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Ibn Sina experimentó la sensación de que el papel tardaba una eternidad en llegar a él, pero cuando lo tuvo ante sus ojos vio que el miembro dibujado era… ¡el miembro de un árbol! La rama doblada de un albaricoquero, sin la menor duda, pues estaba cubierta de hojas. Un nudo en la madera hacía ingeniosamente las veces de articulación de la rodilla, y se veían los extremos del entablillado atados muy por encima y por debajo del nudo.

No hubo preguntas sobre la tablilla.

Ibn Sina miró a Jesse, cuidándose de enmascarar tanto su alivio como su afecto. Disfrutó ampliamente contemplando la expresión del visitante de Bagdad. Luego, se acomodó en el asiento y planteó a su discípulo las más complejas cuestiones filosóficas que se le ocurrió formular, con la certeza de que el maristán de Ispahán podía permitirse el lujo de alardear un poco más.

Rob se había estremecido al reconocer a Musa Ibn Ahbas, el edecán del visir, al que había visto en una reunión secreta con el embajador seljucí.

Pero de inmediato recordó que en aquella ocasión él no fue descubierto, y que la presencia del mullah en la junta examinadora no significaba una amenaza especial.

Al concluir el examen, fue directamente al ala del maristán donde estaban los pacientes de cirugía, pues él y Mirdin habían acordado que sería difícil sentarse a esperar, sencillamente, para conocer su destino. Sería mejor salvar ese lapso trabajando, y Rob se vio enseguida inmerso en una variedad de tareas: examinó pacientes, cambió vendajes, quitó puntos de sutura…; los trabajos sencillos a los que estaba acostumbrado.

El tiempo pasaba, pero nadie se acercó a decirle una palabra.

Más tarde entro Jalal-ul-Din en la sala de operaciones…, lo que sin duda significaba que los examinadores se habían dispersado. Rob se sintió tentado a preguntarle si conocía la decisión, pero no se atrevió. Cuando Jalal le dirigió el saludo acostumbrado, no se dio por enterado de la agonía que significaba la espera para el aprendiz.

El día anterior trabajaron juntos atendiendo a un pastor que había sido embestido por un toro. El hombre tenía el antebrazo partido en dos puntos, como si fuera un sauce, donde la bestia lo había pisoteado. Después, el toro corneó a su víctima hasta que otros pastores lograron alejarlo.

Rob acomodó y cosió los músculos y la carne del hombro y del brazo, y Jalal redujo las fracturas y aplicó el entablillado. Ahora, después de que ambos examinaran al paciente, Jalal se quejó de que los abultados vendajes formaban una torpe yuxtaposición con las tablillas.

– ¿No pueden quitarse los vendajes?

La pregunta desconcertó a Rob, porque Jalal sabía mejor que él lo que había que hacer.

– Es muy pronto -respondió.

Jalal se encogió de hombros, miró a Rob afectuosamente y sonrió.

– Como tú digas, Hakim -dijo y salió.

Así fue informado Rob. Estaba tan alelado, que por un rato no pudo moverse.

Finalmente, se sintió reclamado por la rutina. Aún debía ver a cuatro pacientes y prosiguió la ronda, esforzándose por brindar los cuidados de un buen médico, como si su mente fuera el sol enfocado en cada uno de ellos, pequeño y cálido a través del cristal de su concentración.

Pero después de atender al último paciente, permitió que sus sentimientos volvieran a fluir, experimentando el placer más puro de su vida. Caminando casi como un borracho, volvió a casa deprisa para contárselo a Mary.

Rob había llegado a hakim seis días antes de cumplir veinticuatro años, y el entusiasmo se mantuvo varias semanas. Para su satisfacción, Mirdin no sugirió que fueran a las maidans a celebrar su nueva condición de médicos.

Sin hacer demasiada alharaca, sentía que ese cambio en sus vidas era demasiado importante para celebrarlo con una noche de borrachera. Las dos familias decidieron reunirse en casa de los Askari y compartir una buena cena.

Después, Rob y Mirdin se acompañaron mutuamente a tomarse las medidas de la túnica negra con capucha correspondiente a un hakim.

– ¿Ahora volverás a Masqat?-preguntó Rob a su amigo.

– Me quedaré aquí unos meses, porque todavía me quedan cosas por aprender en el khazanat-ul-shara. ¿Y tú? ¿Cuándo regresarás a Europa?

– Mary no puede viajar estando embarazada. Esperaremos a que el niño nazca y esté lo bastante fuerte para soportar el viaje. -Sonrió a Mirdin-. Tu familia organizará grandes celebraciones en Masqat cuando su médico vuelva a casa. ¿Has enviado a los tuyos un mensaje diciendo que el sha quiere comprarles una gran perla?

Mirdin meneó la cabeza.

– Mi familia recorre las aldeas de pescadores de perlas y compra minúsculos aljófares. Luego los venden en una taza medidora a mercaderes que, a su vez, los venden para ser cosidos en diversas vestimentas. Mi familia se vería en apuros si tuviera que reunir las sumas necesarias para comprar perlas grandes. Tampoco le interesaría hacer tratos con el sha, pues los reyes rara vez están dispuestos a pagar el precio justo de las perlas que tanto les gustan. Por mi parte, espero que Alá haya olvidado la "fortuna” que ha concedido a mis parientes.

– Los miembros de la corte fueron a buscarte anoche y no te encontraron -dijo el sha Alá.

– Estaba atendiendo a una mujer desesperadamente enferma -respondió Karim.

En verdad, había ido a ver a Despina. Y los dos estaban desesperados.

Era la primera vez en cinco noches que lograba escapar a las aduladoras demandas de los cortesanos, y valoró más que nunca cada minuto que estuvo con ella.

– En mi corte hay gente enferma que necesita de tu sabiduría -se quejó Alá.

– Sí, Majestad.

Alá había puesto de relieve que Karim contaba con el favor del trono, pero el joven estaba hastiado de los miembros de la nobleza, que a menudo se presentaban ante él con dolencias imaginarias, y echaba de menos el ajetreo y la auténtica labor del maristán, donde podía ser útil como médico y no como ornamento.

Empero, cada vez que iba cabalgando a la Casa del Paraíso y los centinelas lo saludaban, se sentía nuevamente conmovido. Con frecuencia pensaba en lo sorprendido que estaría Zaki-Omar si pudiera ver a su muchacho cabalgando con el rey de Persia.

– …Estoy haciendo planes, Karim -decía el sha-. Proyectando grandes acontecimientos…

– Que Alá les sonría.

– Tienes que mandar a buscar a tus amigos, los dos judíos, para que se reúnan con nosotros. Quiero hablar con los tres.

– Sí, Majestad.

Dos mañanas más tarde. Rob y Mirdin fueron convocados para salir de cabalgata con el sha. Era una oportunidad para estar con Karim, que por esos días siempre se mantenía ocupado con Alá. En el patio de la Casa del Paraíso, los tres médicos jóvenes repasaron los exámenes, con gran placer de Karim. Cuando llegó el sha, montaron y cabalgaron detrás de él en dirección al campo.

Era una excursión conocida y nada original, salvo que ese día practicaron largamente la flecha del parto, ejercicio en el que sólo Karim y Alá podían abrigar alguna esperanza de éxito. Comieron bien y no tocaron ningún tema serio hasta que los cuatro estuvieron sumergidos en el agua caliente de la caverna, bebiendo vino.

En ese momento, Alá les dijo tranquilamente que cinco días más tarde saldría de Ispahán a la cabeza de una numerosa partida de ataque.

– ¿Adónde, Majestad? -preguntó Rob.

– A los rediles de elefantes del sudoeste indio.

– Majestad, ¿puedo acompañarte? -inquirió Karim de inmediato, con los ojos encandilados.

– Espero que los tres podréis acompañarme.

Hablo con ellos largo y tendido, lisonjeándolos mientras los hacía partícipes de sus planes más secretos. Evidentemente, al oeste los seljucíes se estaban preparando para la guerra. En hazna, el sultán Mahmud se mostraba más amenazador que nunca, y finalmente habría que enfrentarlo. Era el momento ideal para que Alá acrecentara su poderío. Sus espías le habían informado de que en Mansura una débil guarnición india custodiaba un buen numero de elefantes. Una escaramuza sería una valiosa maniobra de entrenamiento y, lo que era más importante, le proporcionaría unos animales de incalculable valor que, cubiertos con cota de malla, se transformarían en armas pavorosas capaces de modificar el curso de los acontecimientos.