– ¿Crees que uno de los Gunderson es nuestro hombre? -susurró Goldsmith.
– No tengo ni idea.
Tres horas más tarde Tonneman regresó a la casa de los Gunderson y encontró a Goldsmith en el comedor con toda la familia, incluido el muerto, que, amortajado ya, yacía en un ataúd de madera de pino, alrededor del cual se habían dispuesto unas velas que, al consumirse, olían a lavanda.
La escena parecía una combinación de velatorio y merienda. Los hombres y los chicos trataban a Goldsmith con temor reverencial, mientras que las mujeres y las chicas le servían pastelitos. El ex alguacil era, para Tonneman, una caja de sorpresas.
– ¿Qué has conseguido, Daniel? ¿Recuperarás el empleo?
Goldsmith sonrió.
– Poco probable; a menos, claro está, que consiga limpiar mi expediente y atrape a ese bastardo. El delantal desapareció el 25 de noviembre. A la mañana siguiente, Gretel halló la cabeza en el pozo.
Tonneman asintió con la cabeza.
– Por lo menos estamos sobre una buena pista.
– Nunca he dudado de ello. Cinco de los hombres no recuerdan dónde estuvieron esa noche o no pueden demostrarlo. El viejo Gunderson se encontraba con su esposa. -Goldsmith se rascó la nariz-. Lo cierto es que ninguno de ellos está tranquilo.
Albert se acercó a ellos.
– ¿Albert? -llamó Tonneman.
El carnicero llevaba un letrero que rezaba: SE ALQUILA HABITACIÓN.
– ¿Tendremos que estar en cuarentena?
– No, claro que no.
Albert suspiró aliviado.
:-Luego nadie más ha contraído la peste. Le estoy tan agradecido, doctor… Mañana por la mañana enviaré al chico para que le entregue chuletas de cordero.
– Eres muy amable. Me temo que tendremos que… -Tonneman se interrumpió al reparar en el letrero-. ¿Alquiláis una habitación?
Albert miró el letrero que sostenía en la mano como si se sorprendiera de verlo.
– Ya le habrán contado lo del huésped, ¿verdad?
– ¿Huésped? -Goldsmith negó con la cabeza.
– ¿Qué huésped?
– El soldado que se alojaba en la habitación de la trastienda.
Tonneman y Goldsmith se miraron atónitos.
– ¿El soldado? -preguntó Tonneman alzando la voz-. ¿Dónde demonios está?
– No se preocupe, el soldado Thomas Hickey no irá a ninguna parte. Está en la cárcel. ¿Han visto los carteles con el rostro del hombre que ahorcarán por intentar asesinar al general Washington?
Tonneman asintió con la cabeza.
– Sí.
– Pues es Thomas Hickey. Mañana le cuelgan.
65
Viernes 28 de junio. Mañana
Molly llamó a su puerta temprano. Ya estaba despierto, oyendo un ruido extraño que semejaba el murmullo de un millón de abejas. Ya se había vestido.
– Doctor John, hay un chico, Reuben, que quiere verlo. Dice que es importante.
Molly vertió agua caliente en la jofaina antes de retirarse.
Tonneman bostezó. Había sido una noche muy larga. Él y Goldsmith habían acudido al ayuntamiento para hablar con el soldado Thomas Hickey, pero los guardias no habían podido, o querido, concederles permiso para entrevistarse con él. En cambio, les habían entregado la octavilla donde se anunciaba que Hickey sería ahorcado el viernes 28 de junio -al día siguiente- en Bowery Lane, por sublevación y conspiración. El tipo había intentado asesinar a George Washington como parte de un complot británico para erradicar la rebelión.
Regresaron a Rutgers Hill pasada la medianoche. El ex alguacil quizá seguía durmiendo en la habitación de Jamie o, lo más probable, ya había bajado a la cocina para desayunar y estar cerca de Molly.
Tonneman se afeitó deprisa y descendió por las escaleras presuroso. Encontró a Goldsmith donde sospechaba; sentado cómodamente en la cocina con una taza de té en la mano, charlando con Reuben, el chico de la cara picada de viruelas que trabajaba en el ayuntamiento. Reuben no dejaba de moverse; parecía una marioneta. Homer, algo molesto por los movimientos del joven, le mordisqueaba las ropas. El muchacho estaba demasiado alterado para percatarse.
– A mí no me lo dirá -dijo Goldsmith a Tonneman-. Mejor que se lo pregunte rápido, antes de que estalle.
– ¿Qué ocurre, muchacho?
Reuben habló atropelladamente:
– No sabía a quién contárselo, señor. Bueno… quiero decir que todavía no se ha nombrado nuevo alcalde, y usted es el juez de paz, ¿no?
– Tranquilo, chico. -Tonneman le sujetó los brazos para que el chico dejara de temblar-. Ahora dime.
– Oh, Dios mío -replicó Reuben, lloroso-. Han encontrado otra cabeza.
– Lo sabía. -Goldsmith se levantó-. ¿De qué color tiene el pelo?
– ¿El pelo, señor?
– De qué color tiene el pelo, maldito seas.
– Rojo, señor.
Tonneman exhaló un suspiro.
– ¿Dónde?
– Detrás de la taberna Serjeant.
– ¿Vamos a echar un vistazo? -preguntó Goldsmith.
Molly lanzó un bufido.
– ¿Qué podrá contar una cabeza muerta? Lo fundamental ahora es hablar con ese Hickey antes de que lo ejecuten.
– Tiene razón -concedió Tonneman-. Vámonos.
– Claro -asintió Goldsmith, dándose una palmada en la pierna-. Siéntate, chico, y Molly te dará algo de comer.
– Mejor que vayamos andando; llegaremos antes -propuso Tonneman.
– ¿Qué ocurre?
Mariana se asomó por la puerta de la cocina.
– Vamos a hablar con Thomas Hickey, el hombre que hoy ahorcan, sobre los asesinatos. Estamos seguros de que fue él quien los cometió. Necesito averiguar por qué asesinó a Gretel. Ella era distinta a las demás. Comunica a mis pacientes que no tardaré.
– Os acompañaré -dijo mirando fijamente a Tonneman.
Éste sonrió.
– Molly, por favor, di tú a los pacientes que no tardaré.
– Sí, doctor John. Por cierto, he encontrado una caja en el ático…
– Ahora no tengo tiempo. Ya me lo contarás luego.
Fuera se oía el rumor de mil voces que hablaban al mismo tiempo. Según parecía, todo el mundo -soldados, ciudadanos, viejos, mujeres y niños- se dirigía a Bowery Lane para presenciar la ejecución de Hickey. Tonneman, Mariana y Goldsmith se dieron la mano para no separarse.
Se confundieron en la multitud; recibieron diversos empujones y codazos. El cielo estaba completamente despejado. Cuanto más se acercaban a Bowery Lane, más difícil resultaba abrirse paso. La gente se apiñaba impaciente para ver la ejecución.
En Bayard Street el tumulto era ensordecedor; carcajadas, gritos de vendedores ambulantes que ofrecían patatas fritas, cerveza… Era todo un acontecimiento, una feria.
Los tres se vieron obligados a soltarse de las manos al aproximarse a Bowery Lane, donde se habían congregado más de veinte mil personas, casi la totalidad de los habitantes de Nueva York. Todo el mundo había acudido para presenciar cómo ahorcaban al traidor de Hickey. Los más pequeños correteaban entre la muchedumbre lanzando gritos y risas. Los perros se unieron a la excitación general con ladridos y gruñidos, mientras dos halcones sobrevolaban la zona.
Los hombres se pasaban botellas de grog, a la espera de que empezara el espectáculo. Hickey sería el primer soldado del ejército americano ejecutado, así como el primer ejecutado de la revolución.
Tonneman y Goldsmith se abrieron paso a empellones para situarse en primera línea. Mariana había quedado rezagada.
Un pelotón de seis hombres conducía a Hickey, vestido con unos calzones grises y una camisa blanca, al cadalso que había sido erigido en Bowery Lane especialmente para él. Los seguía un sacerdote con cierta timidez.
Tonneman había perdido a Goldsmith. La multitud le impedía acercarse más. De pronto vio a su compañero delante, discutiendo con un miliciano.
– ¡Goldsmith! -exclamó-. ¡Habla con Hickey!