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– ¿Y dónde están Eduardo y Alfredo, los dos príncipes que tuvo Emma con el rey Ethelred antes de su matrimonio con el rey Canuto? -quiso saber Rob.

– En Normandía, bajo la protección de la corte del duque Guillermo, y cabe presumir que miran con gran interés al otro lado del Canal -respondió Bostock.

Hambrientos como estaban por las noticias de su tierra, los olores de los platos preparados por Mary también los volvieron hambrientos de comida, y los ojos del mercader se ablandaron al ver lo que había cocinado en su honor.

Un par de faisanes, bien aceitados y generosamente rociados, rellenos al estilo persa con arroz y uvas, todo cocido en una cacerola a fuego lento durante largo tiempo. Ensalada de verano. Melones dulcísimos. Una tarta de albaricoques y miel. Y, no menos importante, una bota con buen vino rosado, caro y conseguido con grandes riesgos. Mary había ido con Rob al mercado judío, donde al principió el vendedor negó vehementemente que tuviese ninguna bebida alcohólica, mirando temeroso a su alrededor para comprobar si alguien había escuchado el pedido. Después de muchos ruegos y de ofrecerle el triple del precio corriente, apareció un odre de vino en medio de un saco de granos, que Mary llevó oculto de la vista de los mullahs en el sillín en que reposaba su hijo dormido.

Bostock se consagró a la comida, pero poco después, tras un gran eructo, declaró que al cabo de unos días reemprendería el camino a Europa.

– Al llegar a Constantinopla por asuntos eclesiásticos, no pude resistir a la tentación de continuar hacia el este. ¿Sabéis que el rey de Inglaterra dará un titulo nobiliario a cualquier mercader-aventurero que se atreva a hacer tres viajes para abrir mercados extranjeros al comerció inglés? Bien, eso es verdad, y es un buen sistema para que un hombre libre alcance un rango nobiliario y, al mismo tiempo, saque jugosos beneficios. "Sedas", pensé. Si pudiera seguir la Ruta de la Seda, volvería con un cargamento que me permitiría comprar todo Londres. Me alegré de llegar a Persia, donde en lugar de sedas he adquirido alfombras y finos tejidos. Pero nunca volveré aquí, pues el beneficio será escaso… Tengo que pagar a un pequeño ejército para poder volver a Inglaterra.

Cuando Rob trató de encontrar similitudes en sus rutas de viaje al este, Bostock le informó que él había ido en primer lugar a Roma.

– Combiné los negocios con un recado de Ethelnoth, el arzobispo de Canterbury. En el Palacio de Letrán, el Papa Benedicto IX me prometió amplias recompensas por expediciones in terra et man y me ordenó, en nombre de Jesucristo, que hiciera mi trayecto de mercader vía Constantinopla y entregara allí unas cartas papales al Patriarca Alejo.

– ¡Un legado papal! -exclamó Mary.

"No tan legado como recadero", conjeturó socarronamente Rob, aunque era evidente que Bostock gozaba de toda la admiración de Mary.

– Durante seiscientos años, la Iglesia oriental ha disputado con la occidental -dijo el mercader, dándose importancia-. En Constantinopla consideran a Alejo un igual del Papa, para gran disgusto de la Santa Roma. Los condenados sacerdotes barbudos del Patriarca se casan… ¡Se casan! No rezan a Jesús y a María, ni tratan con suficiente respeto a la Trinidad. Así es como van y vienen cartas de protesta.

La jarra estaba vacía, y Rob la llevó a la habitación contigua para rellenarla con vino del odre.

– ¿Eres cristiana?

– Lo soy -dijo Mary.

– Entonces, ¿cómo has llegado a unirte con ese judío? ¿Te secuestraron los piratas o los musulmanes y te vendieron a él?

– Soy su esposa -dijo ella con toda claridad.

En la otra habitación, Rob abandonó la tarea de rellenar la jarra y prestó atención, con los labios apretados en una apenada mueca. Tan intenso era el desdén de Bostock por él, que ni siquiera se molestó en bajar la voz.

– Podría acomodaros en mi caravana a ti y al niño. Irías en una camilla con porteadores hasta después de dar a luz y poder montar en un caballo.

– No existe la menor posibilidad, señor Bostock. Yo soy de mi marido felizmente y por acuerdo mutuo -replicó Mary, aunque le dio las gracias con frialdad.

Bostock respondió con grave cortesía que estaba cumpliendo con su deber de cristiano, que eso era lo que desearía que otro hombre ofreciera a su propia hija si, Jesús no lo permita, se encontrara en circunstancias similares. Rob Cole volvió con ganas de darle una paliza a Bostock, pero Jesse ben Benjamín se comportó con hospitalidad oriental y sirvió vino a su invitado en lugar de retorcerle el pescuezo. La conversación, sin embargo, se resintió y, a partir de ese momento, fue escasa. El mercader inglés partió casi inmediatamente después de comer, y Rob y Mary quedaron solos.

Cada uno estaba sumido en sus propios pensamientos mientras recogían las sobras de la comida.

Por último, Mary dijo:

– ¿Alguna vez volveremos?

Rob se quedo atónito.

– Claro que volveremos.

– ¿Bostock no era mi única oportunidad?

– Te lo prometo.

A Mary le brillaron los ojos.

– Tiene razón en contratar un ejército para que lo proteja. El viaje es tan peligroso… ¿Cómo podrán viajar tan lejos y sobrevivir dos niños?

Era una exageración, pero Rob la abrazó tiernamente.

– Al llegar a Constantinopla seremos cristianos y nos sumaremos a una caravana fuerte.

– ¿Y entre Ispahán y Constantinopla?

– He aprendido el secreto mientras viajaba hacia esta ciudad. -La ayudó a acomodarse en el jergón. Ahora a Mary le resultaba difícil porque en cualquier posición que se tumbara, en seguida le dolía alguna parte del cuerpo. Rob la retuvo entre sus brazos y le acarició la cabeza, hablándole como si le contara una historia reconfortante a un niño-. Entre Ispahán y Constantinopla seguiré siendo Jesse ben Benjamín. Y nos atenderán en una aldea judía tras otra, nos alimentarán, cuidarán y guiarán, como quien cruza una corriente peligrosa pasando de una roca segura a otra roca segura.

Le tocó la cara. Apoyó la palma de la mano en el enorme vientre tibio, palpó los movimientos del niño no nacido y se sintió inundado de compasión y gratitud. Así ocurrirán las cosas, se repitió a sí mismo. Pero no podía decirle cuándo ocurrirían.

Rob se había acostumbrado a dormir con el cuerpo acurrucado alrededor de la dilatada dureza de la barriga de Mary, pero una noche despertó al sentir una humedad cálida, y en cuanto se espabiló se vistió deprisa y salió corriendo en busca de Nitka la Partera. Aunque la mujer estaba habituada a que llamaran a su puerta mientras todo el mundo dormía, apareció irritada e irascible, le dijo que se callara y tuviera paciencia.

– Ha roto aguas.

– Está bien, está bien -refunfuñó la comadrona.

En breve salieron en caravana por la calle a oscuras; Rob encabezaba la marcha con una antorcha, seguido por Nitka con un gran saco lleno de trapos limpios, y cerraban la marcha sus dos robustos hijos, protestando y resollando bajo el peso del sillón de partos.

Chofni y Shemuel dejaron la silla junto a la lumbre, como si fuera un trono, y Nitka ordenó a Rob que encendiera el fuego, porque en plena noche el aire era fresco. Mary se acomodó en el sillón como una reina desnuda.

Los hijos de Nitka se marcharon, llevándose a Rob J. para cuidarlo mientras su madre daba a luz. En el Yehuddiyyeh los vecinos se ayudaban así, aunque en este caso se trataba de una goya.

Mary perdió su porte regio con el primer dolor y su ronco grito espantó a Rob. El sillón era resistente, de modo que podía soportar sacudidas y revolcones, por lo que Nitka se dedicó a la tarea de plegar y apilar los trapos obviamente sin sufrir la menor perturbación mientras Mary se agarraba a los brazos del sillón y sollozaba.