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– Si no es mucho pedir, me gustaría quedarme para verle trabajar. Me interesa el tema.

Jamie arqueó las cejas.

– ¿Piensas estudiar medicina, Goldsmith?

– Sólo soy un alguacil, señor.

– Eso no significa que tengas que morir alguacil, Daniel.

– No, señor. Gracias, señor.

– Muy bien. Pediré que te sirvan vino caliente.

– Si no le importa, señor, preferiría un poco de sopa caliente.

Tonneman sonrió. Aquel hombre le agradaba. Tenía un punto de obstinación y perversión que lo hacía adorable. Sabía que Jamie no estaría de acuerdo con él.

– Pues que sea sopa, alguacil.

Al abrir la puerta principal, Tonneman fue recibido por el olor a estofado y pasteles, y un grito ronco de alegría. Gretel Huntzinger salió de la cocina, secándose las manos callosas en el delantal. Detrás de ella se oyó gimotear a un perro, que al instante comenzó a ladrar con gran excitación.

– Ach, ach -masculló Gretel mientras daba una palmada en el brazo de Tonneman.

Había venido de Sajonia con su marido Kurt en el año 53, cuando Tonneman contaba cinco años. Una semana después de su llegada, su esposo había muerto al declararse un incendio en la casa donde se alojaban. Gretel sufrió quemaduras por todo el cuerpo y se quedó sola, sin hogar, sin amigos ni recursos. El padre de Tonneman, Peter, cuya esposa había fallecido de parto el año anterior, la recogió y cuidó hasta que sanó de sus heridas. Gretel se convirtió en el ama de llaves de la casa y desde entonces se ocupó de los dos hombres, padre e hijo.

– Ach, mi Johnny -exclamó abrazándolo. Su acento alemán era tan fuerte como la sopa de cebada que solía preparar-. Mi Johnny, mi herr doctor ha vuelto a casa por fin.

Le dio dos enormes besos en las mejillas.

Tonneman, un poco ruborizado, colgó la capa y el sombrero en una percha de arce de la pared. Jamie lo imitó.

– Te presento a mi amigo, el señor Jamison. También es cirujano.

– Bienvenido. Cualquier amigo de Johnny es bienvenido a esta casa.

Jamie sonrió. La mujer parecía una amazona de la mitología griega. Era más alta y corpulenta que él.

– Gretel, nos morimos de ganas de probar uno de tus cocidos. Sólo hemos comido una patata desde que llegamos.

Tonneman advirtió con cierto pesar que el pelo de Gretel, antes rojizo, empezaba a teñirse de gris.

– No os paseéis con estas botas sucias de barro por la casa. Acabo de fregar el suelo. Me encargaré de que deshagan vuestro equipaje. Cambiaos de ropa y después os serviré la comida y ordenaré que limpien todo.

– Demasiado hambrientos -repuso Tonneman mientras se dirigía hacia la cocina.

El mastín gris, cuyos ojos estaban velados por las cataratas, se lanzó sobre Tonneman, recibió una cariñosa palmadita y luego se acurrucó junto a la puerta trasera.

– Mi suelo, mi suelo -se quejó Gretel, inclinándose para limpiarlo con un trapo.

– Bonito perro.

– No sirve para nada, pero tu padre lo adoraba, ¿no es así, Homer?

El animal abrió un ojo al oír su nombre y enseguida lo cerró.

A Tonneman le hizo gracia el nombre que su padre había escogido para el perro.

– El alguacil Daniel Goldsmith está en la consulta. Necesita una ración de sopa caliente. ¿Cuál has preparado hoy?

– Tu favorita; de cebada. La comida no estará lista hasta dentro de una hora, pero puedes tomar tu suppe ahora mismo. Después serviré una a herr Goldsmith, cuando vaya a dar de comer a Chaucer.

Jamie la miró con expresión interrogante.

– El caballo -señaló Gretel.

Tonneman esbozó una sonrisa.

La cocina era enorme. Albergaba una larga mesa de olmo, seis sillas de respaldo de piel, cajas de madera, una gran chimenea de ladrillo y un horno. Alrededor de la lumbre se amontonaban ollas, pucheros y tenazas de todos los tamaños. El fuego permanecía encendido día y noche, tanto en invierno como en verano.

A un lado había un cesto con lana y una rueca, y junto a ésta, una mesa sobre la que descansaban hierbas secas, tarros de ungüentos y bálsamos.

El armario del rincón, con la puerta abierta, contenía utensilios de peltre bruñido. Gretel sacó de allí dos tazones amarillos.

Mientras Tonneman y Jamie comían -sin hablar, aunque no en silencio-, Gretel fue a llevar la sopa al alguacil. Tonneman observó la cocina al tiempo que trataba de recordar las horas que había pasado allí de niño, estudiando las lecciones o bien comiendo golosinas de la generosa despensa de Gretel.

Satisfecho el apetito por el momento, ambos jóvenes subieron arriba.

Gretel había preparado la antigua habitación de Tonneman para Jamie, y para aquél la de su padre. Un jarro de porcelana naranja lleno de agua fresca esperaba para ser vertido en su correspondiente jofaina. Tonneman deslizó la mano delicadamente por el jarro, que siempre había estado en su habitación. Era lo primero que veía al levantarse por la mañana, y había pertenecido a su familia durante varias generaciones.

Tras quitarse el chaleco y la camisa, vertió el agua en la jofaina y sumergió las manos en ella, salpicándose la cara y el torso. Un fuego ardía en la chimenea de piedra, aunque el dormitorio habría estado caliente sin necesidad de encenderla. Se secó con la toalla de algodón que yacía sobre la cama y se puso ropa interior, camisa, medias y calzones limpios.

La habitación espartana conservaba aún la presencia de su padre. El suelo pintado de azul todavía estaba cubierto por la duradera alfombra persa, cuyos colores aparecían más desteñidos de lo que recordaba. Al lado de la cama, encima de una mesa redonda de arce, había una vela de bronce y los anteojos de su padre, que descansaban sobre un libro abierto. Tonneman acarició los anteojos. Naturalmente, el libro era de Chaucer, Los cuentos de Canterbury. Estaba abierto por el «Cuento de la esposa de Bath», por el pasaje donde ésta sostiene que la máxima felicidad de un matrimonio se alcanza cuando la mujer tiene la soberanía. Al padre de Tonneman le encantaba ese cuento porque contenía una teoría que jamás tuvo que demostrar o refutar y, por alguna extraña razón, le ayudaba a recordar a su esposa y su breve pero dulce matrimonio.

Tonneman se dedicó a examinar los anteojos, que probablemente reposaban donde su padre los había dejado por última vez. Los cogió y se los llevó a la cara. El roce de metal evocó la expresión afable de su padre, sus ojos azules, quizá más que los suyos, las cejas espesas, la voz profunda y un tanto ronca, aunque dulce y cariñosa.

De niño, sentado en el regazo de su padre, solía oírle hablar de sus pacientes, a pesar de no comprender apenas nada. Cuando creció, y habiendo abandonado ya el regazo paterno, entendió cada vez más las cosas que le había comentado.

Cerró los ojos y sintió que su padre le ponía la mano en la cabeza; luego oyó su voz, suave como la brisa: «¿Qué opinas de esto, hijo? -A continuación, con un tono más triste, agregó-: Deberías haber regresado antes, cuando yo todavía estaba aquí.»

«Eso lo sé ahora. ¿Por qué demonios tuve que regresar tan tarde?», pensó Tonneman mientras se pasaba la mano por el rostro como si quisiera quitarse la culpa.

«Te necesitaba a mi lado, hijo.»

Se sintió angustiado. Había creído que su padre viviría para siempre. Se preguntó por qué no había respondido a la llamada de éste.

Después de que Jamie le hubiera rescatado de la vida disoluta y le hubiera proporcionado un futuro brillante como médico, Tonneman había vivido sólo el presente, el día a día, sin pensar jamás en retornar a casa. Quizá había conservado una imagen de su hogar y creído que, si algún día se le ocurría volver, lo encontraría todo tal y como lo había dejado.

Pero eso era una entelequia.