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– Bonita Amelia- dijo Barber-, muñeca bonita: me bastó una mirada a esa boca llena de deseos para saber que moriría por ti.

– Cuidado con las raíces o darás con tus huesos en tierra -advirtió la joven.

Rob continuó acostado y oyó los húmedos sonidos de los besos, el roce de las ropas al quitárselas, risas y jadeos. Luego, el deslizamiento de las pieles al separarse.

– Será mejor que yo me ponga debajo por la barriga -oyó decir a Barber.

– Una barriga prodigiosa -dijo la moza con tono bajo y travieso-. Será como rebotar en una gran cama.

– Vamos, doncella, vente a mi lecho.

Rob quería verla desnuda, pero cuando se atrevió a mover la cabeza, la camarera ya no estaba de pie y sólo diviso el pálido brillo de las nalgas.

Aunque su respiración era ruidosa, por lo que ellos se preocuparon hubiera dado lo mismo que gritara. En seguida vio que las manos grandes y rollizas de Barber rodeaban a la mujer para aferrar los orbes blancos y giratorios.

– ¡Ah, muñeca!

La muchacha gimió.

Se durmieron antes que él. Por fin Rob logró conciliar el sueño y soñó con Barber, que no dejaba de hacer malabarismos.

La mujer ya se había ido cuando despertó bajo el fresco amanecer. Levantaron campamento y partieron de Farnham mientras la mayoría de sus habitantes aún seguía en la cama.

Poco después del alba encontraron un campo de zarzamoras y se detuvieron a llenar la cesta. En la siguiente granja que hallaron, Barber consiguió comida. Acamparon para desayunar; mientras Rob encendía la hoguera y cocinaba el tocino y la tostada de queso. Barber puso nueve huevos en un cuenco y añadió una cantidad generosa de nata cuajada, los batió hasta formar espuma y lo coció sin revolver hasta que se formo un pastel esponjoso, que cubrió con moras muy maduras. Pareció alegrarse de la impaciencia con que Rob engulló su parte.

Aquella tarde pasaron junto a una gran torre del homenaje rodeada de tierras de labranza. Rob divisó gente en los terrenos y en lo alto de las almenas. Barber azuzó el caballo para que trotara, deseoso de pasar rápidamente por allí.

Tres jinetes salieron desde la torre en pos de ellos y les gritaron que se detuvieran.

Hombres armados, severos y temibles examinaron con curiosidad el carromato pintarrajeado.

– ¿Cuál es tu oficio? -preguntó el que llevaba una ligera cota de malla que distinguía a las personas de categoría.

– Cirujano barbero, señor -respondió Barber.

El hombre asintió satisfecho y giró su corcel.

– Sígueme.

Rodeados por la guardia, traquetearon a través de una pesada puerta empotrada en las murallas, atravesaron una segunda puerta que se alzaba en medio de una empalizada de troncos afilados y cruzaron el puente levadizo que permitía franquear el foso. Rob nunca había estado tan cerca de una fortaleza majestuosa. La inmensa torre del homenaje contaba con cimientos y semimuro de piedra, plantas altas enmaderadas, rebuscadas tallas en el pórtico y los aguilones y una cumbrera dorada que centelleaba bajo el sol.

– Deja tu carromato en el patio y trae tus instrumentos de cirugía.

– ¿Qué sucede, señor?

– La perra se ha hecho daño en una pata.

Cargados de instrumentos y de frascos con medicinas, siguieron al hombre por el cavernoso pasillo. El suelo estaba empedrado y cubierto de juncos que hacia falta cambiar. Los muebles parecían dignos de pequeños gigantes.

Tres paredes estaban engalanadas con espadas, escudos y lanzas, al tiempo que en la del norte colgaban tapices de colores abigarrados pero desteñidos, junto a los cuales se alzaba un trono de madera oscura tallada.

La chimenea central estaba apagada, pero la sala seguía impregnada del humo del invierno anterior y de un hedor menos atractivo, más penetrante, cuando la escolta se detuvo ante la podenca tendida junto al hogar.

– Hace quince días perdió dos dedos en un cepo. Al principio pareció que curaban bien, pero después empezaron a supurar.

Barber asintió con la cabeza. Quitó la carne de un cuenco de plata depositado junto a la cabeza de la perra y vertió el contenido de dos frascos. La podenca lo vigiló con ojos legañosos y gruñó cuando dejó el cuenco, pero en seguida se dedicó a lamer la panacea.

Barber no corrió riesgos: cuando la perra se distrajo, le ató el morro y le sujetó las patas para que no pudiera utilizar las garras.

El animal tembló y ladró cuando Barber cortó. Olía espantosamente mal y tenía gusanos.

– Perderá otro dedo.

– No debe quedar lisiada. Hazlo bien -dijo el hombre fríamente.

Cuando terminó, Barber limpió la sangre de la pata con lo que quedaba de medicina y la cubrió con un trapo.

– ¿Y el pago, señor? -sugirió delicadamente.

– Tendrás que esperar a que el conde regrese de la cacería y pedírselo -respondió el caballero, y se marchó.

Desataron cuidadosamente a la perra, recogieron los instrumentos y se dirigieron al carromato. Barber condujo lentamente, como un hombre autorizado a partir.

En cuanto la torre del homenaje quedo atrás, el barbero gruñó y escupió.

– Es posible que el conde no vuelva en muchos días. Para entonces, si la perra sana, es posible que el santo conde se dignara pagar. Si la perra hubiera muerto o el conde estuviera de mal humor a causa del estreñimiento, podría mandarnos desollar. Huyo de los señores y prefiero tentar mi suerte en los pueblos pequeños -comentó, arreando el caballo.

La mañana siguiente, cuando llegaron a Chelmsford, estaba de mejor talante. Encontraron a un vendedor de ungüentos que ya había montado su espectáculo allí; un hombre elegante ataviado con una llamativa túnica naranja y que llevaba una blanca melena.

– Encantado de verte, Barber -saludó el hombre afablemente.

– Hola, Wat. ¿Aún tienes la bestia?

– No; enfermó y se volvió demasiado huraña. La usé para un azuzamiento.

– Es una pena que no le dieras mi panacea. Se habría curado.

Rieron juntos.

– Ahora tengo otra bestia. ¿Te gustaría verla?

– ¿Por qué no? -replico Barber. Detuvo el carromato bajo un árbol y dejó pacer al equino mientras la gente se amontonaba. Chelmsford era una aldea grande y el público, excelente-. ¿Has luchado alguna vez? -preguntó Barber a Rob.

El chico asintió. Le encantaba la lucha, que en Londres era la diversión cotidiana de los hijos de la clase trabajadora.

Wat inició su espectáculo del mismo modo que Barber, con juegos malabares. Sus trucos eran muy hábiles, pensó Rob. Sus narraciones no estaban a la altura de las de Barber y la gente no reía tanto, pero el oso les encantó.

La jaula estaba a la sombra, tapada con un trapo. Los reunidos soltaron murmullos cuando Wat la descubrió. No era la primera vez que Rob veía un oso gracioso. Cuando tenía seis años, su padre lo había llevado a ver un animal semejante que actuaba a las puertas de la posada de Swann, y le había parecido enorme. Cuando Wat llevó al oso abozalado hasta la tarima, sujeto por una larga cadena, le pareció más pequeño. Aunque era poco mayor que un perro grande, se trataba de un ejemplar muy listo.

– ¡El oso Bartram! -anunció Wat.

El oso se acostó, y cuando Wat le dio la orden, se hizo el muerto, hizo rodar la pelota y la recogió, subió y bajó una escalera y, mientras Wat tocaba la flauta, interpretó el popular y alegre baile de los zuecos, moviéndose torpemente en vez de girar, pero de una manera tan deliciosa que el público aplaudió hasta el último movimiento de la bestia.

– Y ahora -dijo Wat-, Bartram luchará con todo aquel que se atreva a desafiarlo. Quien lo arroje al suelo recibirá gratis un tarro de ungüento de Wat, el milagroso agente para el alivio de los males humanos.

Se oyó un divertido murmullo, pero nadie dio un paso al frente.

– ¡Venid, luchadores! -los regañó Wat.

A Barber se le iluminaron los ojos y dijo en voz alta:

– Aquí hay un muchacho al que nada lo arredra.