico.

– Buenos días. Busco una tumba de hace unos cien años.

El anciano jorobado le examinó con recelo.

– Las más antiguas están junto a los sauces. -El jorobado señaló con el bastón hacia el extremo este del cementerio.

– Muchas gracias.

Tonneman se encaminó al lugar indicado, consciente de que lo seguían unos pies que se arrastraban.

– ¿Es usted el doctor Tonneman? -preguntó la voz ronca, jadeando.

Tonneman se detuvo para que el viejo le alcanzara.

– Sí.

– Entonces ¿estará buscando a sus antepasados?

– No, no; yo no soy judío.

El jorobado se echó a reír.

– ¿Se apellida usted Tonneman?

Asintió con la cabeza.

El jorobado le miró fijamente y sonrió.

– Los huesos fueron enterrados aquí en 1683, aunque habían sido inhumados en el viejo cementerio. -El jorobado reanudó la marcha, cojeando, y Tonneman lo siguió-. Allí -volvió a señalar con el bastón.

Tonneman avanzó unos pasos. La inscripción de la lápida rezaba simplemente:

PIETER TONNEMAN

1621-1684

Las fechas parecían correctas. Tonneman miró a derecha e izquierda. Más Tonneman. Caminó por entre las tumbas. Los Tonneman habían sido sepultados allí hasta principios de 1700.

Estaba atónito. Mendoza tenía razón. Sus antepasados habían sido judíos. Regresó junto a la tumba de Pieter. En la contigua, tan cerca que podrían haber reposado en la misma, leyó:

RACQUEL TONNEMAN

1636-1683

Lo que seguía estaba en holandés. Conocía la lengua lo bastante para entender que se trataba de la esposa de Pieter Tonneman. Una inscripción en hebreo seguía a la holandesa.

El jorobado estornudó, lo que sobresaltó a Tonneman. Sin volverse, éste preguntó:

– ¿Qué significa esto?

– «Hija de Moses Pereira.» ¿Ve?, está enterrado allí. -El viejo se inclinó sobre una lápida y con el bastón retiró los excrementos de pájaro-. Este antepasado suyo era médico, como usted.

Tonneman hizo una mueca de incredulidad.

El jorobado sonrió, luego se desternilló de risa y finalmente le tiró del abrigo.

– Será mejor que también eche un vistazo a los Mendoza. Lo sé casi todo de ellos. Ayudé a nacer a sus hijos y ahora cuido de los huesos.

Un acertijo solucionado; el jorobado era una mujer, una comadrona. Las comadronas conocen los secretos de todo el mundo. Le resultó curioso que una partera vigilara el cementerio.

La vieja le condujo hasta las tumbas de los Mendoza y señaló una lápida que rezaba:

BENJAMÍN MENDOZA

1634-1664

– ¿Qué reza la inscripción en hebreo?

– «Hijo de Abraham y esposo de Racquel Pereira Mendoza.» -Lanzó un graznido-. Eso es, joven; Racquel tuvo a ambos; primero a Benjamín Mendoza y luego a Pieter Tonneman, tu antepasado.

56

Martes 7 de mayo. Poco antes del mediodía

Miles de soldados americanos procedentes de Nueva Inglaterra o de la misma Nueva York llenaban la ciudad. Cada día llegaban más. Los trabajadores de los muelles estaban atareados con las arribadas y salidas de las barcazas de los granjeros, e incluso algunos barcos cargaban y descargaban mercancías.

La llegada de la primavera puso fin a la desesperada búsqueda de leña, y los ciudadanos pudieron disfrutar de un variado surtido de alimentos. Las tiendas de Whitehead Street y Broad Street, junto con las de Hanover Square, se atrevieron a abrir de nuevo sus puertas.