¡Ah! Rob lo cogió. Era un primor, con letras negras y vigorosas sobre cada página de color marfil. Era un códice, un libro con muchos pliegues, grandes hojas de vitela dobladas y luego cortadas para que se pudieran volver cómodamente las páginas. Los pliegues estaban finamente cosidos entre las tapas de delicada piel de cordero curtida.
– ¿Es muy caro?
Yussuf movió la cabeza afirmativamente.
– ¿Cuánto?
– Lo vende por ochenta hestis de plata, porque necesita dinero.
Rob frunció los labios, pues sabía que no contaba con esa cifra. Mary tenía una importante suma de dinero de su padre, pero él y Mary ya no…
Rob meneó la cabeza. Yussuf suspiró.
– Pensé que tú debías tenerlo.
– ¿Cuándo debe estar vendido?
Yussuf se encogió de hombros.
– Puedo retenerlo dos semanas.
– De acuerdo. Guárdalo.
El bibliotecario lo miró dubitativamente.
– ¿Entonces tendrás el dinero, hakim?
– Si esa es la voluntad de Dios.
Yussuf sonrió.
– Sí. Imshallah.
Puso un pestillo fuerte y una cerradura pesada en la puerta del cuartito contiguo al depósito. Llevó otra mesa, una chaira, un tenedor, un cuchillo pequeño, diversos escalpelos afilados y el tipo de cincel que usan los picapedreros; un tablero de dibujo, papel, carbones y regletas; tiras de cuero, arcilla y cera, plumas y un tintero.
Un día se hizo acompañar al mercado por varios estudiantes fuertes, y volvieron con un cerdo sacrificado. A nadie le pareció extraño que dijera que iba a hacer algunas disecciones en el cuartito. Esa noche, a solas, llevó el cadáver de una joven que había muerto pocas horas antes y lo puso sobre la mesa vacía. En vida, la mujer se llamaba Melia.
Esta vez Rob estaba más ansioso y menos asustado. Él había meditado sobre sus temores y no creía que sus actos estuviesen inspirados en la brujería ni en la obra de un djinn. Pensaba que se le había concedido la posibilidad de convertirse en médico para trabajar en la protección de la más excelsa creación de Dios, y que el Todopoderoso no vería con malos ojos que aprendiera más acerca de tan compleja e interesante criatura.
Abrió el cerdo y la mujer, dispuesto a hacer una atenta comparación de ambas anatomías. Dado que comenzó la doble inspección en la zona donde se asentaba la enfermedad abdominal, en seguida descubrió algo. El ciego del cerdo, la tripa embolsada donde comenzaba el intestino grueso, era de tamaño considerable, pues media unas dieciocho pulgadas de longitud. El ciego de la mujer era comparativamente diminuto, de apenas dos o tres pulgadas de largo y el ancho del dedo meñique de Rob. ¡Albricias! Adherido a este pequeño ciego había… algo. No se parecía a nada tanto como a un gusano rosado, descubierto en el jardín, recogido y puesto en el interior de la barriga de la mujer.
El cerdo de la otra mesa no tenía ninguna adherencia en forma de gusano, y Rob nunca había observado un apéndice similar en las tripas de esos animales.
No se precipitó a sacar conclusiones. En principio pensó que las pequeñas dimensiones del ciego de la mujer podían corresponder a una anomalía, y que aquella cosita en forma de gusano era un raro tumor o algún otro tipo de excrecencia.
Preparó el cadáver de Melia para su entierro con tanto cuidado como había dispuesto el de Qasim y lo devolvió al depósito.
Pero en las noches siguientes abrió los cuerpos de un jovenzuelo, de una mujer de edad mediana y de un bebé de seis semanas. En cada caso descubrió, con creciente emoción, que aparecía el mismo apéndice de tamaño minúsculo. El "gusano" formaba parte de todas las personas…, pequeña prueba de que los órganos de un ser humano no eran idénticos a los de un cerdo.
"¡Oh, maldito Ibn Sina!” -Viejo condenado -murmuró. ¡Estás equivocado!
Pese a lo que había escrito Celso, pese a las enseñanzas transmitidas durante mil años, hombres y mujeres eran seres singulares. En tal caso, ¡cuántos magníficos misterios podrían descubrirse y resolverse con sólo buscarlos en el interior de los cuerpos humanos!
A lo largo de toda su vida, Rob había estado sólo hasta que la encontró, pero ahora volvía a estarlo y no lo soportaba. Una noche, al regresar a casa se tendió a su lado, entre los dos niños dormidos.
No intentó tocarla, pero ella se volvió como un animalito salvaje. Le dio una sonora bofetada. Era una mujer corpulenta y lo bastante fuerte para producirle dolor. Rob le cogió las manos y se las sujetó a los costados del cuerpo. -Loca.
– ¡No te acerques a mí después de estar con las rameras persas!
Rob comprendió que ella pensaba eso por el aroma que despedía todos los días al volver a casa.
– Uso perfume porque todas las noches hago disecciones de animales en el maristán.
Ella no dijo nada, pero al instante intentó liberarse. Rob sintió su cuerpo, tan conocido, junto al suyo, mientras ella se debatía, y percibió el aroma de sus cabellos rojos en la nariz.
Mary comenzó a serenarse, tal vez por algo que percibió en la voz de Rob. Sin embargo, cuando él se volvió para besarla, no le habría sorprendido que le mordiera la boca o en el cuello, pero no fue así. Le llevó un momento darse cuenta de que le estaba devolviendo los besos. Dejó de aferrarle la manos y se sintió infinitamente agradecido cuando tocó unos pechos rígidos, aunque no por la rigidez de la muerte.
Rob no sabía si Mary lloraba o estaba excitada, pues oía breves gemidos.
Probó sus pezones lechosos y le hurgó el ombligo. Debajo de aquella panza cálida, había un entramado de vísceras grises y rosadas, como cardúmenes en las aguas del mar, pero sus miembros no estaban duros y fríos, y en el montículo uno de sus dedos y luego dos encontraron calor y terreno resbaladizo: la materia que compone la vida.
Cuando la penetró se unieron como si batieran palmas, empujando como si intentaran destruir algo que no podían enfrentar. Exorcizando al djinn. Mary le clavó las uñas en la espalda al corcovear. Sólo hubo un sereno gruñido y el plaf-plaf-plaf de la cópula, hasta que ella gritó y él gritó y Tam gritó y Rob J. despertó con un grito, y los cuatro rieron o lloraron; en el caso de los adultos, ambas cosas.
Finalmente, todo se aquietó. El pequeño Rob J. volvió a dormirse y Mary llevó el bebé a su pecho; mientras lo alimentaba, con voz serena contó que Ibn Sina había ido a verla y le había dicho lo que debía hacer. Así, Rob se enteró de que entre la mujer y el anciano le habían salvado la vida.
Se sorprendió y se sintió impresionado al saber hasta qué punto se había comprometido por él Ibn Sina.
En cuanto al resto, la experiencia de ella había sido aproximadamente como Rob la imaginó. Cuando Tam se hubo dormido, la abrazó y le dijo que era la mujer que había elegido para toda la vida, acarició su cabellera pelirroja y la besó en la nuca, donde las pecas no osaban aparecer. Y Mary también se durmió y Rob permaneció con la vista fija en el techo oscuro.
En los días siguientes, Mary sonreía mucho y a Rob le entristecía e indignaba ver huellas de temor en sus sonrisas, aunque con sus actos intentaba demostrarle amor y gratitud.
Una mañana, mientras atendía a un niño enfermo en casa de un cortesano, junto a su jergón vio la pequeña alfombra azul de la realeza Samani.
Observó el cutis atezado del niño, la nariz ya ganchuda, cierta característica específica en los ojos. Era una cara conocida, más conocida cuanto más miraba a su hijo menor.
Modificó sus planes para aquel día, volvió a casa, levantó al pequeño Tam y lo acercó a la luz. Sus rasgos le convertían en hermano del niño enfermo.
No obstante, por momentos Tam se parecía notablemente a Willum, su hermano perdido.
Antes y después de los días que había pasado en Idhaj por indicación de Ibn Sina, él y Mary habían hecho el amor. ¿Quién podía decir que aquel no era el fruto de su propia simiente?