Cuando Rob vio la casa pensó que se adaptaba mejor a Ibn Sina que la gran finca de Ispahán. La vivienda de adobe y piedra era semejante a la ropa que siempre llevaba Ibn Sina: modesta y cómoda.
Pero en el interior reinaba el hedor de la enfermedad.
En un asomo de celos, al-Juzjani pidió a Rob que esperara fuera de la cámara en la que yacía Ibn Sina. Poco después, Rob oyó el murmullo de una conversación y luego, para su gran sorpresa y alarma, el inconfundible sonido de un golpe.
El joven médico llamado Bibi al-Ghuri salió de la cámara. Tenía la cara blanca y sollozaba. Pasó junto a Rob sin saludarlo y salió corriendo de la casa.
Poco después apareció al-Juzjani, seguido por un mullah anciano.
– Ese joven charlatán ha condenado a Ibn Sina. Cuando llegaron aquí al-Ghuri dio semillas de apio al maestro para interrumpir las ventosidades del cólico. Pero en lugar de darle dos danaqs de semillas, la dosis fue de cinco dirhams, y desde entonces Ibn Sina ha evacuado gran cantidad de sangre.
Cada dirham se dividía en seis danaqs, lo que significaba que había ingerido quince veces la dosis recomendada del brutal purgante.
Al-Juzjani lo miró.
– Formé parte de la junta examinadora que aprobó a al-Ghuri -se lamentó amargamente.
– No podías prever el futuro ni conocer por anticipado este error -dijo Rob amablemente.
Pero al-Juzjani no se consoló con sus palabras.
– ¡Qué cruel ironía que el médico más grande del mundo termine en manos de un Hakim inepto!
– ¿Está consciente el maestro?
El mullah asintió.
– Ha liberado a sus esclavos y repartido sus riquezas entre los pobres.
– ¿Puedo entrar?
Al-Juzjani hizo un ademán afirmativo.
Una vez en la cámara, Rob recibió un fuerte choque. En los cuatro meses transcurridos desde que lo viera por última vez, la carne de Ibn Sina se había consumido. Tenía los ojos hundidos, la cara parecía socavada y su piel era cerúlea.
Al-Ghuri le había perjudicado, pero el tratamiento erróneo sólo había servido para apresurar el inevitable efecto del cáncer de estomago.
Rob le cogió las manos y sintió tan poca vida, que le resultó difícil hablar. Ibn Sina abrió los ojos y los fijó en los suyos. Rob sintió que el maestro leía sus pensamientos y no había necesidad de fingir.
– Pese a todo lo que puede hacer un médico, maestro, ¿por qué se es una hoja al viento y el auténtico poder sólo está en manos de Alá? -preguntó amargamente.
Para su gran confusión, una brillantez iluminó las facciones deterioradas del maestro. Y repentinamente, supo por qué Ibn Sina intentaba sonreír.
– ¿Ese es el acertijo? -inquirió débilmente.
– Ese es el acertijo…, europeo. Debes pasar el resto de tu vida… tratando de… encontrar la respuesta.
– Maestro…
Ibn Sina había cerrado los ojos y no contestó. Rob permaneció un rato sentado a su lado, en silencio, y finalmente dijo en inglés:
– Podría haber ido a cualquier otro sitio sin necesidad de imposturas. Al Califato occidental…: Toledo, Córdoba… Pero había oído hablar de un hombre, Avicena, cuyo nombre árabe me acometió como un hechizo y me sacudió como un estremecimiento. Abu Alí at-Husain ibn Abdullah Ibn Sina.
No podía haber entendido nada más que su nombre; sin embargo volvió a abrir los ojos y sus manos ejercieron una leve presión en las de Roh.
– Para tocar el borde de tus vestiduras. El médico más grande del mundo -susurró Rob.
Apenas recordaba al fatigado carpintero golpeado por la vida que había sido su padre natural. Barber lo había tratado bien, aunque con escaso afecto. Aquel era el único padre que su alma conocía. Olvidó todas las cosas que había menospreciado y sólo fue consciente de una necesidad.
– Solicito tu bendición.
Ibn Sina pronunció unas vacilantes palabras en árabe clásico, aunque Rob no tenía necesidad de comprenderlas. Sabía que Ibn Sina lo había bendecido largo tiempo atrás.
Se despidió del anciano con un beso. Al cruzar la puerta, el mullah ya se había instalado junto al lecho y leía en voz alta el Corán.
EL REY DE REYES
Volvió solo a Ispahán. Al-Juzjani se quedó en Hamadhan, pues quería estar a solas con su maestro agonizante durante sus últimos días.
– Nunca volveremos a ver a Ibn Sina -dijo Rob a Mary suavemente; ella dio vuelta a la cara y lloró como una criatura.
Después de descansar, Rob fue deprisa al maristán. Sin Ibn Sina ni al-Juzjani, el hospital estaba desorganizado y todo eran cabos sueltos; pasó un largo día examinando y tratando a los pacientes, conferenciando sobre heridas y en la desagradable tarea de reunirse con el hadji Davout Hosein para hahlar sobre la administración general de la escuela.
Como los tiempos eran inciertos, muchos estudiantes habían abandonado su aprendizaje y regresado a sus hogares de fuera de la ciudad.
– Esto nos deja con muy pocos aprendices de medicina para hacer el trabajo del hospital -protestó el hadjt
Afortunadamente, el numero de pacientes también era escaso, pues por instinto la gente se preocupaba más por la inminente violencia militar que por las enfermedades.
Aquella noche Mary tenía los ojos rojos e hinchados; ella y Rob se abrazaron con una ternura casi olvidada.
Por la mañana, al salir de la casita del Yehuddiyyeh sintió un cambio en el aire, una humedad semejante a la que precede a una tormenta en Inglaterra.
En el mercado judío casi todos los tenderetes estaban vacíos, y Hinda amontonaba frenéticamente sus mercancías en el puesto.
– ¿Qué pasa? -le preguntó Rob.
– Los afganos.
Cabalgó hasta el muro. Al subir la escalera descubrió que en el camino ronda se alineaban hombres extrañamente silenciosos, y de inmediato comprendió el motivo de sus temores, porque las huestes de Ghazna habían reunido sus numerosos efectivos. Los infantes de Masud llenaban la mitad del pequeño llano que se extendía más allá del muro occidental de la ciudad. Los jinetes, tanto a caballo como en camellos, habían acampado al pie de las montañas. Se veían elefantes de guerra atados en las partes más elevadas de las laderas, cerca de las tiendas, y puestos de nobles y comandantes cuyos estandartes crujían bajo el viento seco. En medio del campamento, flotando por encima de todo, ondeaba el amenazador pendón de guerra de Ghazna: la cabeza de un leopardo negro sobre campo naranja.
Rob calculó que aquel ejército de Ghazna cuadruplicaba el que Masud había llevado a través de Ispahán camino del oeste.
– ¿Por qué no han entrado en la ciudad? -preguntó a un miembro de la fuerza policial del kelonter.
– Persiguieron al sha hasta aquí y ahora el sha está dentro de las murallas.
– ¿Y por esa razón permanecen fuera?
– Masud dice que Alá debe ser traicionado por su propio pueblo.
Afirma que si le entregamos al sha nos perdonará la vida. En caso contrario, promete hacer una montaña con nuestros huesos en la maidan central.
– ¿Y Alá será entregado?
El hombre lo miró echando chispas por los ojos y escupió.
– Somos persas y él es nuestro sha.
Rob asintió. Pero no le creyó. Bajó del muro y volvió cabalgando a la casa del Yehuddiyyeh. Había guardado su espada inglesa envuelta en trapos aceitados. Se la sujetó a un costado del cuerpo e indicó a Mary que cogiera la espada de su padre e hiciera una barricada en la puerta tras su salida. Volvió a montar y cabalgó hasta la casa del Paraíso.
En la avenida de Alí y Fátima se habían reunido grupos con gentes de expresión preocupada. Había menos personas en las cuatro calzadas de la avenida de los Mil Jardines, y nadie en las Puertas del Paraíso. El bulevar real, en general inmaculado, daba muestras de descuido; nadie había segado el césped ni podado los jardines últimamente. En el otro extremo del camino había un centinela solitario.