Recogió el cubierto, lo arrojó al fregadero y tomó otro del armario contiguo al horno.
Al ver la botella, Elizabeth lanzó una mirada breve a Hickey. Asiendo el puchero, salió de la cocina.
Hickey sonrió. Oyó a Sam Fraunces decir: «Su plato favorito, general; puré de guisantes.»
La gata lanzó un maullido muy agudo, tanto que hasta Quintin lo oyó. Los gatitos reaccionaron arqueando la espalda.
Quintin se levantó y se situó junto a la atormentada criatura observándola atentamente. El animal se retorció con violencia y luego se quedó tieso.
– Un ataque -comentó Hickey-. No es la primera vez que lo veo.
– El puré -dijo Quintin en el instante en que Elizabeth entraba en la cocina.
– Al general se le ha caído la cuchara -explicó-. A todo el mundo se le caen hoy las cosas.
– Señora Elizabeth, el puré no está bueno. No permita que lo tome.
– ¿De qué hablas? Claro que el puré…
La gata se retorció una vez más, luego se quedó rígida y finalmente murió. Las cinco crías rodearon a su madre muerta, maullando desconsoladamente.
Elizabeth rompió a llorar.
– Oh, Dios mío. -Dejó caer la tapa que sostenía en la mano-. Oh, Dios mío -repitió mientras corría hacia la sala principal.
Hickey la siguió. El general Washington, que había tomado prestada la cuchara de su lugarteniente, se disponía a llevársela a la boca llena de puré.
– ¡General Washington! ¡Deténgase! -exclamó la mujer-. ¡La sopa está envenenada!
57
Miércoles 12 de junio. Tarde
Hickey se hallaba en Bowling Green; frente al fuerte, se erigía la estatua de bronce del rey Jorge cual emperador romano montado a caballo sobre un plinto de mármol. Como ya suponía, el vendedor de agua estaba allí. Hickey alzó la mano y el carro se detuvo delante de él.
– ¿Agua, señor?
– A la mierda el agua. Necesito ver al alcalde.
– Creo que lo encontrará en el ayuntamiento, señor.
– Ahí no iría ni loco.
– Entonces me temo que no podré ayudarle…
Hickey agarró al hombre por la camisa, y cuando se disponía a soltar una palabrota, dos soldados con uniforme azul, calzones de cuero, medias blancas y botas se acercaron a la estatua.
El primero, un joven negro con pústulas amarillas en la cara, la observó detenidamente.
– Mira esto, Luke -dijo con acento de granjero blanco de Connecticut.
Su compañero blanco escupió. Con el mismo acento que el otro, dijo:
– Deberíamos echar abajo esta mierda y fundirla para hacer balas.
– Buena idea, Luke. ¿Por qué no se la explicas al sargento?
– Chester, eres un zoquete; un zoquete fanfarrón.
– Eso lo será tu abuela.
Los dos echaron a reír y se propinaron unos golpes amistosos.
Hickey se sintió tan ofendido que se olvidó por completo del vendedor de agua.
– ¿Por qué tratas a este negro como si fuera tu hermano? -preguntó furioso.
– No queremos problemas, señor -repuso Chester.
Luke se quedó mirando fijamente a Hickey y dijo:
– No te metas donde no te importa.
Hickey apretó los puños.
– ¿Quieres saber quién soy, chico?
– No -exclamó el vendedor de agua, tratando de disuadir a Hickey-. Sólo quieren la estatua.
– ¿Qué demonios hace esta maldita estatua aquí, me pregunto? -dijo Luke con tono agresivo.
Chester le propinó un codazo en las costillas. Luke sonrió. Le faltaban dos dientes.
– Está bien -dijo Luke.
– Abrogación de la ley del sello -intervino el vendedor.
– ¿Cómo? -inquirió Luke, algo perplejo.
– La ley del sello fue promulgada por el Parlamento británico en el 65.
– Bastardos -murmuró Luke.
El vendedor, que había sido maestro antes de que la mayor parte de la gente huyera de la ciudad, siguió con su explicación:
– Con esa ley se proponían incrementar los ingresos de las colonias, obligando a la gente a comprar sellos y papel sellado para documentos oficiales, escritos comerciales y cosas por el estilo. Tenía que haber entrado en vigor el 1 de noviembre de 1765.
– Embustero. -Luke empujó a su amigo-. Vayamos a tomar una cerveza.
– Espera -replicó Chester-. Quiero oír lo que dice.
El vendedor dedicó una sonrisa a Chester. Pensó que tal vez conseguiría venderles un poco de agua; además, echaba de menos la práctica de su profesión. Lo último que querían los soldados era que les dieran lecciones.
– La gente de aquí se opuso a la ley, se armó follón, y la Corona revocó la ley cuatro meses más tarde.
Luke volvió a escupir en el suelo.
– ¿Está seguro de que no se lo inventa, señor? ¿Qué tiene eso que ver con la estatua?
– Vigila tus palabras, chico -amenazó Hickey, aún ofendido con el muchacho por haber trabado amistad con un negro.
El vendedor desplazó el carro unos metros para situarse entre Hickey y los dos jóvenes soldados.
– Todo el mundo se tranquilizó, y la asamblea de Nueva York decidió por unanimidad reunir dinero para erigir dos estatuas; la primera dedicada a William Pitt, conde de Chatham, que había conseguido que se derogara la ley, y la segunda en honor del rey Jorge, que es la que tenéis delante.
– ¿Ves? -dijo Chester a Luke, intentando hacerle cosquillas.
Su amigo le esquivó y preguntó al vendedor:
– ¿Cuánto tiempo hace que está aquí?
– Ya habéis recibido vuestra lección -atajó Hickey-. Ahora marchaos.
Luke se cuadró delante de él.
– No queremos.
El irlandés enrojeció de rabia. Una palabra más, y cortaría la garganta a ese bastardo amigo de los negros.
– Desde agosto del 70 -se apresuró a responder el vendedor-. Las celebraciones tuvieron lugar en el fuerte George. -Señaló con el mentón hacia el que había sido un magnífico fuerte y el sitio donde se había alzado la muralla-. Acudió mucha gente. Creo que ahora es mejor que os vayáis.
– ¿Qué ocurrió con la muralla? -preguntó Luke.
El vendedor se apresuró a contestar al ver que Hickey empezaba a impacientarse.
– El general Lee mandó destruirla en febrero. Vete, chico; es mejor que te vayas.
Chester saludó al vendedor y Hickey.
– Gracias, señores. Por favor, no hagan caso a mi amigo. Todavía lleva mierda de cerdo en las botas. Buenos días.
El vendedor y Hickey los observaron mientras se alejaban.
– Tendría que haberlos liquidado a los dos -dijo Hickey.
El vendedor miró alrededor e hizo ademán de marcharse.
– No, tú no te vas -ordenó Hickey, agarrándole del cuello.
– Por favor, señor, pueden vernos.
– Si quieres que te deje tranquilo, tienes que decirme dónde puedo encontrar al Gordo. Necesito hablar con él.
– Señor.
Hickey le propinó una patada en la entrepierna y un rodillazo en la cara. Las gafas salieron disparadas al suelo.
– Por favor -suplicó el vendedor al ver que Hickey levantaba el pie para volver a pegarle.
– Te mandaría al infierno. El Gordo.
– Taberna Serjeant, esta noche a las ocho.
– Eso está mejor -dijo Hickey mientras sacudía el polvo al vendedor. Recogió las gafas del viejo y se las colocó amablemente en la nariz-. ¿Ves?, si tú te portas bien conmigo, yo me portaré bien contigo.
58
Miércoles 12 de junio. Noche
La taberna Serjeant se hallaba en Pearl Street, en el extremo más alejado de la isla. El establecimiento, repleto de soldados y comerciantes, olía a cerveza y tabaco.
En una habitación privada donde apenas se oía el griterío de la sala principal, el alcalde de Nueva York, David Matthews, hablaba con Mary Gibbons, una fulana que no llegaba a la treintena.