Lo exploraron como si fuera la única y última oportunidad de examinar a un ser humano. No pasaron nada por alto. Ibn Sina hizo gala de su dulce paciencia y permitió que lo palparan, apretaran, percutieran, escucharan e interrogaran.
Cuando concluyeron el examen, al-Juzjani estaba pálido, pero adoptó una expresión optimista.
– Es el flujo de sangre, maestro, provocado por la agravación de tus emociones.
Pero la intuición había indicado otra cosa a Rob. Miró a su querido maestro.
– Creo que son los primeros estadios del tumor.
Ibn Sina parpadeó una sola vez.
– ¿Cáncer de intestino? -preguntó con la misma serenidad con que se referiría a un paciente desconocido.
Rob movió la cabeza afirmativamente, tratando de no pensar en la lenta tortura de esa enfermedad.
Al-Juzjani estaba rojo de ira por haber sido desmentido, pero Ibn Sina lo tranquilizó. Por esa razón los había llamado a los dos, comprendió Rob: sabía que al-Juzjani estaría tan cegado por el cariño que no afrontaría la cruda verdad.
A Rob se le debilitaron las piernas. Cogió las manos de Ibn Sina entre las suyas y se miraron a los ojos.
– Aún estás fuerte, maestro. Debes mantener despejados los intestinos para evitar la acumulación de la bilis negra que favorecería el crecimiento del cáncer.
El médico jefe asintió.
– Espero haberme equivocado en el diagnóstico y pido a Dios que así sea -dijo Rob.
Ibn Sina le dedicó una débil sonrisa.
– Rezar nunca está de más.
Dijo a Ibn Sina que le gustaría visitarlo pronto y pasar una tarde en una partida del juego del sha, y el anciano maestro afirmó que Jesse ben Benjamín siempre sería bienvenido en su casa.
Un día seco y polvoriento de las postrimerías del verano, de la neblina del noreste surgió una caravana de ciento dieciséis camellos con cencerros.
Las bestias, en fila y escupiendo saliva fibrosa por el esfuerzo de acarrear pesadas cargas de mineral de hierro, entraron en Ispahán a última hora de la tarde. Alá abrigaba la esperanza de que Dhan Vangalil usara el mineral para hacer muchas armas de acero azul decorado. Las pruebas realizadas posteriormente por el herrero, ¡ay!, demostraron que el hierro del mineral era demasiado blando para ese propósito, pero la misma noche las noticias que llevaba la caravana despertaron una gran emoción entre algunos habitantes de la ciudad.
Un hombre llamado Khendi -Capitán de camelleros de la caravana- fue llamado a palacio para que repitiera detalles de la información ante el sha, y luego fue llevado al maristán a fin de que narrara lo mismo ante los doctores.
Durante un periodo de meses, Mahmud, el sultán de Ghazna, había estado gravemente enfermo, con fiebre y tanta pus en el pecho que le provocó una protuberancia blanda en la espalda. Sus médicos decidieron que si Mahmud había de vivir, era indispensable drenarle el bulto.
Uno de los detalles que proporcionó Khendi era que habían cubierto la espalda del sha con una delgada capa de arcilla de alfarero.
– ¿Por qué? -preguntó uno de los médicos recientes.
Khendi se encogió de hombros, pero al-Juzjani, que hacía las veces de jefe en ausencia de Ibn Sina, conocía la respuesta.
– Debe observarse atentamente la arcilla, pues el primer trozo que se seca indica la parte más caliente de la piel y es, por ende, el mejor lugar para practicar la incisión.
Cuando los cirujanos abrieron, saltó la corrupción del sultán, prosiguió Khendi, y para quitarle el pus restante insertaron unas mechas.
– ¿El escalpelo era de hoja redonda o puntiaguda? -inquirió al-Juzjani.
– ¿Qué le aplicaron para el dolor?
– ¿Las mechas eran de estaño o de lino?
– ¿El pus era oscuro o blanco?
– ¿Había vestigios de sangre en el pus?
– ¡Señores! ¡Señores míos, soy capitán de camelleros y no Hakim!-exclamó Khendi, angustiado-. No conozco la respuesta a ninguna de esas preguntas. Sólo sé una cosa más.
– ¿Qué? -preguntó al-Juzjani.
– Tres días después del sajado, Señores, el sultán de Ghazna murió.
Alá y Mahmud habían sido dos jóvenes leones. Ambos llegaron al trono a edad temprana como sucesores de un padre fuerte, y ninguno de los dos perdió de vista al otro mientras sus reinos se vigilaban, sabedores de que algún día chocarían, de que Ghazna deglutiría a Persia o Persia a Ghazna. Nunca se presentó la oportunidad. Se habían rodeado el uno al otro cautamente, y alguna vez sus fuerzas se enfrentaron en escaramuzas, pero lo dos habían esperado, percibiendo que aún no era el momento adecuado para una guerra total. No obstante, Mahmud nunca se apartaba de los pensamientos de Alá, que a menudo soñaba con él. Siempre el mismo sueño, con los ejércitos reunidos y ansiosos, mientras el sha cabalgaba a solas hacia la feroz tribu de afganos de Mahmud, lanzando un único grito de combate al sultán, como Ardashir había rugido su desafío a Ardewan, para que el sobreviviente reivindicara su destino como el único auténtico y demostrado Rey de Reyes.
Pero ahora había intervenido Dios, y el sha Alá nunca combatiría con Mahmud. En los cuatro días siguientes a la llegada de la caravana de camellos, tres experimentados y fiables espías entraron cabalgando por separado en Ispahán y permanecieron cierto tiempo en la Casa del Paraíso; a partir de sus informes, el sha comenzó a percibir una clara imagen de lo que había ocurrido en la ciudad capital de Ghazni.
Inmediatamente después de la muerte del sultán, Muhammad -el hijo mayor de Mahmud- había intentado ocupar el trono, pero su propósito fue desbaratado por su hermano Abu Said Masud, un joven guerrero que contaba con el firme apoyo del ejército. En el plazo de unas horas Muhammad fue tomado prisionero y declararon sultán a Masud. El funeral de Mahmud fue un espectáculo delirante, una mezcla de tristeza por la despedida y de frenética celebración. Cuando hubo concluido, Masud convocó a todos su jefes de tribus y les transmitió su intención de hacer lo que nunca había hecho su padre: en unos días, el ejército marcharía sobre Ispahán.
Fue esa información la que finalmente haría salir a Alá de la Casa del Paraíso.
La invasión planeada no le pareció inoportuna por dos razones. Masud era impetuoso e inexperto, y a Alá le agradó la posibilidad de oponer su generalato al mozalbete. En segundo lugar, como en el alma persa había un destello de amor por la guerra, era lo bastante astuto como para comprender que el conflicto sería abrazado por su pueblo como un contraste de la beatería y las restricciones bajo las que le obligaban a vivir los mullahs. Celebró reuniones militares que eran pequeñas celebraciones, con vino y mujeres en los momentos oportunos, como en tiempos pasados. Alá y sus comandantes estudiaron detenidamente sus cartas de viaje, y vieron que desde Ghazna sólo había una ruta viable para una gran fuerza. Masud tenía que atravesar las estribaciones y cerros arcillosos al norte del Dasht-i-Kavir, bordeando el gran desierto hasta que su ejército estuviera bien internado en Hamadhan, donde tomarían el rumbo sur.
Pero Alá decidió que un ejército persa marchara a Hamadhan y saliera al encuentro de aquellos antes de que cayeran sobre Ispahán.
Los preparativos del ejército de Alá eran el único tema de conversación, del que ni siquiera se libraban en el maristán, aunque Rob lo intentaba. No pensaba en la guerra inminente porque no quería tener nada que ver con ella. Su deuda con Alá, aunque considerable, estaba saldada. Las incursiones en la India lo habían convencido de que jamás volvería a mezclarse con la soldadesca.
De modo que aguardaba preocupado una cita real que no llegó.
Entretanto, trabajaba arduamente. Los dolores abdominales de Qasim habían desaparecido; para gran deleite del antiguo boyero, Rob siguió prescribiéndole una porción diaria de vino y le restituyó sus tareas en el depósito. Rob atendía a más pacientes que nunca, pues al-Juzjani había asumido gran parte de las obligaciones de médico jefe, y derivó un buen número de sus pacientes a otros médicos, entre ellos a Rob.