Los elefantes se ocupaban de su propio forraje. Al final de cada día, sus oscuros y menudos cuidadores los acompañaban hasta las vegetaciones donde se hartaban de hierba, hojas, ramitas y cortezas. A menudo conseguían su alimento derribando árboles con gran facilidad.
Un atardecer, mientras se alimentaban los elefantes, ahuyentaron de los árboles a una chillona banda de pequeños seres peludos y con rabo, muy semejantes al hombre. Por sus lecturas, Rob sabía que eran monos. A partir de entonces, vieron monos todos los días, además de una gran diversidad de aves de plumaje brillante y alguna serpiente en la tierra y en los árboles.
Harsha, el mahout del sha, informó a Rob que algunas de esas serpientes eran venenosas.
– Si muerden a alguien, debe usarse una cuchilla para abrir el lugar de la dentellada, y es necesario chupar todo el veneno y escupirlo. Luego hay que matar a un animal pequeño y atar su hígado a la herida para que atraiga la ponzoña. -El indio advirtió que quien chupara la herida no debía tener ninguna herida ni corte en la boca-. Si lo tuviera, el veneno entraría en su organismo y moriría en el plazo de media tarde.
Vieron las estatuas de unos Budas, grandes dioses sentados de los que algunos hombres se mofaron con cierta incomodidad, aunque nadie los profanó, pues aunque se decían unos a otros que Alá era el único Dios verdadero, las figuras inmemoriales contenían una regocijada y sutil amenaza que les recordó que estaban a gran distancia de sus hogares. Rob levantó la vista para mirar a los acechantes dioses de piedra, y los conjuró recitando, silencioso, el Paternoster de San Mateo. Esa noche Mirdin hizo probablemente lo mismo, porque, tendido en el suelo y rodeado del ejército persa, le dio una lección especialmente entusiasta sobre la ley.
Esa noche llegaron al mandamiento quinientos veinticuatro, a primera vista un edicto enigmático: "Si un hombre ha cometido un pecado que merece la muerte y es condenado a muerte, y tú lo cuelgas de un árbol, su cuerpo no permanecerá en el árbol toda la noche, pues tú lo enterrarás el mismo día.”
Mirdin le dijo que prestara especial atención a las palabras.
– Ateniéndonos a ellas no estudiamos cadáveres humanos, como hacían los griegos paganos.
A Rob se le puso la piel de gallina y se incorporó.
– Los sabios y eruditos extraen tres edictos de este mandamiento -prosiguió Mirdin-. Primero, si el cadáver de un criminal convicto ha de ser tratado con tal respeto, el cadáver de un ciudadano respetado debe ser igualmente enterrado a toda prisa, sin verse sometido a la vergüenza o la desgracia. Segundo, quien mantiene a sus muertos insepultos durante toda la noche transgrede un mandamiento negativo. Y tercero, el cuerpo debe ser enterrado entero y sin cortes, pues si se deja fuera una pequeña cantidad de tejido, por mínima que sea, es lo mismo que si no hubiera entierro.
– Y de ahí se derivan todos los males -Concluyó Rob, extrañado-. Como esta ley prohíbe dejar sin enterrar el cadáver de un asesino, cristianos, musulmanes y judíos han impedido a los médicos estudiar aquello que intentan curar.
– Es un mandamiento de Dios -justificó Mirdin con tono sereno.
Rob se tumbó y fijó la vista en la oscuridad. Cerca, un soldado de infantería roncaba audiblemente, y más allá alguien carraspeó y escupió. Por enésima vez, se preguntó qué hacía mezclado con aquella gente.
– Yo creo que vuestra costumbre es una falta de respeto para con los muertos. Los arrojáis a la tierra con tanta prisa como si no vierais la hora de quitároslos de encima.
– Es cierto que no somos remilgados con los cadáveres. Pero después del funeral honramos la memoria del muerto en el shitúa, siete días en que los deudos permanecen encerrados en sus casas, lamentándose y orando.
La frustración hizo que Rob se sintiera tan violento como si hubiera bebido en exceso.
– No tiene ningún sentido. Se trata de un mandamiento dictado por la ignorancia.
– ¡No te permito decir que la palabra de Dios es ignorante!
– No estoy hablando de la palabra de Dios, sino de la interpretación que hace el hombre de la palabra de Dios. Eso es lo que ha mantenido al mundo en la ignorancia y la oscuridad a lo largo de mil años.
Mirdin guardó silencio un momento.
– Nadie ha pedido tu aprobación -dijo finalmente-. Además, no es sensata ni decorosa. Lo único que acordamos fue que estudiarías las leyes de Dios.
– Sí, acepté estudiarlas. Pero no accedí a cerrar mi mente ni a callar mi criterio.
Esta vez Mirdin no respondió.
Dos días después, llegaron por fin a los márgenes de un gran río, el Indo.
Había un vado fácil unas millas al norte, pero los mahouts les informaron de que a veces estaba custodiado por soldados, de modo que recorrieron unas millas rumbo al sur, en busca de otro vado, más profundo pero igualmente practicable. Khuff destinó una partida de hombres a construir balsas. Los que sabían nadar cruzaron con los animales hasta la otra orilla. Quienes no eran nadadores subieron a bordo de las balsas. Algunos elefantes caminaban por el lecho del río, totalmente sumergidos pero asomando la trompa para respirar. Cuando el río se volvió demasiado profundo incluso para ellos, los elefantes nadaron como los caballos.
En la otra orilla, la expedición se reunió y reemprendió su avance hacia el norte, en dirección a Mansura, desviándose ampliamente del vado custodiado.
Karim llamó a Mirdin y Rob a presencia del sha, y durante un buen rato fueron con él a lomos de Zi. Rob tenía que hacer un esfuerzo para concentrarse en las palabras del rey, porque el mundo era diferente desde lo alto de un elefante.
En Ispahán, los espías del sha le habían informado que Mansura no estaba bien defendida. El antiguo rajá del lugar, un feroz comandante, había muerto recientemente y se decía que sus hijos eran pésimos militares y que no protegían con eficacia sus guarniciones.
– Tendré que enviar una partida de reconocimiento -decidió Alá-. Iréis vosotros, pues se me ocurre que dos mercaderes Dhimmi podrán aproximarse a Mansura sin despertar comentarios.
Rob reprimió el impulso de mirar a Mirdin.
– Debéis descubrir si hay trampas para elefantes cerca de la aldea. A veces, esta gente construye armazones de madera de las que sobresalen afilados pinchos de hierro, y las entierran en zanjas poco profundas excavadas en la parte exterior de sus murallas. Estos artilugios estropean las patas de los elefantes, y debemos enterarnos de que aquí no los hay, antes de hacer pasar a nuestras bestias.
Rob asintió. Cuando uno va montado en un elefante todo parece posible.
– Sí, Majestad -respondió al sha.
Los atacantes acamparon a la espera del regreso de los exploradores.
Rob y Mirdin dejaron sus camellos, obviamente bestias militares entrenadas para la velocidad y no para la carga, y se alejaron del campamento montados en sendos asnos.
La mañana era fresca y soleada. En la selva frondosa las aves chillaban y un grupo de monos se burló de ellos desde un árbol.
– Me encantaría hacer la disección de un mono.
Mirdin todavía estaba enfadado con él, y descubrió que ser observador secreto le gustaba menos aún que ser soldado.
– ¿Una disección? ¿Por qué?
– Para descubrir lo que pueda-replicó Rob-. De igual modo que Galeno abrió macacos para aprender.
– Pensaba que habías decidido ser médico.
– Eso es ser médico.
– No; eso es ser taxidermista. Yo seré médico y pasaré toda mi vida atendiendo al pueblo de Masqat en tiempos de enfermedad, que es lo que debe hacer un médico. ¡Tú no eres capaz de decidir si quieres ser cirujano, taxidermista, médico o… comadrona con cojones! ¡Quieres hacerlo todo!
Rob sonrió a su amigo pero no hizo comentario alguno. Carecía de defensas, pues, en gran medida, era verdad aquello de que lo acusaba Mirdin.