– ¿Has oído que está casada?
– Desgraciadamente sí. Casada o no, esa preciosidad habría valido la pena. Aun así, creo que estás un poco loco.
– Me temo que tienes razón.
Tonneman se retiró la nieve de la cara.
– Podría haber terminado muy mal. Ese lealista de las tijeras era peligroso.
Jamison balanceó la bolsa con el instrumental médico y dijo:
– A juzgar por el mobile vulgus, yo diría que todo el mundo en tu ciudad es peligroso.
– Así parece, Jamie -asintió Tonneman-. De todos modos, siempre hemos sido personas exaltadas, amantes del debate y expresar nuestra opinión.
Mientras hablaba, se sorprendió de la rapidez con que se había adaptado a su ciudad natal. La magia de la ciudad empezaba a ejercer su efecto en él.
– Lo que acabamos de presenciar no era un simple debate -repuso Jamie. Al ver que Tonneman no respondía, comentó-: Son bonitas esas casas -refiriéndose a diversos edificios que se veían desde el lugar estratégico de Wall Street. La zona del ayuntamiento era majestuosa, con grandes mansiones georgianas de enorme belleza.
Tonneman golpeó el suelo con los pies, entumecidos de frío.
– Vayamos al ayuntamiento. Necesito calentarme. Además, no quiero hacer esperar al alcalde.
Jamie asintió con la cabeza. Anduvieron a paso rápido, tratando de no resbalar por la nieve.
El nuevo ayuntamiento se hallaba situado en la esquina de Wall Street, donde Broad Street, al girar a la izquierda, se convertía en Nassau Street. Construido en 1747 en el mismo solar que el anterior, el edificio era una estructura de ladrillo de tres plantas, con una entrada con tres arcos, columnas y una escalinata no muy alta. En el centro del tejado se alzaba una cúpula, en lo alto de la cual una veleta en forma de gallo giraba al antojo del viento.
Del edificio entraba y salía gente. Una mujer que caminaba presurosa cayó de espaldas al pie de la escalinata; ningún transeúnte le prestó atención. Era gorda y tenía los pies pequeños. Tonneman y Jamie la ayudaron a levantarse.
– Gracias, señores -dijo con un acento irlandés muy marcado-. Los denunciaré, lo juro. Ustedes son testigos. Ese escalón helado casi me mata.
– ¿Está usted bien? -preguntó Jamie, tratando de no sonreír.
– Perfectamente, gracias. El secreto está en tener un buen relleno. Tengo un buen sebo irlandés en el trasero. -Sus mejillas estaban rosadas por el frío y la indignación, aunque los ojos y la sonrisa denotaban su carácter afable-. En fin, no puedo perder todo el día. Buenos días, caballeros. Gracias por su amabilidad.
Se apresuró a entrar en el edificio con un revuelo de faldas y enaguas.
Los dos guardias de la entrada observaron con recelo a Tonneman y Jamie mientras subían por las escaleras. Arriba, bajo uno de los arcos, se hallaba el joven con la cara picada de viruelas que les había transmitido el mensaje del alcalde. Al verlos sonrió y comenzó a dar saltos como loco, subiéndose los calzones a cada brinco. De este modo los guió hasta el segundo piso, donde se encontraba el despacho del alcalde de Nueva York.
El chico llamó a la puerta.
– Adelante, adelante.
El muchacho abrió la puerta y los invitó a pasar. En un rincón de la espaciosa habitación había, por suerte, una chimenea encendida.
Un hombre gordo y de aspecto saludable que se hallaba de pie cerca del escritorio se interrumpió en medio de una frase. Apenas se le veían los ojos enterrados bajo una gran extensión de frente y mofletes. Llevaba la peluca torcida, de modo que parecía más un sombrero blanco ladeado que una peluca. Los calzones marrones que lucía estaban hinchados de carne, y los botones de su chaleco rojo parecían a punto de saltar. Los botones plateados del abrigo y las hebillas también plateadas de los zapatos recordaron a Tonneman los dandies que había conocido en Londres a quienes les encantaba fingir que conocían al rey. El hombre obeso reanudó su discurso, quejándose de que había demasiados de «ellos» en el congreso provincial.
– Son una caterva de bellacos hipócritas y timadores.
Sentado en medio de la habitación, detrás del escritorio, escuchando pacientemente a su interlocutor, se hallaba Whitehead Hicks, alcalde de la ciudad de Nueva York.
– Tranquilízate.
– ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo quieres que me tranquilice? -El rostro del Gordo se encendió-. Todos esos hijos de puta de la libertad del congreso provincial… ¿Quién dirige esta ciudad? Es la ciudad del rey. Deberías…
– ¿Hacer qué? Nuestro honorable gobernador Tryon está escondido en un barco en el estrecho, ¿y esperas que yo haga lo que él no puede hacer?
– De ese congreso, quien más me mortifica es ese hermafrodita de John Morin Scott. Jim de Lancey me explicó hace años que ese cerdo besa a los hombres.
– Basta ya.
El alcalde se levantó y salió de detrás del escritorio de madera de cerezo, cuyos cajones estaban decorados con tiradores de imitación al bronce. La mesa estaba llena de papeles, debajo de los cuales se escondían varias plumas.
El alcalde estrechó la mano de Tonneman.
– Siento muchísimo lo de tu padre, joven.
El hombre hizo una mueca de dolor, y no sólo por respeto al luto de Tonneman.
– Gracias, señor. ¿Se encuentra usted mal?
– Es la maldita gota. Con la lluvia o la nieve, me atormenta hasta el extremo de que desearía cortarme la pierna.
Los dos médicos alzaron sendas bolsas a la vez. Ambos se echaron a reír, y Jamison dejó que Tonneman tomara la iniciativa.
– El tiempo no tiene nada que ver. ¿Le sobreviene sin aviso previo?
– A veces.
Hicks se sentó tras el escritorio.
Tonneman se arrodilló y se colocó el pie derecho del alcalde encima de la rodilla.
– Para empezar, lleva usted las botas demasiado ajustadas.
Le quitó la derecha de un tirón.
El alcalde lanzó un gemido de dolor.
– Maldita sea, ¿es que quieres matarme?
Tonneman le examinó el dedo gordo con suavidad.
– ¡Ay!
– ¿Le duele?
– Por Dios, ¿tú que crees?
– Creo que tiene usted un humor de perros. ¿Empieza a dolerle después de haber comido o bebido en abundancia?
El alcalde Hicks asintió con tristeza.
Tonneman le puso el pie en el suelo con delicadeza.
– Con cuidado, maldita sea. Se trata de mi pie, no de la pata de un cordero.
Tonneman se levantó y dijo a Jamie:
– Es gota.
Su colega asintió con la cabeza.
El Gordo se paseaba inquieto desde la chimenea hasta el escritorio.
Tonneman abrió la bolsa.
– Le ofreceré un remedio y, si me hace caso, tal vez pueda incluso curarle.
– Estaré en deuda contigo.
– Un brebaje elaborado con semillas de azafrán que se ha transmitido en mi familia de generación en generación…
– Pues yo le aconsejaría láudano en lugar de ese brebaje que tu familia aprendió de los indios. -Tras una pausa, Jamie añadió-: Con todo el respeto por tu familia, claro.
Tonneman no respondió a la pulla de su amigo. No era la primera vez que discutían ese tema.
El alcalde Hicks alzó la mano.
– No quiero láudano, señor. Me produce estupor.
El Gordo, cada vez más nervioso, se lamió los dedos y se inclinó para sacar brillo a las hebillas plateadas.
Encima del escritorio entre el caos de papeles, había un jarro y varias tazas. Tonneman vertió una dosis de semillas pulverizadas en una de ellas.
– Echaré además un poco de corteza de sauce para aliviar el dolor.
Añadió los polvos de corteza de sauce que llevaba en un papel doblado y, después de oler el jarro por si había agua, vertió el contenido de la taza en él. Por último removió el brebaje con una varilla de metal que extrajo de la bolsa.
– Beba esto. Le calmará el dolor.