“Diez años más tarde murió de fiebre de los pantanos, pero Alejandría ya era un centro de la cultura griega. Con el desmembramiento del imperio alejandrino, Egipto y la nueva ciudad cayeron en manos de Ptolomeo de Macedonia, uno de los más sabios entre los allegados de Alejandro. Ptolomeo creo el Museo de Alejandría, la primera universidad del mundo, y la gran Biblioteca de Alejandría. Todas las ramas del conocimiento prosperaron, pero la escuela de medicina atrajo a los estudiantes más prometedores del mundo entero. Por primera y única vez en la larga historia del hombre, la anatomía se convertía en la piedra angular de la ciencia, y durante los trescientos años siguientes se practicó a gran escala la disección del cuerpo humano.
Rob se inclinó hacia delante, ansioso.
– Entonces, ¿es posible leer sus descripciones de las enfermedades que afectan a los órganos internos?
Yussuf meneó la cabeza.
– Los libros de tan magnífica biblioteca se perdieron cuando las legiones de Julio Cesar saquearon Alejandría treinta años antes del inicio de la era cristiana. Los romanos destruyeron casi todos los escritos de los médicos alejandrinos. Celso reunió lo poco que quedaba e intentó conservarlo en una obra titulada De medicina, pero sólo hay una breve mención de la destemplanza asentada en el intestino grueso, que afecta principalmente la parte donde menciona que estaba el ciego, acompañada por una violenta inflamación y vehementes dolores, en especial del lado derecho.
Rob refunfuñó, decepcionado.
– Conozco la cita. Ibn Sina la menciona en sus clases.
Yussuf se encogió de hombros.
– De modo que mi exploración del pasado te deja exactamente donde estabas. Las descripciones que buscas no existen.
Rob asintió, melancólico.
– ¿Por qué el único momento fugaz de la historia en que los médicos abrieron seres humanos fue el de los griegos?
– Porque ellos no tenían la ventaja de un solo Dios fuerte que les prohibiera profanar la obra de Su creación. Contaban en cambio con un hato de fornicadores, ese puñado de dioses y diosas débiles y pendencieros. -El bibliotecario escupió pepitas de dátiles en su palma ahuecada y sonrió dulcemente-. Podían disecar porque, al fin y al cabo, sólo eran bárbaros, hakim.
DOS RECIÉN LLEGADOS
Su embarazo estaba demasiado avanzado para permitirle montar, pero Mary iba a pie a comprar los productos alimenticios necesarios para su familia, llevando el burro cargado con las compras y con Rob J., que iba en un sillín en forma de cabestro a lomos del animal. La carga de su hijo no nacido la cansaba y le producía molestias en la espalda mientras se movía de un mercado a otro. Como hacia normalmente cuando iba al mercado armenio, se detuvo en el almacén de cueros para compartir con Prisca un sherhet y un trozo de delgado pan persa, caliente.
Prisca siempre se alegraba de ver a su antigua patrona y al bebé que había amamantado, pero ese día se mostró especialmente locuaz. Mary había hecho esfuerzos por aprender el persa, pero sólo entendió unas pocas palabras: Extranjero. De lejos. Como el Hakim. Como tú. Sin entenderse y mutuamente frustradas, las dos mujeres se separaron, y esa noche Mary estaba irritada cuando informó a su marido.
Rob sabía lo que había intentado decirle Prisca, porque el rumor llegó rápidamente al maristán.
– Ha llegado un europeo a Ispahán.
– ¿De qué país?
– De Inglaterra. Es un mercader.
– ¿Un inglés? -Mary fijó la mirada en el vacío. Tenía el rostro ruborizado y Rob notó interés y exaltación en sus ojos y en la forma en que inadvertidamente apoyó la mano en el pecho-. ¿Por qué no fuiste a verlo de inmediato?
– Mary…
– ¡Tienes que ir! ¿Sabes dónde se aloja?
– Está en el barrio armenio, por eso Prisca oyó hablar de él. Dicen que al principio sólo aceptó convivir entre cristianos -explicó Rob sonriendo-, pero en cuanto vio los cuchitriles en que viven los pocos y pobres cristianos armenios del lugar, se apresuró a alquilarle una casa en mejores condiciones a un musulmán.
– Tienes que escribirle un mensaje. Invítalo a cenar.
– Ni siquiera sé cómo se llama.
– Y eso ¿qué importa? Llama a un mensajero. Cualquier vecino del barrio armenio lo orientará. ¡Rob! ¡Traerá noticias!
Lo último que deseaba Rob era el peligroso contacto con un inglés cristiano. Pero sabía que no podía negarle a Mary la oportunidad de oírle hablar de lugares más entrañables para ella que Persia, de modo que se sentó y escribió una carta.
– Soy Bostock. Charles Bostock.
De un solo vistazo, Rob recordó la primera vez que regresó a Londres después de hacerse ayudante de cirujano barbero, él y Barber cabalgaron dos días bajo la protección de la larga fila de caballos de carga de Bostock, que acarreaban sal de las salinas de Arundel. En el campamento, Rob y su amo habían hecho malabarismos y el mercader le regaló dos peniques para que los gastara en Londres.
– Jesse ben Benjamín, médico del lugar.
– Su invitación estaba escrita en inglés y veo que habla mi idioma.
La respuesta sólo podía ser la que Rob había difundido en Ispahán.
– Me crié en la ciudad de Leeds.
Estaba más divertido que preocupado. Habían transcurrido catorce años. El cachorro que había sido estaba transformado en un perro grandote, se dijo, y no era probable que Bostock relacionara al chico de los juegos malabares con el altísimo médico judío a cuyo hogar persa había sido invitado.
– Y ésta es mi esposa, Mary, una escocesa de la campiña norteña.
– Señora…
A Mary le habría encantado ponerse sus mejores galas, pero el protuberante vientre le impedía lucir su vestido azul y llevaba uno muy holgado, que parecía una tienda. Su cabellera roja, bien cepillada, brillaba esplendorosamente. Se había puesto una cinta bordada, y entre sus cejas colgaba su única joya, un pequeño colgante de aljófares.
Bostock todavía llevaba el pelo largo echado hacia atrás, con lazos y cintas, aunque ahora era más canoso que rubio. El traje de terciopelo rojo que vestía adornado con bordados, abrigaba en exceso para el clima reinante y resultaba ostentoso. Nunca unos ojos fueron tan calculadores, pensó Rob, considerando el valor de cada animal, de la casa, de sus vestimentas y de sus muebles. Y evaluó con una mezcla de curiosidad y disgusto la vergonzosa unión de aquella pareja mixta -el judío moreno y barbado, la esposa pelirroja, de rasgos celtas, tan adelantada en su embarazo, de la que el bebé dormido era una prueba concluyente.
Pese a su inocultable disgusto, el visitante anhelaba hablar su idioma tanto como ellos, y en breve los tres estaban conversando. Rob y Mary no podían contenerse y lo abrumaron a preguntas:
– ¿Tiene noticias de las tierras escocesas?
– ¿Corrían buenos o malos tiempos cuando partiste de Londres?
– ¿Reinaba la paz?
– ¿Canuto seguía siendo rey?
Bostock debió darles todo tipo de informaciones para compensar la cena, aunque las últimas noticias eran de casi dos años atrás. Nada sabía de las tierras escocesas ni del norte de Inglaterra. Los tiempos eran prósperos y Londres crecía en paz, cada año con más viviendas y con más barcos, dejando pequeñas las instalaciones del Támesis. Dos meses antes de abandonar Inglaterra, les informó, había muerto el rey Canuto de muerte natural, y el día que llegó a Calais se enteró del fallecimiento de Roberto I, duque de Normandía.
– Ahora gobiernan unos bastardos a ambos lados del Canal. En Normandía el hijo ilegítimo de Roberto, Guillermo, y aunque todavía es un niño, se ha convertido en duque de Normandía con el apoyo de los amigos y parientes de su difunto padre.
“En Inglaterra, la sucesión correspondía por derecho a Hardeknud, el hijo de Canuto y la reina Emma, pero durante años ha llevado la vida de un extranjero en Dinamarca, de modo que el trono le ha sido usurpado por su medio hermano más joven que él. Haroldo Pie de Liebre, a quien Canuto ha reconocido como hijo ilegítimo habido de su unión con una desconocida de Northampton, llamada Aelfgifu, es ahora rey de Inglaterra.