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De repente oyó que se abría la puerta de la consulta. Al volverse descubrió a una mujer cubierta con un chal que avanzaba lentamente hacia él. De forma inconsciente, dejó caer la tela de seda.

La mujer profirió un grito sofocado y agarró la seda antes de que llegara al suelo. Quitándose el chal, esbozó una sonrisa maliciosa.

– ¿Sabes qué es? -preguntó.

Tonneman apenas la reconoció. Lucía un vestido que dejaba al descubierto la clavícula más bella que jamás había visto; la curva de los senos era sublime.

– Te has puesto un vestido.

Se acercaron. Tonneman le puso las manos sobre los hombros.

– Mariana.

La joven inclinó la cabeza, y Tonneman la besó apasionadamente. Esa unión sería para siempre.

Finalmente Mariana se retiró y le mostró la pieza de seda.

– John, esto es un tallis.

– ¿Un qué?

– Un chal de plegaria. ¿Mi padre te…?

– No. -Cogiéndole la mano, le enseñó la caja y los artículos que había dejado sobre la mesa. Desenrolló el pergamino-. ¿Lo entiendes?

– Sí. No querían que supiera leer hebreo, pero aprendí todo lo que Benjamín aprendió, y mejor que él. -Acarició el pergamino-. Es un ketubah, un contrato matrimonial. Establece las obligaciones mutuas entre marido y mujer. Una vez ha sido leído durante la ceremonia, se entrega a la novia. En el ketubah se enumeran los derechos de la novia. -Le brillaron los ojos-. Creo que es una idea estupenda.

– Entonces, ¿se trata del contrato matrimonial de Benjamín Mendoza y Racquel Pereira?

Mariana examinó el escrito.

– Sí. ¿Cómo lo has encontrado? -Arqueó las cejas-. A Ben le pusieron ese nombre por el padre de mi padre. Estoy segura de que hubo un Benjamín en nuestra familia antes de mi abuelo. ¿Quién era Racquel Pereira?

– Mira. -Tonneman mostró a la joven la inscripción de la tapa que hacía referencia a la boda entre Pieter y Racquel Tonneman, celebrada unos diez años después de que ésta se casara con Benjamín-. Esta Racquel es Racquel Mendoza. Lo sé porque vi la lápida en el cementerio judío. Debió enviudar.

– Esto significa que un antepasado tuyo se desposó con la viuda de un antepasado mío -señaló Mariana.

Tonneman asintió asombrado.

Mariana cogió el libro que había estado envuelto con el tallis.

– Es una Biblia. Tenemos una igual que ésta. Pertenece a nuestra familia desde hace muchas generaciones.

Tonneman abrió el tomo. También estaba escrito en hebreo. Había una inscripción tan descolorida que apenas se leía.

Mariana acercó la vela.

– Esta Biblia se la entregó a Abraham Pereira su padre, Víctor, en ocasión de su Bar Mitzvah.

Tonneman pasó las hojas con mucho cuidado.

– ¿Qué es esto? -preguntó Mariana señalando un trozo de papel amarillento pegado entre dos páginas.

Tonneman leyó con atención las palabras escritas en holandés:

– «Querido padre: hace un año que Benjamín murió, y dado que tú también te has ido de mi lado, me he entregado a Pieter Tonneman, un holandés y cristiano a quien amo muchísimo. Los hijos que nazcan de esta unión, si Dios quiere, serán de nuestra religión. Lo ha aceptado. Es un hombre muy bueno.»

Mariana le cogió la mano.

– Tú también eres un hombre bueno, John, como tu antepasado.

Tonneman guardó la carta entre las páginas de la Biblia y abrazó a Mariana.

– Así pues -susurró-, esto cierra el círculo.

67

Lunes 1 de julio. Atardecer

John Tonneman regresaba exhausto y hambriento de Kingsbridge.

Había creído necesario comunicar a David Wares que el asesino de su criada escocesa, Jane McCreddie, había pagado por los crímenes cometidos.

Estaba preocupado. Pensaba en Mariana, quien en menos de seis semanas se convertiría en su esposa, en la guerra, en el asesino de Gretel… Tonneman estaba agotado por todo esto, aparte de la rutina diaria del trabajo. Anhelaba el consuelo que había encontrado en la bebida y el alterne cuando residía en Londres.

Los habitantes de Nueva York vivían pendientes de los acontecimientos políticos, que se sucedían con mucha rapidez. Parecía que Su Majestad, o por lo menos sus oficiales más antiguos, estaban de acuerdo con John Adams, el delegado del congreso continental de Massachusetts, en que Nueva York era la clave del continente. Era esencial controlar las dos orillas del North River. La ciudad estaba repleta de abejas trabajadoras que erigían barricadas y demás para evitar que los británicos se hicieran con el North River.

Sin duda las fuerzas de Su Majestad planeaban una incursión. Era harto sabido que el general William Howe había llegado de Halifax con más de cien barcos británicos y que se esperaba la arribada de más barcos para dentro de unos días. El hermano mayor del general, el almirante Richard Howe, había llegado de Inglaterra con más soldados.

Tras el almirante Howe se presentó el también almirante Peter Parker, de Charleston, con sus barcos. Todas las naves se hallaban atracadas en el puerto, a la espera. El ejército británico, que incluía nueve mil mercenarios alemanes, constaba de treinta y dos mil hombres.

Rumores de diversa índole flotaban en el aire cual pelusa de diente de león. El sábado 29 de junio, el cauto congreso provincial había decidido aplazar la reunión para el 2 de julio; la reunión se celebraría en el palacio de justicia de White Plains, situado a una distancia prudencial de la ciudad sitiada.

Tonneman había estado de guardia día tras día, noche tras noche. Ahora que la ciudad estaba llena de soldados, se le reclamaba para que atendiera piernas rotas, laceraciones, disparos -a propósito o accidentales- y enfermos de disentería. La amenaza en invierno había sido la gripe; ahora, en verano, los ciudadanos se veían amenazados por la fiebre amarilla.

A causa de la escasez de médicos, todo el mundo aceptaba a Mariana como sustituta de Tonneman. Cuando él se encontraba fuera, los pacientes accedían gustosos a que Mariana los visitara. Cada día lo hacía mejor. El día anterior, «la chica curadora», según había empezado a llamarla la gente, había entablillado divinamente el brazo de un chico y asistido a una parturienta, dado que no se había localizado a ninguna comadrona.

Cerca de la propiedad de De Lancey, una columna de polvo indicó a Tonneman que por allí habían pasado muchos hombres. Goldsmith le había mostrado una octavilla que informaba de que los lealistas estaban acampados en las colinas, a la espera de partir hacia Canadá.

Le adelantó una compañía de soldados.

– ¿Adónde vais? -preguntó Tonneman al último soldado de la fila.

El soldado se encogió de hombros.

– A Kingsbridge. Hemos sabido que las tropas británicas han abandonado Boston y se dirigen hacia Nueva York.

Tonneman espoleó a Chaucer para llegar cuanto antes a casa. Se metió en la cama enseguida y se quedó dormido mientras el general Howe cruzaba el estrecho.

68

Martes 2 de julio. Mañana

En Filadelfia, donde el calor cubría la ciudad cual capa de humedad pesada, las trece colonias americanas empezaron a votar.

Cuarenta y nueve miembros del congreso continental escucharon la resolución escrita por el joven Thomas Jefferson, de Virginia, cuyas últimas palabras rezaban:

«… Que estas colonias unidas son, y por derecho deberían ser, estados libres e independientes; que están absueltas de cualquier vínculo con la Corona británica y que deben disolverse por completo los vínculos políticos con el estado de Gran Bretaña; que, como estados libres e independientes, tienen derecho a declarar la guerra, firmar la paz, hacer alianzas, establecer comercio y realizar cualquier acto. Y para apoyar esta Declaración, confiando plenamente en la divina providencia, hemos prometido, de común acuerdo, entregar nuestra vida, nuestras fortunas y nuestro honor sagrado.»