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Todo el tiempo le temblaban las piernas, pero durante los terribles espasmos daba sacudidas y puntapiés. Después del tercero, Rob se puso detrás de ella y le apoyó los hombros contra el respaldo del asiento. Mary mostraba los dientes y bramaba como un lobo; él no se habría sorprendido si lo hubiese mordido o si hubiera aullado.

Había amputado miembros y estaba familiarizado con todas las enfermedades, pero ahora sintió que la sangre dejaba de circular por su cabeza. La comadrona lo miró duramente y apretó un trozo de carne del brazo de Rob entre sus dedos nervudos. El doloroso pellizco le hizo recuperar el sentido y no quedó deshonrado.

– Fuera -dijo Nitka-. ¡Fuera de aquí!

Rob salió al jardín y permaneció en la oscuridad, atento a los sonidos que lo siguieron fuera de la casa. La noche era fresca y serena; pensó fugazmente en que salían víboras de la pared de piedra y decidió que le daba igual. Perdió la noción del tiempo, pero finalmente comprendió que debía atender el fuego y volvió a entrar para avivarlo.

Miró a Mary y vio que tenía las rodillas muy separadas.

– Ahora debes ayudar -le ordenó Nitka seriamente-. Haz fuerza amiga mía. ¡Fuerte! ¡Trabaja!

Transfigurado, Rob vio aparecer la coronilla del bebé entre los muslos de su mujer, como la tonsura roja y húmeda de un monje, y otra vez se escabulló al jardín. Allí permaneció largo rato, hasta que oyó el débil vagido. Entró y vio al recién nacido.

– Otro varón -informó enérgicamente Nitka mientras limpiaba la mucosidad de la diminuta boca con la yema de su dedo índice.

El ombligo grueso y viscoso se veía azul bajo la tenue luz del alba.

– Fue mucho más fácil que la primera vez -reconoció Mary.

Nitka limpió y la animó, y entregó a Rob la placenta para que la enterrara en el jardín. La comadrona aceptó su pago generoso con un asentimiento de satisfacción y volvió a su casa.

Cuando quedaron solos en el dormitorio se abrazaron; minutos después, Mary pidió agua y bautizó al niño con el nombre de Thomas Scott Cole. Rob lo alzó y lo examinó: ligeramente más pequeño que su hermano mayor, pero no canijo. Un varón fuerte y rubicundo, con redondos ojos pardos y una pelusa oscura en la que ya apuntaban los reflejos rojizos de la cabellera de su madre. Rob pensó que en los ojos y en la forma de la cabeza, la boca amplia y los deditos largos y estrechos, su nuevo hijo se parecía mucho a sus hermanos William Stewart y Jonathan Carter de recién nacidos.

– Siempre es fácil distinguir a un bebé Cole -le dijo a Mary.

EL DIAGNÓSTICO

Qasim llevaba dos meses cuidando muertos cuando volvió a sentir dolores en el abdomen.

– ¿Cómo es el dolor? -preguntó Rob.

– Malo, Hakim.

Pero, evidentemente, no tan malo como la primera vez.

– ¿Es un dolor sordo y agudo?

– Es como si un animal viviera en mi interior y me clavara las garras, retorciendo y tironeando.

El antiguo boyero logró aterrorizarse a sí mismo. miró implorante a Rob para que lo tranquilizara. No estaba calenturiento como durante el ataque que lo había llevado al maristán, ni tenía el abdomen rígido. Rob le prescribió frecuentes dosis de una infusión de miel y vino, a la que Qasim se aficionó con gran entusiasmo, pues era bebedor y para él resultaba una auténtica odisea la forzada abstinencia religiosa.

Qasim pasó varias semanas agradables, ligeramente ebrio mientras holgazaneaba por el hospital, intercambiando puntos de vista y opiniones. Pululaban las comidillas. La última novedad era que el imán Qandrasseh había abandonado la ciudad, pese a su obvia victoria política y táctica sobre el sha.

Se rumoreaba que Qandrasseh se había ido con los seljucíes, y que cuando retornara lo haría con un ejército atacante para deponer a Alá y sentar en el trono de Persia a un religioso islámico estricto ¿él mismo, quizá?.

Entretanto, nada cambió: parejas de sombríos mullahs continuaban patrullando las calles porque el taimado y anciano imán había dejado a su discípulo Musa Ibn Abbas como defensor de la religión en Ispahán.

El sha permanecía en la Casa del Paraíso, como si estuviera oculto. No celebraba audiencias. Rob no había sabido de él desde la ejecución de Karim. No le ordenaron comparecer en ninguna recepción, cacería ni juegos, ni le invitaron a la corte. Si era necesario un médico en la Casa del Paraíso e Ibn Sina estaba indispuesto, llamaban a al-Juzjani o a otro, pero nunca a Rob.

Sin embargo, el sha envió un regalo a su nuevo hijo.

El obsequió llegó después del bautizo hebreo del bebé. Esta vez Rob había aprendido lo suficiente para invitar personalmente a los vecinos. Reb Asher Jacobi, el mohel, rogó que el niño creciera vigoroso para llevar una vida de buenas obras, y cortó el prepucio. Dieron a chupar al bebé un paño empapado en vino para aquietar su aullido de dolor, y Reb Asher declaró en la Lengua que era Tam, hijo de Jesse.

Alá no había enviado ningún regalo cuando nació el pequeño Rob J., pero ahora hizo llegar una pequeña alfombra de lana azul claro entretejida con lustrosas hebras de seda del mismo tono y, grabado en azul más oscuro, el sello de la dinastía real Samani.

A Rob le pareció una alfombrilla muy elegante, y la habría puesto en el suelo, junto a la cuna, de no haber sido porque Mary, muy quisquillosa desde su nacimiento, dijo que no quería verla allí. Compró un cofre de madera de sándalo que la protegería de las polillas, y lo arrinconó.

Rob participó en una junta examinadora. Sabía que estaba allí en ausencia de Ibn Sina y le avergonzaba pensar que alguien pudiera considerarlo tan presumido como para creerse en condiciones de ocupar el lugar del Príncipe de los Médicos.

Pero no podía rehuir el compromiso, e hizo las cosas lo mejor que pudo.

Se preparó como si fuera un candidato y no un examinador. Formuló preguntas muy meditadas, no con la intención de hacerle pasar apuros a un candidato, sino para que pusiera de manifiesto sus conocimientos. Escuchó atentamente todas las respuestas. La junta examinó a cuatro candidatos y aprobó a tres médicos. Se plantearon dificultades con el cuarto. Gabri Beid hawi había sido aprendiz durante cinco años. Ya había fracasado en dos exámenes, pero su padre era un hombre rico y poderoso, que lisonjeó y engatusó al hadji Davout Hosein, el administrador de la madraza, quien solicitó personalmente que volvieran a examinar a Beidhawi.

Rob había sido compañero de Beidhawi y sabía que era un golfo, insensible y descuidado en el tratamiento de los pacientes. En el tercer examen demostró su pésima preparación. Rob sabía qué habría hecho Ibn Sina.

– Rechazo al candidato -dijo firmemente y sin el menor pesar.

Los otros examinadores se apresuraron a mostrar su acuerdo y se levantó la sesión. Unos días después de los exámenes, Ibn Sina se presentó en el maristán.

– ¡Dichoso regreso, maestro! -le saludó Rob afectuosamente.

Ibn Sina meneó la cabeza.

– No he regresado.

Parecía fatigado y vencido, e informó a Rob de que había ido porque deseaba que al-Juzjani y Jesse ben Benjamín le hicieran una evaluación.

Se sentaron con él en un consultorio y hablaron, compilando la historia de su malestar, tal como él les había enseñado a hacer.

Se había quedado en casa con la esperanza de volver en breve a sus obligaciones, les dijo. Pero no se había recuperado del doble choque de haber perdido primero a Reza y después a Despina. Su aspecto había desmejorado y se sentía mal.

Había experimentado lasitud y debilidad, con dificultades para hacer el esfuerzo necesario que requerían las tareas más sencillas. Al principio, atribuyó sus síntomas a una melancolía aguda.

– Porque todos sabemos que el espíritu puede hacer cosas terribles y extrañas al cuerpo.

En los últimos tiempos sus movimientos intestinales se habían vuelto explosivos y sus deposiciones estaban manchadas de moco, pus y sangre; por eso había solicitado aquel reconocimiento médico.