Viajaron un rato en silencio. Dos veces se cruzaron con indios: un granjero que iba hundido hasta los tobillos en el lodo de una acequia a la vera del camino, y dos hombres cargados con un poste del que colgaba un canasto lleno de ciruelas amarillas. Estos últimos los saludaron en una lengua que ni Rob ni Mirdin entendían, y sólo pudieron responder con una sonrisa.
Rob esperaba que no llegaran andando al campamento, pues quienquiera que tropezara con los invasores sería inmediatamente convertido en cadáver o en esclavo.
Al cabo de poco, media docena de hombres que conducían burros se acercaron a ellos por un recodo, y Mirdin sonrió a Rob por primera vez, pues esos viajeros usaban polvorientos sombreros de cuero como los de ellos y caftanes negros que daban testimonio de esforzados viajes
– ¡Shalom! -los saludó Rob cuando estuvieron cerca.
– ¡Shalom alekhem! Feliz encuentro.
El portavoz y jefe dijo que se llamaba Hillel Nafthali, de Ahwaz, mercader en especias. Era conversador y sonriente. Una marca de nacimiento lívida, en forma de fresa, cubría la mejilla bajo su ojo izquierdo. Parecía dispuesto a pasar el día entero en presentaciones y explicaciones genealógicas.
Uno de los que lo acompañaban era su hermano Ari, otro era hijo suyo, y los otros tres eran maridos de sus hijas. No conocía al padre de Mirdin, pero había oído hablar de la familia Askari, compradores de perlas de Masqat. El intercambio de nombres se prolongó hasta que por último llegaron a un primo lejano de apellido Nafthali, al que Mirdin sí había conocido, y de este modo ambas partes quedaron satisfechas al comprobar que no eran extraños.
– ¿Venís del norte? -preguntó Mirdin.
– Hemos estado en Multan, haciendo un pequeño recado -dijo Nafthali con un tono que indicaba la magnitud de la transacción-. ¿Adónde viajáis vosotros?
– A Mansura. Por negocios, un poco de esto y otro poco de aquello -dijo Rob, y los hombres asintieron respetuosamente-. ¿Conocéis bien Mansura?
– Muy bien. De hecho, ayer pasamos la noche allí con Ezra ben Husik, que comercia con granos de pimienta. Un hombre muy valioso y siempre hospitalario.
– Entonces, ¿has observado la guarnición del lugar? -preguntó Rob.
– ¿La guarnición?
Nafthali los miró fijamente, desconcertado.
– ¿Cuántos soldados hay estacionados en Mansura? -preguntó tranquilamente Mirdin.
En cuanto comprendió, Nafthali retrocedió, espantado.
– Nosotros no nos mezclamos en esas cosas -dijo en voz baja, casi en un susurro.
Comenzaron a apartarse, al cabo de un instante habrían desaparecido.
Rob sabía que ese era el momento de dar una prueba de buena fe.
– No debéis llegar muy lejos por este camino si no queréis poner en peligro vuestra vida. Y tampoco debéis regresar a Mansura.
Lo contemplaron, ahora pálidos.
– Entonces, ¿adónde podemos ir? -quiso saber Nafthali.
– Sacad a vuestros animales del camino y ocultaos en el bosque. Permaneced escondidos tanto tiempo como sea necesario… hasta que hayáis oído que pasa el último de un gran numero de hombres. Después volved al camino e id a Ahwaz a toda velocidad.
– Muchas gracias -dijo Nafthali, impresionado.
– ¿Es prudente que nos aproximemos a Mansura? -preguntó Mirdin.
El mercader de especias movió la cabeza afirmativamente.
– Están acostumbrados a ver comerciantes judíos.
Rob no estaba satisfecho. Recordó el idioma por señas que Loeb le había enseñado camino del este, las señales secretas con que los mercaderes judíos de Oriente cerraban sus tratos sin conversar. Extendió la mano y le dio la vuelta, haciendo la señal que significaba "¿Cuántos?”
Nafthali lo observó. Por último, apoyó la mano derecha en su codo izquierdo, que quería decir centenas. Después extendió los cinco dedos. Ocultando el pulgar de la mano izquierda, extendió los otros cuatro dedos y lo apoyó en su codo derecho.
Rob tenía que cerciorarse de haberlo entendido bien.
– ¿Novecientos soldados?
Nahhali asintió.
– Shalam -dijo con serena ironía.
– La paz sea con vosotros-dijo Rob.
Llegaron al límite del bosque y divisaron Mansura. La aldea estaba clavada en un pequeño valle, al pie de una vertiente pedregosa. Desde lo alto distinguieron la guarnición y cómo estaba dispuesta: barracas, campos de entrenamiento, caballerizas, rediles de elefantes. Rob y Mirdin tomaron nota de la situación de todos los efectivos y grabaron los datos en su memoria
Tanto la aldea como la guarnición estaban rodeadas por una única empalizada de troncos hincados en el suelo, muy juntos, con la parte de arriba afilada para dificultar la escalada.
Cuando se acercaron a la empalizada, Rob azuzó su asno con un palo, y luego, seguido por gritos y risas infantiles, lo guió rodeando la parte exterior de la empalizada mientras Mirdin hacía lo mismo en dirección contraria, como para cortar la retirada al animal aparentemente desmandado.
No había indicios de trampas para elefantes.
Ellos no se detuvieron; de inmediato giraron al oeste y no tardaron mucho en regresar al campamento.
El santo y seña del día era mahdi, que significa "salvador"; después de pasarlo ante tres líneas de centinelas, pudieron seguir a Khuff hasta la tienda del sha.
Alá arrugó la frente cuando se enteró de que había novecientos soldados, pues sus espías le habían hecho creer que Mansura no estaba tan bien defendida. Pero no se amilanó.
– Si logramos caer por sorpresa, todas las ventajas estarán de nuestro lado.
Mediante dibujos en la tierra, Rob y Mirdin indicaron los detalles de las fortificaciones y el emplazamiento de los rediles para elefantes, mientras el sha escuchaba con atención y formulaba mentalmente sus planes.
Los hombres habían pasado toda la mañana atendiendo los equipos, engrasando los arneses, afilando las hojas cortantes de sus armas.
Pusieron vino en los cubos de los elefantes.
– No mucho. Sólo lo suficiente para que se pongan de mal humor y estén dispuestos a luchar -aconsejó Harsha a Rob, que asintió maravillado-. Sólo se les da vino antes del combate.
Las bestias parecían comprender de qué se trataba. Se movían inquietas, y sus mahouts tenían que estar alerta mientras los soldados desempacaban las cotas de los elefantes, los cubrían con ellas y las ajustaban. Encajaron en sus colmillos espadas pesadas y especialmente largas, con encajes en lugar de empuñaduras. A la fuerza bruta que ya poseían se sumó así un elemento nuevo de eficacia mortífera.
Hubo un estallido de nerviosa actividad cuando Alá ordenó que se movilizara toda la partida. Bajaron por la Ruta de las Especias lentamente, muy lentamente, porque la regularidad era muy importante y Alá quería arribar a Mansura a la caída de la tarde. Nadie hablaba. Sólo se cruzaron con unos pocos desdichados, que de inmediato fueron aprehendidos, atados y custodiados por soldados de infantería para que no pudieran dar la alarma. Al llegar al lugar donde habían visto por ultima vez a los judíos de Ahwaz, Rob pensó que esos hombres estaban ocultos en las cercanías, escuchando el ruido de los cascos de los animales, las pisadas de los soldados de a pie y el suave cascabeleo de las cotas de malla de los elefantes.
Salieron del bosque cuando el crepúsculo empezaba a tender su manto sobre el mundo y, bajo la cobertura de las penumbras, Alá desplegó sus fuerzas en la cumbre de la colina. A cada elefante -sobre los que iban sentados cuatro arqueros espalda contra espalda- le seguían espadachines en camellos y equinos, y tras la caballería avanzaban los infantes armados con lanzas y cimitarras.
Dos elefantes que no tenían avíos de combate y sólo llevaban a sus mahouts, se apartaron a una señal. Los que estaban en lo alto de la colina los observaron descender lentamente en medio de la pacífica luz grisácea. Más allá, de un lado a otro de la aldea, llameaban los fuegos donde las mujeres preparaban la cena. Cuando los dos elefantes llegaron a la empalizada, bajaron la cabeza, como para embestir los troncos.