Sabía que debía transmitir conocimientos y pericia, pues a él le habían sido transmitidas, pero Mirdin se había equivocado: Rob no quería hacerlo todo. No se imaginaba imitando a Ibn Sina. No tenía la ambición de ser filósofo, educador y teólogo, no necesitaba escribir ni predicar. Se sentía forzado a aprender e investigar para saber qué hacer en el momento de actuar. Para él, el reto se presentaba cada vez que retenía las manos de un paciente con la misma magia que había sentido por primera vez a los nueve años de edad.
Una mañana, un fabricante de tiendas beduino llevó a su hija Sitara al maristán. La muchacha estaba muy enferma, con náuseas y vómitos, y se retorcía a causa de los dolores en la parte inferior del lado derecho del vientre rígido. Rob sabía qué era, pero no tenía la menor idea de cómo se trataba la enfermedad del costado. La muchacha se quejaba y apenas podía contestar pero Rob la interrogó con todo detalle, tratando de aprender algo que le indicara el camino.
La purgó, le aplico paños calientes y compresas frías, y esa noche le habló a Mary de la beduina y le pidió que rezara por ella.
A Mary le entristeció pensar que una jovencita se viera aquejada de lo mismo que había matado a James Geikie Cullen. Entonces recordó que su padre yacía en una tumba que nadie visitaba, en el wadi Ahmad de Hamdhan.
A la mañana siguiente, Rob sangró a la beduina, le dio medicinas y hierbas, pero todo fue en vano. La notó febril, con los ojos vidriosos, y comenzó a decaer como una hoja después de la helada. Murió al tercer día.
Rob repasó todos los detalles de su corta vida con gran cuidado.
Había estado sana con anterioridad a una serie de dolorosos ataques que, finalmente, la mataron. Era una virgen de doce años que poco antes había comenzado a menstruar… ¿Qué tenía en común con aquel chiquillo que vio morir y con su suegro, un hombre de edad mediana? Rob no logró encontrar ninguna similitud.
No obstante, los tres habían muerto exactamente del mismo modo.
La brecha entre Alá y su visir, el imán Qandrasseh, se hizo pública, más pública si cabe, en la audiencia del sha. El imán estaba sentado en el trono más pequeño, a la diestra de Alá, como era costumbre, pero se dirigió a él con tan fría cortesía que el mensaje resultó claro para todos los asistentes Esa noche Rob fue a casa de Ibn Sina y jugaron al juego del sha. Era más una lección que una lid, como cuando un adulto juega con un niño. Aparentemente, Ibn Sina tenía pensada toda la partida por adelantado. Movía las piezas sin vacilaciones. Rob no pudo contenerlo, pero percibió la necesidad de planear con anticipación, y esa previsión se convirtió de inmediato en parte de su propia estrategia.
– En las calles y en las maidans se reúnen grupitos que cuchichean -dijo Rob.
– Se sienten preocupados y confundidos cuando los sacerdotes entran en colisión con el señor de la Casa del Paraíso, pues temen que la rencilla destruya el mundo. -Ibn Sina comió un rukh con su caballero-. Ya pasará. Siempre pasa y los bienaventurados sobrevivirán.
Jugaron un rato en silencio y luego Rob le habló de la muerte de la beduina, narró los síntomas y describió los otros dos casos de enfermedad abdominal que lo acosaban.
– Sitara era el nombre de mi madre. -Ibn Sina suspiró: no contaba con una explicación para la muerte de la adolescente-. Hay muchas respuestas que no nos han sido dadas.
– Y no nos serán dadas a menos que las busquemos -dijo lentamente Rob.
Ibn Sina se encogió de hombros y resolvió cambiar de tema, relatando novedades de la corte. Reveló que enviarían a la India una expedición real.
Esta vez no serían atacantes, sino mercaderes autorizados por el sha para comprar acero indio o el mineral de hierro de fundición, pues a Dhan Vangalil no le quedaba acero para fabricar las hojas azules estampadas que tanto valoraba Alá.
– Les ha dicho que no regresen sin una caravana de mineral de hierro o acero duro, aunque tengan que ir hasta el final de la Ruta de la Seda para conseguirlo.
– ¿Qué hay al final de la Ruta de la Seda? -preguntó Rob.
– Chung-Kuo. Un país inmenso.
– ¿Y más allá?
Ibn Sina se encogió de hombros.
– Agua. Océanos.
– Algunos viajeros me han dicho que el mundo es plano y está rodeado de fuego. Que sólo es posible aventurarse hasta antes de caer en ese fuego, que es el Infierno.
– Sandeces de los viajeros -rechazó Ibn Sina en tono desdeñoso-. No es verdad. Yo he leído que fuera del mundo habitado todo es sal y arena, como el Dasht-i-Kavir. También está escrito que gran parte del mundo es de hielo. -Observó pensativo a Rob-. ¿Qué hay más allá de tu país?
– Mi país es una isla. Más allá hay un mar y después está Dinamarca, la tierra de los nórdicos, de donde es originario nuestro rey. Más allá de eso, se dice hay una tierra de hielos.
– Y si uno va al norte desde Persia, más allá de Ghazna esta la tierra del Rus… y después una tierra de hielos. Sí, creo que es verdad que gran parte del mundo está cubierta de hielo -conjeturó Ibn Sina-. Pero no hay un fiero infierno en los bordes, porque los hombres de pensamiento siempre han sabido que la tierra es esférica como una ciruela. Tú has viajado por mar. Al avistar un barco a la distancia, lo primero que se ve en el horizonte es el extremo del mástil, y luego cada vez más partes del cuerpo de la embarcación, a medida que navega sobre la superficie curva del mundo.
Liquidó a Rob en el tablero capturándole el rey, casi distraído, y luego pidió a un esclavo que les llevara vino y un cuenco con pistachos.
– ¿No recuerdas al astrónomo Ptolomeo?
Rob sonrió; sólo había estudiado los rudimentos de astronomía necesarios para satisfacer los requisitos de la madraza.
– Un griego antiguo que redactó sus escritos en Egipto.
– Exactamente. Escribió que el mundo es esférico y está suspendido bajo el firmamento cóncavo, ocupando el centro del universo. A su alrededor giran el Sol y la Luna, creando la noche y el día.
– Este mundo como una bola, con su superficie de mar y tierra, montañas y ríos y bosques y desiertos y lugares con hielo… ¿es hueco o macizo? Y si es macizo, ¿cuál es la naturaleza de su interior?
El anciano sonrió y se encogió de hombros; ahora estaba en su elemento y disfrutaba.
– No podemos saberlo. La tierra es enorme, como tú muy bien puedes comprender, ya que has cabalgado y andado un vasto fragmento. Y nosotros sólo somos seres diminutos que no podemos ahondar lo suficiente para responder a semejante pregunta.
– Pero si pudieras asomarte al centro de la tierra, ¿lo harías?
– ¡Naturalmente!
– Sin embargo, puedes asomarte al interior del cuerpo humano y no lo haces.
A Ibn Sina se le borró la sonrisa.
– La humanidad está muy cerca del salvajismo y tiene que regirse por normas. De lo contrario, nos hundiríamos en nuestra propia naturaleza animal y pereceríamos. Una de nuestras reglas prohíbe la mutilación de los muertos, a quienes un día el Profeta rescatará de sus sepulcros.
– ¿Por qué la gente sufre la enfermedad abdominal?
Ibn Sina se encogió de hombros.
– Abre la barriga de un cerdo y estudia el enigma. Los órganos del cerdo son idénticos a los del hombre.
– ¿Estás seguro, maestro?
– Sí. Así consta por escrito desde los tiempos de Galeno, cuyos colegas griegos no le permitieron abrir seres humanos. Los judíos y los cristianos se guían por una prohibición similar. Todos los hombres abominan la disección. -Ibn Sina lo miró con tierna inquietud-. Has tenido que superar muchas cosas para hacerte médico. Pero debes practicar la cura de las enfermedades dentro de las reglas de la religión y de la voluntad general de los hombres. Si no lo haces, su poder te destruirá -concluyó el maestro.