Rob inició el regreso a casa contemplando el cielo hasta que los puntos de luz comenzaron a nadar ante sus ojos. De los planetas, sólo distinguió la Luna y Saturno, y un brillo que podía ser Júpiter, porque derramaba un resplandor estable en medio del parpadeo de las estrellas.
Comprendió que Ibn Sina no era un semidiós. El Príncipe de los Médicos era, sencillamente, un erudito anciano atrapado entre la medicina y la fe en la que lo habían criado. Rob le amaba más aún por sus limitaciones humanas, pero experimentó cierta sensación de ser engañado, como un niño pequeño que nota las fragilidades de su padre.
En el Yehuddiyyeh y en su casa, mientras se ocupaba de las necesidades del caballo castaño, seguía meditando. Mary y el niño estaban dormidos, Rob se desnudó con mucho cuidado. Luego se acostó y permaneció despierto, pensando en qué provocaba la enfermedad del abdomen.
En mitad de la noche Mary despertó repentinamente y salió corriendo.
Una vez fuera, vomitó. Estaba mareada. Rob la siguió. Obsesionado por la enfermedad que se había llevado a James Cullen, recordó que los vómitos eran la primera señal. Aunque ella protestó, Rob la examinó cuando volvieron a entrar en la casa, pero el abdomen estaba blando y Mary no tenía fiebre.
Finalmente, retornaron al jergón.
– ¡Rob! -gritó súbitamente Mary-. ¡Mi Rob!
Emitió un gritó desesperado, como si acabara de despertar de una pesadilla.
– Calla, que despertarás al niño -murmuró Rob.
Estaba sorprendido, porque no sabía que Mary tuviera pesadillas. Le acarició la cabeza y la consoló; ella, por su parte, lo abrazó con fuerza desesperada.
– Mary, estoy aquí. Aquí estoy, amor mío.
Le dijo palabras suaves y tranquilizadoras hasta que se calmó, ternuras en inglés, en persa y en la Lengua. Poco después empezó de nuevo, pero tocó la cara de Rob, suspiró y lo acunó entre sus brazos. Rob apoyó la mejilla en el pecho de su mujer hasta que el dulce y lento palpitar de su corazón le permitió descansar.
El cálido sol arrancaba pálidos brotes verdes de la tierra mientras la primavera emergía en Ispahán. Los pájaros cruzaban los aires llevando paja y ramitas en el pico para construir sus nidos, y las aguas manaban de los arroyos y los wadis hacia el Río de la Vida, que bramaba al tiempo que su cauce crecía. Rob tenía la impresión de haber cogido las manos de la tierra entre las suyas y sentía la naturaleza sin límites, la vitalidad eterna. Y entre otras pruebas de fertilidad, estaba la de Mary. Las náuseas persistían y esta vez no necesitaron que Fara les dijera que estaba embarazada. Rob estaba encantado, pero Mary se mostraba taciturna y muy irritable. Él pasaba más tiempo que nunca con su hijo. La carita de Rob J. se iluminaba cuando lo veía. El bebe balbuceaba y meneaba el trasero como un cachorro que mueve el rabo.
Rob le enseñó a tironear alegremente de su padre.
– Tira de la barba a papá -decía, orgulloso por la fuerza del tirón.
– Tira de las orejas a papá.
– Tira de la nariz a papá.
La misma semana que dio sus primeros pasos indecisos e inestables, empezó a hablar. No es extraño que su primera palabra fuera "papá". El sonido que emitió la criatura para dirigirse a él lo inundó de tal amor reverencial, que apenas podía creer en su buena fortuna.
Una tarde templada convenció a Mary de que fuera andando con él, que llevaría en brazos a Rob J., hasta el mercado armenio. Una vez allí bajó al bebé cerca del almacén de cueros para que diera varios pasos temblorosos hacia Prisca. La antigua ama de cría dio gritos de deleite y cogió al niño en sus brazos.
Camino de casa a través del Yehuddiyyeh, sonreían y saludaban a uno y a otro, pues aunque ninguna mujer se había encariñado con Mary desde la partida de Fara, ya nadie maldecía a la Otra europea, y los judíos del barrio se habían acostumbrado a su presencia.
Más tarde, mientras Mary preparaba el pilah y Rob podaba uno de los albaricoqueros, las dos hijas pequeñas de Mica Halevi el Panadero salieron corriendo de la casa de al lado y fueron a jugar con su hijo en el jardín. Rob estaba encantado con sus grititos y sus tonterías infantiles.
Había gente peor que los judíos del Yehuddiyyeh, se dijo, y lugares peores que Ispahán.
Un día, al enterarse de que al-Juzjani daría una clase con la disección de un cerdo, Rob se ofreció voluntariamente a asistirlo. El animal en cuestión resultó ser un jabalí robusto, con colmillos tan feroces como los de un elefante pequeño, malignos ojos porcinos, un cuerpo largo cubierto de gruesa cerdas grises, y un robusto cipote peludo. El cerdo había muerto aproximadamente veinticuatro horas atrás, pero siempre lo habían alimentado con granos y el olor predominante, al abrirle el estomago, era de una fermentación como la de la cerveza, ligeramente acre. Rob había aprendido que esos olores no eran malos ni buenos: todos resultaban interesantes, pues cada uno contenía una historia. Pero ni su nariz, ni sus ojos, ni sus manos exploradoras le enseñaron algo acerca de la enfermedad abdominal mientras registraba la panza y la tripa en busca de señales. Al-Juzjani, más interesado en dar su clase que en permitir a Rob el acceso al cerdo, se sintió justificadamente irritado por la cantidad de tiempo que pasó toqueteándolo.
Después de la clase, y sin saber más que antes, Rob fue al encuentro de Ibn Sina en el maristán. Le bastó un vistazo al médico jefe para saber que algo funesto había ocurrido.
– Mi Despina y Karim Harun. Han sido arrestados.
– Siéntate, maestro, y tranquilízate -le aconsejó Rob amablemente, al ver que Ibn Sina se estremecía, y estaba desorientado y envejecido.
Se habían confirmado los peores temores de Rob. Pero se obligó él mismo a hacer las preguntas necesarias y no se asombró al saber que estaban acusados de adulterio y fornicación.
Aquella mañana los agentes de Qandrasseh habían seguido a Karim a la casa de Ibn Sina. Mullahs y soldados irrumpieron en la torre de piedra y hallaron a los amantes.
– ¿Y el eunuco?
En un abrir y cerrar de ojos, Ibn Sina lo miró y Rob se detestó a si mismo, consciente de todo lo que ponía de relieve su pregunta. Pero Ibn Sina se limitó a menear la cabeza.
– Wasif está muerto. Si no lo hubieran matado a mansalva, no habría entrado en la torre.
– ¿Cómo podemos ayudar a Karim y a Despina?
– Sólo el sha Alá puede ayudarlos -dijo Ibn Sina-. Debemos pedírselo.
Cuando Rob e Ibn Sina cabalgaron por las calles de Ispahán, la gente desviaba la mirada, pues no querían avergonzar a Ibn Sina con su compasión.
En la Casa del Paraíso fueron recibidos por el capitán de las Puertas con la cortesía correspondiente al Príncipe de los Médicos, pero los llevaron a una antesala y no a la presencia del sha.
Farhad los dejó y volvió al instante para decirles que el rey lamentaba no poder perder un minuto con ellos ese día.
– Esperaremos -respondió Ibn Sina-. Tal vez se presente la oportunidad.
A Farhad le gustaba ver caídos a los poderosos: sonrió a Rob al inclinar la cabeza. Aguardaron toda la tarde y luego Rob llevó a Ibn Sina a casa.
Volvieron a la mañana siguiente. Una vez más, Farhad les dispensó toda su cortesía. Los condujo a la misma antesala y allí los dejó languidecer, aunque era evidente que el sha no los recibiría.
No obstante, esperaron.
Ibn Sina rara vez hablaba. En un momento dado suspiró.
– Siempre ha sido como una hija para mí -dijo.
Y un rato más tarde:
– Para el sha es más fácil encajar el golpe de audacia de Qandrassed como una pequeña derrota antes que desafiarlo.
Pasaron el segundo día sentados en la Casa del Paraíso. Gradualmente, comprendieron que a pesar de la eminencia del Príncipe de los Médicos y de que Karim era el predilecto de Alá, este no movería un dedo.
– Está dispuesto a entregarlo a Qandrasseh -dijo Rob, alicaído-. Como si fuera una partida del juego del sha en la que Karim es una pieza que no mereciera una lágrima.