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Una mañana, Mirdin rió y palmeó a Rob, contento.

– Has obedecido el mandamiento de la multiplicación. ¡Ella espera un hijo, carnero europeo!

– ¡Nada de eso!

– Sí -afirmó Mirdin-. Ya verás. En estas cuestiones, Fara nunca se equivoca.

Dos días después, Mary empalideció después de desayunar y vomitó.

Rob tuvo que limpiar y fregar el suelo de tierra apisonada y entrar arena fresca. Durante toda la semana, Mary vomitó regularmente, y cuando no le sobrevino el flujo menstrual quedaron disipadas todas las dudas. No tendrían que haberse sorprendido, pues se habían amado infatigablemente, pero hacía un tiempo que Mary pensaba que quizá Dios no favorecía su unión.

En general, sus reglas eran difíciles y dolorosas, y fue un alivio no tenerlas, pero las frecuentes náuseas demostraron que el cambio no era ninguna ganga. Rob le sostenía la cabeza y limpiaba cuando vomitaba. Pensaba con deleite y presentimientos en el niño en formación preguntándose, nervioso, qué clase de criatura brotaría de su semilla. Ahora desvestía a su mujer con más ardor que nunca, pues el científico que había en él gozaba con la oportunidad de observar los cambios hasta en su más mínimo detalle, la expansión y el enrojecimiento de las areolas, la plenitud de sus pechos, la primera curva suave del vientre, la reacomodación de las expresiones provocada por la sutil hinchazón de su boca y su nariz. Rob insistía en que se echara boca abajo para estudiar la acumulación de grasa en las caderas y nalgas, el leve engrosamiento de las piernas. Al principio Mary gozaba con tantas atenciones, pero al poco tiempo perdió la paciencia.

– Los dedos de los pies -refunfuñó-. ¿Qué me dices de los dedos de los pies?

Rob estudió seriamente sus pies y le informó que los dedos no habían sufrido la menor modificación.

Los atractivos de la cirugía se estropearon para Rob gracias a una seguidilla de castraciones.

Hacer eunucos era un procedimiento corriente y se realizaban dos tipos de castraciones. Los hombres de buen porte, seleccionados para guardar las entradas de los harenes -donde tendrían muy poco contacto con las mujeres de la casa- sólo sufrían la perdida de los testículos. Para el servicio general dentro de los harenes, eran más apreciados los hombres feos, a los que se pagaba una prima por desfiguraciones tales como una nariz aplastada o repelente de subo, la boca deforme, labios gruesos o dientes negros o irregulares. Con el fin de anular totalmente sus funciones sexuales, les amputaban la totalidad de los genitales y se veían forzados a llevar siempre el cañón de una pluma para orinar.

Con frecuencia se castraba a muchachos jóvenes. A veces se los enviaba a una escuela especializada en la educación de eunucos, en Bagdad, donde les enseñaban canto y música, o se los instruía a fondo en la practica del comercio, o en compras y administración, convirtiéndolos en sirvientes sumamente apreciados, en valiosas propiedades, como Wasif, el esclavo eunuco de Ibn Sina.

La técnica para castrar era rudimentaria. El cirujano sujetaba con la mano izquierda el objeto que iba a ser amputado. Con una cuchilla afilada en la mano derecha, extraía las partes con una sola pasada de la hoja, porque era esencial la velocidad. De inmediato, aplicaban una cataplasma de cenizas calientes en la zona sangrante, y la virilidad del sujeto quedaba permanentemente alterada.

Al-Juzjani le había explicado que cuando se realizaba la castración como castigo, en general no se aplicaba la cataplasma, y el hombre en cuestión moría desangrado.

Una noche, Rob llegó a casa, observó a su esposa y trató de apartar de su mente la idea de que ninguno de los hombres y chicos a los que había operado hincharía de vida a una mujer. Le apoyó una mano en el vientre tibio, que en realidad aún no había crecido mucho.

– Pronto será como un melón -dijo Mary.

– Quiero verlo cuando sea como una sandía.

Rob acudió a la Casa de la Sabiduría y leyó cuanto pudo sobre el feto.

Ibn Sina escribió que después que se cierra la matriz sobre el semen, se forma la vida en tres etapas. Según el maestro médico, en la primera etapa el coágulo se transforma en un pequeño corazón; en la segunda etapa aparece otro coágulo que se desarrolla hasta convertirse en el hígado; y en la tercera etapa se forman los demás órganos principales.

– He encontrado una iglesia -dijo Mary

– ¿Una iglesia cristiana? -preguntó, y se sorprendió cuando ella movió la cabeza afirmativamente.

Rob no sabía que hubiese una iglesia en Ispahán.

La semana anterior, explicó Mary, ella y Fara habían ido al mercado armenio a comprar trigo. Giraron erróneamente en un callejón estrecho y que olía a orines, y de pronto se encontraron ante la iglesia del Arcángel Miguel.

– ¿Católicos orientales?

Ella volvió a asentir.

– Es una iglesia diminuta y triste, a la que sólo asiste un puñado de los trabajadores armenios más pobres. Sin duda la toleran porque es demasiado débil para representar una amenaza.

Había vuelto dos veces, sola, y había mirado con envidia a los andrajosos armenios que entraban y salían.

– Deben de decir la misa en su lengua. Nosotros ni siquiera podríamos decir las respuestas.

– Pero celebran la Eucaristía. Cristo está presente en el altar.

– Pondríamos en riesgo mi vida si asistiéramos. Ve a orar a la sinagoga con Fara, pero reza tus propias oraciones para tus adentros. Cuando yo estoy en la sinagoga, rezo a Jesús y a los santos.

Mary levantó la cabeza, y por primera vez Rob vio el temor latente en el fondo de su mirada.

– No necesito que los judíos me permitan rezar -replicó, muy acalorada.

Mirdin coincidió con él en rechazar la cirugía como profesión.

– No sólo se trata de las castraciones, que ya son terribles. Pero donde no hay aprendices médicos para servir en los tribunales de los mullahs, hacen comparecer al cirujano a fin de atender a los presos después de los castigos. Debemos usar nuestros conocimientos y nuestra habilidad contra la enfermedad y para curar, no para recortar los muñones de miembros y órganos que podrían haber estado sanos.

Sentados bajo el sol de primera hora de la mañana en los peldaños de piedra de la madraza, Mirdin suspiró cuando Rob le habló de Mary y de su nostalgia por una iglesia cristiana.

– Debes rezar vuestras oraciones con ella cuando estéis a solas. Y tienes que llevarla a su terruño en cuanto puedas.

Rob asintió y estudió al otro reflexivamente. Mirdin se había mostrado agrio y detestable cuando pensó que Rob era un judío que había rechazado su propia fe. Pero desde que supo que Rob era un Otro, descubrió la esencia de una verdadera amistad.

– ¿Has pensado que cada religión afirma ser la única con el corazón y el oído de Dios? -dijo Rob lentamente-. Nosotros, vosotros, el Islam… Cada fe asegura ser la única verdadera. ¿Es posible que las tres estén equivocadas?

– Tal vez las tres aciertan -respondió Mirdin.

Rob sintió brotar una oleada de afecto. Muy pronto Mirdin sería médico y retornaría con su familia de Masqat. Cuando Rob fuese Hakim, también volvería a su tierra. Indudablemente, nunca volverían a verse.

Su mirada se cruzó con la de Mirdin y tuvo la certeza de que este compartía sus pensamientos.

– ¿Volveremos a vernos en el Paraíso?

Mirdin lo miró seriamente.

– Nos encontraremos en el Paraíso. ¿Es un voto solemne?

Rob sonrió.

– Es un voto solemne.

Se apretaron mutuamente las muñecas.

– Creo que la separación entre la vida y el Paraíso es un río -dijo Mirdin-. Si hay muchos puentes que lo cruzan, ¿puede importarle mucho a Dios qué puente elige el viajero?

– Creo que no -dijo Rob.

Se separaron cariñosamente y deprisa, y cada uno se dirigió a atender sus tareas.

En la sala de operaciones, Rob y otros dos aprendices escucharon atentamente a al-Juzjani, quien les advirtió sobre la necesidad de mantener discreción respecto de la operación que iba a tener lugar. No reveló la identidad de la enferma, con el propósito de proteger su reputación, pero les hizo saber que estaba emparentada estrechamente con un hombre poderoso y célebre, y que padecía cáncer de mama.