LA INDIA
Más al sur de Shiraz, tomaron la Ruta de las Especias y la siguieron hasta que, para esquivar el terreno montañoso del interior, se aproximaron a la costa cerca de Ormuz. Corría el invierno, pero el aire del golfo era cálido y perfumado. A veces, después de montar el campamento y a última hora del día, los soldados y sus animales se bañaban en la tibia salinidad de las playas arenosas, mientras los centinelas vigilaban por si aparecían tiburones. Ahora, entre la gente que veían, había tantos negros o beluchistaníes como persas.
Eran pueblos pescadores o, en los oasis que brotaban de las arenas costeras granjeros que cultivaban datileros y granados. Vivían en tiendas o en casas de piedra enlucidas con barro y de techo plano. De vez en cuando, los invasores atravesaban un wadi, donde muchas familias vivían en cuevas. A Rob le parecía una tierra horrible, pero Mirdin se fue alegrando a medida que avanzaban y miraba a su alrededor con ojos tiernos.
Al llegar a la aldea de pescadores de Tiz, Mirdin cogió de la mano a Rob y lo llevó a la orilla del agua.
– Allá, al otro lado -dijo mientras señalaba el golfo-, está Masqat. Desde aquí, una barca podría llevarnos a casa de mi padre en unas horas.
Estaba seductoramente cerca, pero a la mañana siguiente levantaron el campamento, y a cada paso se fueron alejando de la familia.
Casi un mes después de la partida de Ispahán dejaron atrás Persia. Se produjeron cambios. Alá ordenó que todas las noches se formaran tres círculos de centinelas alrededor del campamento, y cada mañana se pasaba un nuevo santo y seña a los hombres; todo el que intentara entrar en el campamento sin conocer la contraseña, sería ejecutado.
En cuanto pisaron el suelo extranjero de Sind, los soldados dieron rienda suelta a su instinto, y un día los encargados de la intendencia volvieron al campamento arrastrando a unas mujeres de la misma manera que arrastraban animales. Alá dijo que les permitiría llevar hembras al campamento esa única noche y nunca más. Sería bastante difícil que seiscientos hombres se aproximaran a Mansura sin ser descubiertos, y el sha no quería que los rumores llegaran antes que ellos debido a las mujeres que violaban a su paso.
Fue una noche de desenfreno. Vieron que Karim seleccionaba con gran cuidado a cuatro mujeres.
– ¿Para qué necesita cuatro? -preguntó Rob.
– No son para él -dijo Mirdin.
Era verdad. Observaron que Karim llevaba a las mujeres a la tienda del rey.
– ¿Para esto nos esforzamos en ayudarlo a aprobar el examen y convertirse en médico? -dijo Mirdin amargamente, y Rob no respondió.
Las demás mujeres pasaron de hombre en hombre, en turnos que estos habían echado a suertes. Los que esperaban observaban los apareamientos y chillaban, y los centinelas eran relevados cuando les llegaba el turno de compartir los despojos.
Mirdin y Rob permanecieron apartados, con una bota llena de vino agrio. Al principio intentaron estudiar, pero no era momento para repasar las leyes del señor.
– Ya me has enseñado más de cuatrocientos mandamientos -dijo Rob asombrado-. En breve habremos acabado.
– Me he limitado a enumerarlos. Hay sabios que dedican su vida entera a tratar de comprender los comentarios sobre una sola de las leyes.
La noche estaba plagada de gritos y ruidos propios de borracheras.
Durante años Rob se había dominado bien y evitado beber mucho, pero ahora se sentía solo y con una necesidad sexual no disminuida por la morbosidad que reinaba a su alrededor, y bebió con excesiva avidez.
Poco después estaba agresivo. Mirdin, sorprendido de que aquel fuese su amigo bondadoso y razonable, no lo justificó. Pero un soldado que pasaba tropezó con él y habría sido objeto de su cólera si Mirdin no lo hubiese tranquilizado y confortado, mimándolo como a un niño malcriado y llevándoselo a dormir.
Cuando Rob despertó por la mañana, las mujeres se habían ido y pagó su estupidez cabalgando con un terrible dolor de cabeza. Mirdin, que en ningún momento dejaba de ser estudiante de medicina, incrementó su sufrimiento interrogándolo con todo detalle y, finalmente, comprendió mejor por qué algunos hombres debían tratar al vino como si fuera veneno y hechicería.
A Mirdin no se le había ocurrido llevar un arma para la ofensiva, pero sí el juego del sha, que resultó una bendición, porque jugaban todas las tardes hasta que caía la oscuridad. Ahora las partidas eran más reñidas, y en alguna ocasión en que lo acompañó la suerte, Rob ganó.
Frente al tablero le confió su inquietud por Mary.
– Sin duda está bien, porque Fara dice que tener bebés es algo que las mujeres han aprendido hace mucho tiempo -comentó Mirdin alegremente.
Rob se preguntó en voz alta si sería niña o niño.
– ¿Cuántos días después del menstruo tuvisteis contacto?
Rob se encogió de hombros.
– Al-Habib ha escrito que si tiene lugar entre el primero y el quinto día después de la sangre, será varón. Si ocurre entre el quinto y el octavo, será niña.
Vaciló, y Rob se dio cuenta de que titubeaba, porque al-Habib también había escrito que si la cópula tenía lugar después del decimoquinto día, existía la posibilidad de que el bebe fuera hermafrodita.
– Al-Habib también ha dicho que los padres de ojos pardos engendran hijos y los de ojos azules, hijas. Pero yo vengo de una tierra donde la mayoría de los hombres tienen ojos azules y siempre han tenido muchos hijos varones -dijo Rob malhumorado.
– Indudablemente, al-Habib sólo se refería a la gente normal que suele encontrarse en Oriente -conjeturó Mirdin.
A veces, en lugar de dedicarse al juego del sha, repasaban las enseñanzas de Ibn Sina sobre el tratamiento de las heridas de guerra, o pasaban revista a sus provisiones y se cercioraban de estar preparados para cumplir su tarea de cirujanos. Fue una suerte que lo hicieran, porque una noche Alá los invitó a compartir la cena en su tienda y a responder a preguntas acerca de sus preparativos. Karim estaba allí y saludó incómodo a sus amigos; pronto fue evidente que le habían ordenado interrogarlos y poner en tela de juicio su eficacia.
Los sirvientes llevaron agua y trapos para que se lavaran las manos antes de comer. Alá hundió las manos en un cuenco de oro bellamente repujado y se las secó con toallas de lino azul claro con versículos del Corán bordados con hilo de oro.
– Cuéntanos cómo tratarías heridas de estocadas -dijo Karim.
Rob repitió lo que le había enseñado Ibn Sina: era preciso hervir aceite y volcarlo en la herida a la mayor temperatura posible, para evitar la supuración y los malos humores.
Karim asintió.
Alá estaba pálido. Dio instrucciones de que si él mismo se encontraba mortalmente herido, debían dosificarlo con soporíferos para aliviar el dolor inmediatamente después de que un mullah lo hubiese acompañado en la última oración.
La comida era sencilla en relación con lo que el soberano acostumbraba tomar: aves asadas en espetones y verduras de verano recogidas a lo largo del camino. Con todo, los alimentos estaban mejor preparados que el rancho que ellos solían ingerir, y se los sirvieron en platos. Después, mientras tres músicos interpretaban sus dulcímeres, Mirdin puso a prueba a Alá en el juego del sha, pero fue fácilmente vencido.
Fue un cambió oportuno en su rutina, pero Rob se alegró de separarse del rey. No envidiaba a Karim, que solía desplazarse en el elefante Zi sentado con el sha en la caja.
Pero Rob no había perdido su fascinación por los elefantes, y los observaba de cerca siempre que se le presentaba la ocasión. Algunos iban cargados con bultos de cotas de malla similares a las armaduras de los guerreros humanos. Cinco elefantes acarreaban a veinte mahouts de más, llevados por Alá como exceso de equipaje con la esperanzada expectativa de que en el viaje de vuelta a Ispahán se ocuparan de atender a los elefantes conquistados en Mansura. Todos los mahouts eran indios aprehendidos en ataques anteriores, pero habían sido excelentemente tratados y retribuidos con generosidad, según su valía, y el sha no abrigaba la menor duda sobre su lealtad.