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Alrededor de él, profiriendo gritos y plegarias, se hallaba su tercera esposa, Inga, los hijos e hijas de sus tres matrimonios, sus respectivas parejas y una docena de niños. También se habían congregado en torno al carnicero los clientes habituales y aquellos que habían acudido atraídos por el morbo.

Gunderson no estaba muerto, pero agonizaba. Dada su complexión delgada, tendido ahí semejaba un esqueleto con piel.

Los familiares, temerosos de que cualquier movimiento pudiera precipitar su muerte, no osaban trasladarlo a su casa, contigua a la tienda.

Después de abrirse paso entre los clientes y curiosos, Tonneman descubrió ese caos. Le había avisado el nieto de Gunderson, Seth, un chico de unos doce años, de complexión delgada, como todos los Gunderson.

– Dejen pasar al médico -exclamó una mujer.

La cortina humana se descorrió. Inga Gunderson obligó a parientes, clientes y demás a salir a la calle.

El aire en el interior de la tienda era fétido debido al hedor a res desollada. El carnicero sostenía en la mano derecha una pata de cordero. Una cuchilla de carnicero yacía en la base del tajo, del que colgaban ordenadamente cuchillos y cuchillas de todos los tamaños.

Tonneman se inclinó sobre su paciente para tratar de reanimarle. Le salía sangre por la nariz, respiraba con dificultad y tenía la cara morada y los ojos cerrados. De repente pareció que le faltaba aire. Tonneman le levantó los párpados. Tenía las pupilas dilatadas; la del ojo izquierdo más que la del derecho. El hombre se estaba muriendo. Tonneman había visto casos como ése con harta frecuencia. Se trataba de un ataque de apoplejía.

– Traed una almohada y mantas -ordenó el doctor mientras limpiaba la sangre con un pañuelo limpio y le quitaba la res muerta de la mano.

– Voy -dijo el joven Seth echando a correr.

Tonneman tendió la res muerta a la esposa del carnicero. Descubrió que Gunderson tenía el brazo paralizado y el pulso muy débil.

Tonneman ya conocía a Inga Gunderson. La había visitado en diversas ocasiones, pues había sido una víctima más de la gripe. En la última visita le había abierto tres furúnculos y arrancado tres muelas cariadas. Tenía veinticinco años, y de las tres criaturas que había parido sólo una había sobrevivido; ese hijo, no obstante, era muy enfermizo. Condujo a la mujer a un rincón y le dijo:

– Señora Gunderson, sólo cabe dejar que la naturaleza siga su curso.

Gunderson respiraba con dificultad; tenía los labios torcidos. Los tres hijos y las dos hijas del enfermo entraron en la tienda y, junto con la futura viuda, rodearon al moribundo.

Seth regresó con la almohada y las mantas. Una hija, Emily, delgada como su madre, colocó la almohada con suavidad bajo la cabeza de su padre. Éste comenzó a expulsar espuma por la boca. Emily se la enjugó con un pañuelo.

– El delantal -susurró a su madrastra.

Inga Gunderson asintió con la cabeza, y las dos mujeres quitaron al carnicero el delantal de piel verde con mucho cuidado y se lo tendieron al hijo mayor de Gunderson, el heredero, Albert Gunderson.

De repente el moribundo prorrumpió en gritos apagados; la familia echó a llorar. Tonneman sabía que era cuestión de minutos. Le tomó el pulso; latía muy débilmente. Segundos después, Gunderson murió. Había terminado el sufrimiento. Tonneman le cerró los ojos y le cruzó las manos sobre el estómago.

No había nada más que hacer. Había sabido desde el principio que no podría ayudar a ese hombre. Se alejó del cadáver, y las mujeres ocuparon su lugar con el fin de preparar al muerto para el entierro.

Albert Gunderson acompañó a Tonneman hasta donde había atado a Chaucer. Observó cómo guardaba la bolsa en la alforja. Los curiosos permanecían ante la puerta, murmurando. Hacía mucho calor.

– Gracias, doctor.

El joven carnicero, que se había puesto el delantal de piel verde, se frotó el estómago tal y como Tonneman había visto hacer a su padre.

El doctor tendió el brazo impulsivamente para tocar el delantal. ¿Por qué no se había acordado antes? Era igual que el delantal con que estaba cubierto el cuerpo de la mujer cuya cabeza Gretel había encontrado en el pozo.

64

Jueves 27 de junio. Desde la tarde hasta el anochecer

– Albert, ¿dónde estabas la noche del sábado 25 de noviembre del año pasado? -preguntó Tonneman con urgencia.

Se le había ocurrido que si uno de los Gunderson era el asesino, le habría resultado muy fácil cometer el crimen, pues no habría tenido que justificar de dónde procedía la sangre. Sin embargo, ni Albert ni sus hermanos y cuñados respondían a la descripción del soldado de tez morena que había sido visto en la zona donde se hallaron los cadáveres.

El carnicero arrugó la frente.

– Si no recuerdo lo que sucedió la semana pasada, aún menos me acordaré de lo ocurrido el año pasado.

– Trata de recordar. Inténtalo. Es una cuestión de vida o muerte. ¿Eres un Hijo de la Libertad?

Aunque algo perplejo, el carnicero respondió con orgullo:

– Sí.

– Por tanto, estuviste en St. Paul's esa noche. ¿Lo recuerdas? Fracasó la misión del azufre.

Albert negó con la cabeza al recordarlo.

– No; no acudí. Estuve toda la semana en Long Island para comprar carne de venado. Llegué a casa el sábado por la noche. Me perdí la liturgia. Mi mujer se enfadó mucho conmigo.

Tonneman caviló unos instantes.

– ¿Tu padre era el único carnicero que llevaba delantal verde?

– Sólo el maestro carnicero Gunderson lleva el delantal verde. Esta tradición se remonta al padre de mi abuelo. -Albert se frotó la nariz-. ¿Por qué lo pregunta? -inquirió con cierta impaciencia.

Tonneman fingió no reparar en ella, pues estaba decidido a averiguar la verdad.

– ¿Cuántos delantales hay?

– Sólo tres. Cuando regresé de Long Island, faltaba uno. Con tantos soldados en la ciudad, no es de extrañar que desaparezcan las cosas.

– Albert, esto es muy importante. Necesito hablar con todos los hombres de la familia mayores de quince años.

– ¿Por qué? -El carnicero sudaba. De repente acudió a su mente una idea que le aterrorizó-. ¿Es que mi padre padecía la peste?

– Por el amor de Dios, nada de eso; tranquilo.

– Oh, Dios, todos moriremos.

– Por favor, Albert.

– La carne. La carne está infectada. ¿Tendré que tirar toda la carne? Estamos arruinados.

– Albert, por favor, cálmate. Necesito que Seth vaya a buscar a una persona y un sitio donde pueda hablar con tu familia, además de papel, pluma y tinta. ¿Puedes hacerme este favor?

– Sí, a cambio de que no cuente a nadie que nuestra carne está infectada. Prométalo.

– Prometo que seré discreto -concedió Tonneman, algo avergonzado por aprovecharse del temor del joven.

Envió a Seth en busca de Goldsmith, quien con toda probabilidad estaría charlando con Molly en la cocina de Rutgers Hill. A continuación procedió a interrogar a los varones del clan Gunderson, quienes, obedientemente, se sentaron en fila en el comedor de la casa. Todos estaban ansiosos por ahuyentar el fantasma de la enfermedad que podría obligarles a cerrar la tienda que les daba de comer.

Goldsmith llegó jadeando. Tonneman se limitó a señalarle el delantal verde de Albert.

– Es el mismo…

Tonneman esbozó una sonrisa.

– Eres un tipo muy listo, alguacil. Veamos si puedes atrapar al asesino.

Goldsmith se encogió de hombros. Los meses que había estado sin trabajo le habían afectado el bolsillo y el orgullo. Encontró la situación poco divertida; últimamente pocas cosas le hacían gracia.

Tonneman le dio unas palmaditas en el brazo.

– No te lo tomes así. Tal vez consigas recuperar el empleo. Sigue interrogándoles. Habla también con las mujeres. He de atender a algunos enfermos.