La turbamulta estaba encabezada por Simon Beck, cuya tierra lindaba con la de Farrow.
– Desnudadlo -dijo Beck.
Farrow temblaba mientras le rasgaban las ropas.
– ¡Eres un asno, Beck! -gritó-. ¡Un asno!
Desnudo parecía mayor, con la piel abdominal floja y plegada, los hombros redondeados y estrechos, los músculos reblandecidos e inútiles y el pene reducido a su mínima expresión encima de una enorme bolsa púrpura.
– ¡Aquí está! -exclamo Beck-. ¡La señal de Satán!
En la ingle derecha de Farrow, claramente visible, había dos puntos pequeños y oscuros, como la mordedura de una serpiente. Beck pinchó uno con la punta del cuchillo.
– ¡Son lunares! -chilló Farrow.
Manó sangre, lo que se suponía no ocurría si se trataba de un brujo.
– Son muy listos -opinó Beck-; pueden sangrar a voluntad.
– No soy brujo sino barbero -les dijo Farrow desdeñosamente, pero cuando lo ataron a una cruz de madera y lo arrastraron hasta su abrevadero, suplicó piedad a gritos.
Arrojaron la cruz al estanque poco profundo, en medio de un gran chapoteo, y la sostuvieron sumergida. La turbamulta guardó silencio mientras miraba las burbujas. Después la levantaron y ofrecieron a Farrow la posibilidad de confesar. Aún respiraba y farfullaba débilmente.
– Vecino Farrow, ¿reconoces haber practicado artes diabólicas? -preguntó Beck amablemente.
El hombre atado sólo pudo toser y jadear.
En consecuencia, volvieron a sumergirlo. Esta vez sostuvieron la cruz hasta que dejaron de aparecer burbujas. Y siguieron sin levantarla.
Henry sólo pudo mirar y llorar, como si volviera a presenciar la muerte de su padre. Aunque ya era un hombre crecido, no un niño, nada podía hacer ante los cazadores de brujos, y le aterrorizaba que se les ocurriera pensar que el aprendiz de cirujano barbero pudiera serlo también de hechicerías.
Finalmente izaron la cruz sumergida, entonaron el contra hechizo y se marcharon, dejándola flotar en el estanque.
En cuanto se fueron, Henry vadeó el cieno para sacar la cruz del agua.
De los labios de su maestro asomaban espumarajos rosados. Cerró los ojos del rostro blanco, que acusaban sin ver, y apartó las lentejas acuáticas de los hombros de Farrow antes de cortar sus ataduras.
Como el cirujano barbero era un viudo sin familia, la responsabilidad recayó en su sirviente. Henry enterró a Farrow lo antes posible.
Cuando registró la casa, se dio cuenta de que los demás habían estado antes que él. Indudablemente buscaban pruebas de la intervención de Satán cuando se llevaron el dinero y los licores de Farrow. Aunque habían limpiado la casa, encontró un traje en mejor estado que el que llevaba puesto y algunos alimentos, que guardó en una bolsa. También cogió una bolsa de instrumentos quirúrgicos y capturó el caballo de Farrow, con el que abandonó Martlock antes de que se acordaran de él y lo obligaran a regresar.
Volvió a convertirse en andariego, pero esta vez tenía oficio, y ello supuso una diferencia fundamental. Por todas partes había enfermos dispuestos a pagar uno o dos peniques por el tratamiento. Más adelante descubrió que podía obtener beneficios de la venta de medicaciones y, para reunir al gentío, apeló a algunos de los trucos que había aprendido mientras viajaba con los artistas.
Convencido de que podían buscarlo, nunca permanecía mucho tiempo en un sitio, y evitaba el uso de su nombre completo, por lo que se convirtió en Barber. Poco después estas características se habían integrado en la trama de una existencia que le sentaba como anillo al dedo: vestía bien y con ropas de abrigo, tenía mujeres variadas, bebía cuando se le antojaba y siempre comía en grandes cantidades, pues se había jurado no volver a pasar hambre.
Su peso aumentó deprisa. Cuando conoció a la mujer con la que contrajo matrimonio, pesaba más de dieciocho piedras *.
Lucinda Eames era una viuda que poseía una bonita finca en Canterbury, y durante seis meses Henry cuidó de sus animales y de sus campos, jugando a ser labrador. Disfrutaba del pequeño trasero blanco de Lucinda, semejante a un pálido corazón invertido. Cuando hacían el amor, ella asomaba la sonrosada punta de la lengua por la comisura izquierda, como una chiquilla que estudia duramente. Lo culpaba de no darle un hijo. Tal vez tenía razón, pero tampoco había concebido con su primer marido. Su voz se tornó aguda, su tono amargo y su cocina descuidada, y mucho antes de que se cumpliera el primer aniversario, Henry recordaba mujeres más ardientes y comidas placenteras, y soñaba con el silencio de su lengua.
Corría 1012, año en que Sven, rey de los daneses, dominó Inglaterra. Hacía una década que Sven acosaba a Ethelred, deseoso de humillar al hombre que había asesinado a los suyos. Finalmente, Ethelred huyo a la isla de Wight con sus embarcaciones, y la reina Emma se refugió en Normandía en compañía de sus hijos Eduardo y Alfredo.
Poco después, Sven murió de muerte natural. Dejó dos hijos: Harald que lo sucedió en el reino danés, y Canuto, un joven de diecinueve años que fue proclamado rey de Inglaterra por la fuerza de las armas danesas.
A Ethelred aún le quedaban arrestos para un último ataque y repelió a los daneses, pero Canuto regresó casi inmediatamente y esta vez tomó todo el territorio, salvo Londres. Se dirigía a la conquista de esta ciudad cuando se enteró de la muerte de Ethelred. Con gran valentía, convocó una reunión del Witan -el consejo de hombres sabios de Inglaterra-, y obispos, abades, condes y caballeros acudieron a Southampton y eligieron a Canuto como legítimo rey.
Canuto mostró su habilidad estabilizadora mandando emisarios a Normandía para que convencieran a la reina Emma de que contrajera matrimonio con el sucesor al trono de su difunto marido. Aceptó casi de inmediato.
Aunque tenía unos cuantos años más que él, aún era una mujer apetecible y sensual, y corrían risueñas bromas sobre el tiempo que Canuto y ella pasaban en sus aposentos.
En el preciso momento en que el nuevo monarca corría hacia el matrimonio, Barber huía de él. Un día renunció sin más al mal genio y a la mala cocina de Lucinda Eames y reanudó sus viajes. Compró su primer carromato en Bath, y en Northumberland ligó por contrato a su primer ayudante.
Las ventajas estuvieron claras desde el principio. Desde entonces, con el correr de los años había enseñado a varios mozos. Los pocos capaces le habían permitido ganar dinero, y los demás le habían enseñado que necesitaba de un aprendiz.
Sabía lo que le ocurría al chico que fracasaba y era despedido. La mayoría tenía que hacer frente al desastre: los afortunados se convertían en juguetes sexuales o en esclavos y los desdichados morían de hambre o los mataban. Aunque le dolía más de lo que estaba dispuesto a reconocer, no podía darse el lujo de mantener a un chico poco prometedor; él mismo era un superviviente capaz de endurecer su corazón cuando estaba en juego su propio bienestar.
El ultimo, el chiquillo que había encontrado en Londres, parecía deseoso de complacerlo, pero Barber sabía que las apariencias engañan en lo que se refiere a aprendices. No tenía sentido preocuparse por la cuestión como un perro por un hueso. Sólo el tiempo lo diría, y pronto iba a saber si el joven Cole estaba en condiciones de sobrevivir.
LA BESTIA DE CHELMSFORD
Rob despertó con las primeras luces lechosas y vio a su nuevo amo en pie e impaciente. Supo de inmediato que Barber no empezaba el día de buen talante, y con ese sobrio humor matinal el hombre sacó la lanza del carromato y le enseñó a usarla.