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A Harsha se le iluminaron los ojos.

– Sí, hakim.

A última hora de la tarde, Harsha entró en el Yehuddiyyeh y llamó a la puerta de Rob.

– Te siguió hasta tu casa, Hakim. Después que entraste, lo seguí hasta la mezquita del Viernes. Fui muy astuto, porque me mantuve invisible. Entró en casa del mullah con ese cadabi hecho jirones y poco después volvió a salir totalmente vestido de negro, y entró en la mezquita a tiempo para la última oración. Es un mullah, hakim.

Rob le dió las gracias, y Harsha se fue.

Estaba seguro de que el mullah había sido enviado por los cómplices de Qandrasseh. Sin duda había seguido a Karim cuando fue a reunirse con Ibn Sina y Rob, y luego vigiló para saber en qué medida este último estaba implicado con el probable futuro visir.

Tal vez llegaron a la conclusión de que era inofensivo, porque al día siguiente Rob observó atentamente y no vio a nadie que pudiera haberlo seguido y, por lo que supo, en los días posteriores nadie lo espió.

El frió persistía, pero se aproximaba la primavera. Sólo los picos de las montañas gris purpúreo estaban blancos de nieve, y en el jardín las ramas tiesas de los albaricoqueros se veían cubiertas de minúsculos brotes negros perfectamente redondos.

Una mañana, dos soldados fueron a buscar a Rob y lo llevaron a la Casa del Paraíso. En la sala del trono, de fría piedra, sufrían los rigores del clima pequeños grupos de cortesanos con los labios amoratados. Karim no se encontraba entre ellos. El sha estaba sentado ante la mesa de encima del brasero del que se elevaba calor. Acabado el ravi zemin, hizo señas a Rob para que se acercara, y la tibieza protegida por el pesado mantel de fieltro significó un verdadero placer. El juego del sha ya estaba dispuesto, y sin pronunciar palabra Alá hizo el primer movimiento.

– Ah, Dhimmi, te has convertido en un gato hambriento -dijo poco después.

Era verdad: Rob había aprendido a atacar.

El sha jugaba con el entrecejo fruncido y los ojos fijos en el tablero. Rob usó sus dos elefantes para debilitarlo y, rápidamente, comió un camello, un caballo con su jinete y tres soldados de infantería.

Los observadores seguían la partida en un absorto e inexpresivo silencio.

Sin duda, algunos estaban horrorizados y otros encantados de que un europeo no creyente estuviera en condiciones de medirse con el sha.

Pero el rey tenía amplia experiencia y era un general astuto. Precisamente cuando Rob empezaba a creerse un tipo listo y maestro de la estrategia, Alá, a costa de sacrificar algunas piezas, fue atrayendo a su oponente.

Empleó sus dos elefantes con más destreza de la que Aníbal había mostrado con sus treinta y siete, hasta que desaparecieron los elefantes y los jinetes de Rob. Pero este se debatió con tesón, rememorando todo cuanto le había enseñado Mirdin. Antes del shahtreng transcurrieron unos minutos que se hicieron muy largos. Cuando concluyó la partida, los cortesanos aplaudieron la victoria del rey, quien se dio el lujo de exteriorizar su gran satisfacción.

El sha se quitó del dedo un pesado anillo de oro macizo y se lo puso en la mano derecha a Rob.

– Hablemos del calaat. Tendrás una casa lo bastante grande como para organizar una recepción real.

"Con un harén, y Mary en él”, pensó Rob.

Los nobles aguzaron los oídos.

– Llevaré este anillo con orgullo y gratitud. En cuanto al calaat, soy dichoso con tu generosidad pasada y permaneceré en mi casa.

Su voz era respetuosa pero demasiado firme, y no desvió la mirada con suficiente rapidez en prueba de humildad. Y todos los presentes oyeron al Dhimmi decir esas cosas.

A la mañana siguiente, la noticia había llegado a oídos de Ibn Sina.

No en vano el médico jefe había sido dos veces visir. Tenía informantes en la corte y entre los sirvientes de la casa del Paraíso, y por varias fuentes se enteró de la estúpida imprudencia de su asistente. Como siempre en momentos de crisis, Ibn Sina se sentó a reflexionar.

Sabía que su presencia en la ciudad capital era una fuente de orgullo real, que permitía al sha compararse con los califas de Bagdad, como monarca protector de la cultura y patrocinador del saber. Pero Ibn sina conocía los límites de su influencia; una apelación directa no serviría para salvar a Jesse ben Benjamín.

A lo largo de toda su vida, Alá había soñado con ser uno de los grandes soberanos de la tierra, un rey de nombre imperecedero. Ahora hacía los preparativos para una guerra que podía llevarlo a la inmortalidad o al olvido, y en ese momento le resultaba imposible permitir que alguien obstruyera su voluntad.

Ibn Sina sabía que el rey mandaría matar a Jesse ben Benjamín.

Tal vez ya se había impartido la orden de que unos asaltantes no identificados cayeran sobre el joven hakim en la calle, o que unos soldados lo arrestaran, para ser juzgado y sentenciado por un tribunal islámico. Alá era políticamente hábil y usaría la ejecución del Dhimmi como mejor conviniera a sus propósitos.

Durante años, Ibn Sina había estudiado al sha Alá y comprendía cómo operaba su mente. Sabía lo que debía hacer.

Aquella mañana, en el maristán, reunió a su personal.

– Hemos sabido que en la ciudad de Idhaj hay una serie de pacientes demasiado enfermos para trasladarse al hospital -dijo, y era verdad-. Por lo tanto -se dirigió en particular a Jesse ben Benjamín-, debes cabalgar hasta Idhaj y montar allí un dispensario para el tratamiento de esa gente. Después de hablar sobre las hierbas y medicinas que debía llevar en un asno de carga, de los medicamentos que podían encontrarse en dicha Ciudad, y de las historias de algunos pacientes conocidos, Jesse se despidió y partió sin demora.

Idhaj estaba al sur, a tres días de lento e incómodo viaje, y el dispensario lo entretendría como mínimo tres días, lo que daría a Ibn Sina tiempo de sobra.

A la tarde siguiente, fue sólo al Yehuddiyyeh y enfiló directamente hacia la casa de su asistente.

La mujer abrió la puerta con el niño en brazos. Su cara mostró sorpresa y una leve confusion al ver al Príncipe de los Médicos en el umbral, pero en seguida se recuperó y lo hizo pasar con la cortesía debida. La casa era humilde pero estaba bien cuidada, y habían conseguido hacerla cómoda, colocando tapices en las paredes y extendiendo alfombras en el suelo de tierra apisonada. Con diligencia digna de elogio, Mary puso ante él una fuente de barro con pasteles de semillas dulces y un sherbet de agua de rosas aromatizadas con cardamomo.

Ibn Sina no había contado con las dificultades idiomáticas. Cuando intentó hablar con ella, comprendió de inmediato que sólo conocía unas cuantas palabras de parsi.

Su intención era hablar largamente y con persuasión; quería informarle de que al percatarse de las cualidades intelectuales y de la competencia de su marido, fue tras el joven y corpulento extranjero como un avaro tras un tesoro que codicia o como un hombre que desea a una mujer. Quería que el europeo se entregara a la medicina porque tenía claro que Dios había destinado a Jesse ben Benjamín a la curación.

– Será una luminaria. Está casi formado, pero aún es pronto, todavía no ha llegado. Todos los reyes están locos. Para el que tiene el poder absoluto, no es más difícil cobrarse una vida que otorgar un calaat. Pero si huyeseis ahora significaría un resentimiento para el resto de vuestra vida, porque ha llegado muy lejos y se ha atrevido a mucho. Sé que no es judío.

La mujer se sentó abrazando al niño y observando a Ibn Sina con creciente tension. Él intentó hablar hebreo sin alcanzar resultados, luego turco y árabe en rápida sucesión. Era filólogo y lingüista, pero conocía muy pocos idiomas europeos, pues sólo aprendía las lenguas útiles para la erudición. Hablaba en griego y tampoco obtuvo respuesta.

Entonces paso al latín y notó que ella movía ligeramente la cabeza y parpadeaba.

– Rex te venire ad se vult. Si non, maritus necabitur -Lo repitió-: El rey quiere que vayas con él. Si no lo haces, tu marido será asesinado.