Barber se detuvo en las afueras. Del carromato sacó un tambor pequeño y un palillo y se los entregó a Rob.
– Hazlo sonar.
Incitatus sabía de que se trataba: alzó la cabeza, relinchó y levantó los cascos al encabritarse. Rob aporreó el tambor con orgullo, contagiado por el entusiasmo que habían provocado a un lado y otro de la calle.
– Esta tarde hay espectáculo-pregonó Barber-. ¡Seguido del tratamiento de males humanos y de problemas médicos, grandes o pequeños!
El herrero, con los músculos nudosos perfilados por la mugre, los miró y dejó de tirar de la cuerda del fuelle. Dos chicos del aserradero interrumpieron su tarea de apilar madera y se acercaron corriendo en dirección al batir del tambor. Uno de ellos dio media vuelta y se alejó deprisa.
– ¡¿Adónde vas, Giles?! -gritó el otro.
– A casa, a buscar a Stephen y a los demás.
– ¡Haz un alto en el camino y avisa a la gente de mi hermano!
Barber movió aprobadoramente la cabeza y gritó:
– ¡Eso, haz correr la voz!
Las mujeres salieron de las casas y se llamaron entre sí mientras sus hijos confluían en la calle, parloteando y sumándose a los perros ladradores que iban en pos del carromato rojo.
Barber subió y bajó lentamente por la calle, y a continuación dio la vuelta y repitió la operación.
Un anciano sentado al sol, casi a las puertas de la posada, abrió los ojos y dirigió una sonrisa desdentada al alboroto. Algunos bebedores salieron de la taberna, vaso en mano, seguidos de la camarera que, con la mirada encendida, se secaba las manos mojadas en el delantal.
Barber paró en la plazoleta. Del carromato extrajo cuatro bancos plegables y los colocó uno al lado del otro.
– Esto se llama tarima -explicó a Rob, mostrándole el pequeño escenario que había montado-. La levantarás de inmediato cada vez que lleguemos a un sitio nuevo.
Sobre la tarima pusieron dos cestas llenas de frasquitos taponados que, dijo Barber, contenían medicina. Luego subió al carromato y corrió la cortina.
Rob tomó asiento en la tarima y vio que la gente corría por la calle principal. Apareció el molinero, con la ropa blanca de harina, y Rob distinguió a dos carpinteros por el polvo y las virutas de madera que cubrían sus túnicas y sus cabellos. Familias enteras se acomodaron en el suelo, dispuestas a esperar y empezaron a hacer encajes de hilo y a tejer, al tiempo que los niños parloteaban y peleaban. Un grupo de chiquillos aldeanos miraba a Rob. Al reparar en el respeto y la envidia de sus miradas, Rob adoptó un aire afectado y se pavoneó. Poco después, esas tonterías dejaron de tener sentido porque, como ellos, se había convertido en parte del público. Barber subió corriendo a la tarima e hizo un floreo.
– Buen día y mejor mañana -dijo-. Me alegro de estar en Farnham.
Y empezó a hacer juegos malabares.
Lanzó al aire una pelota roja y otra amarilla. Parecía que sus manos no se movían. ¡Era bellísimo verlo!
Sus dedos gordos lanzaban las pelotas al aire trazando un círculo constante, despacio al principio y, gradualmente, a una velocidad vertiginosa.
Cuando lo aplaudieron se llevó una mano a la túnica y sumó una pelota verde. Y después otra azul. Y… ¡oh, una marrón!
"Sería maravilloso poder hacerlo", pensó Rob.
Contuvo la respiración, a la espera de que a Barber se le cayera una pelota, pero él controló fácilmente las cinco, sin dejar de hablar. Hizo reír a la gente. Contó chistes y entonó canciones ligeras.
Luego hizo malabarismos con anillas de cuerda y con platos de madera, y más tarde llevó a cabo pruebas de magia. Hizo desaparecer un huevo, encontró una moneda entre los cabellos de un chiquillo y logró que un pañuelo cambiara de color.
– ¿Os entretendría ver cómo hago desaparecer una jarra de cerveza?
Todo el mundo aplaudió. La camarera entró corriendo a la taberna y salió con una jarra espumosa. Barber se la llevó a los labios y la vació de un único y largo trago. Hizo una reverencia ante las risas y los aplausos afables y después preguntó a las espectadoras si alguna deseaba una cinta.
– ¡Oh, ya lo creo! -exclamó la camarera.
Era una mujer joven y fuerte, y su respuesta, tan espontánea e ingenua, provoco risillas entre los presentes.
Barber miró a la chica a los ojos y sonrió.
– ¿Cómo te llamas?
– Oh, señor, me llamo Amelia Simpson.
– ¿Eres la señora Simpson?
– No estoy casada.
Barber cerró los ojos.
– ¡Que pena! -exclamó, galante-. Señorita Amelia, ¿de qué color prefieres la cinta?
– Roja.
– ¿Y cómo de larga?
– Dos yardas me irían perfectas.
– Es de esperar que sea así -murmuró el barbero y enarcó las cejas.
Hubo risas chuscas, pero Barber pareció olvidarse de la camarera. Cortó un trozo de cuerda en cuatro partes y luego lo reunió y volvió a unificarlo, empleando únicamente gestos. Colocó un pañuelo sobre una anilla y lo convirtió en una nuez. Después, casi por sorpresa, se llevó los dedos a la boca y extrajo algo de entre los labios, deteniéndose para mostrarle al publico que se trataba del extremo de una cinta roja. Ante la mirada de los espectadores, la extrajo trocito a trocito de su boca, encorvando el cuerpo y bizqueando a medida que salía. Finalmente, tensó el extremo, se agachó para coger su daga, acercó el filo a sus labios y cortó la cinta. Se la entregó a la camarera con una reverencia.
Al lado de la joven se encontraba el aserrador de la aldea, que extendió la cinta sobre su vara de medir.
– ¡Mide exactamente dos yardas! -declaró, y sonó una salva de aplausos ensordecedores.
Barber esperó a que el barullo cesara y levantó un frasco de su medicina embotellada.
– ¡Señores, señoras y doncellas! Sólo mi Panacea Universal prolonga el tiempo que os ha sido asignado y regenera los gastados tejidos del cuerpo.
"Vuelve elásticas las articulaciones rígidas y rígidas las articulaciones flácidas. Da una chispa pícara a los ojos agotados. Transmuta la enfermedad en salud, impide la caída del pelo y logra que vuelvan a brotar las coronillas brillantes. Aclara la visión nublada y agudiza los intelectos embotados.
“Se trata de un excelente cordial, más estimulante que el mejor tónico, un purgante más suave que una lavativa de crema. La Panacea Universal combate la hinchazón y el flujo sanguíneo lento, alivia los rigores del sobreparto y el sufrimiento de la maldición femenina, y extirpa los trastornos escorbúticos traídos a la costa por la gente marinera. Es buena para bestias o humanos, la perdición de la sordera, ojos doloridos, toses, consunciones, dolores de estómago, ictericia, fiebre y escalofríos. ¡Cura cualquier enfermedad! ¡Libra de las preocupaciones!
Barber vendió una buena cantidad de frascos que tenía en la tarima. A continuación, Rob y él montaron un biombo, detrás del cual el cirujano barrero examinó a los pacientes. Los enfermos y los achacosos hicieron una larga cola dispuestos a pagar uno o dos peniques por su tratamiento.
Esa noche cenaron oca asada en la taberna, la primera vez que Rob probaba una comida comprada. Le pareció sumamente fina, pese a que Barber decretó que la carne estaba demasiado cocida y protestó por los grumos del puré de nabos. Más tarde, Barber extendió sobre la mesa un mapa de la Isla Británica. Era el primer mapa que veía Rob y contempló fascinado cómo el dedo de Barber trazaba una línea serpenteante: la ruta que seguirían durante los meses siguientes.
Finalmente, con los ojos casi cerrados, regresó soñoliento al campamento bajo la brillante luz de la luna y se preparó el lecho. Pero en los últimos días habían ocurrido tantas cosas, que su mente deslumbrada rechazó el sueño.
Estaba despierto a medias y escudriñando las estrellas cuando retornó Barber en compañía de alguien.