Выбрать главу

Rob vio que Alá cabalgaba directamente hacia el campamento enemigo.

Cuando estuvo cerca refrenó el caballo y, con los pies en los estribos, gritó su desafío. Rob no oyó las palabras, pues sólo llegó a sus oídos un apagado grito ininteligible. Pero algunos súbditos del rey debieron de oírlas. Los habían educado en la leyenda de Ardewan y Ardeshir, relativa al primer duelo librado para elegir un Shahanshah, y en lo alto del muro brotaron las aclamaciones. En el campamento de Ghazna, un grupito de jinetes bajó desde las tiendas de los oficiales. El que iba al mando llevaba un turbante blanco, pero Rob no sabía si era o no Masud. Estuviera donde estuviese este, si había oído hablar de Ardewan y Ardeshir y de la antigua batalla por el derecho a ser rey de reyes, nada le importaban las leyendas.

Una tropa de arqueros en veloces corceles salieron de las filas afganas.

El semental árabe era el caballo más rápido que Rob había visto en su vida, pero Alá no intentó correr más que ellos. Volvió a alzarse en los estribos. Esta vez, Rob estaba seguro, gritó pullas e insultos al joven sultán, que no presentaría batalla.

Cuando los soldados estaban casi sobre él, Alá preparó su arco e inició la fuga sobre el caballo blanco, pero no tenía hacia donde correr. Veloz como el rayo, se volvió en la silla y disparó una flecha que derribó al jefe afgano, blanco perfecto de la flecha del parto que arrancó vítores de los labios de quienes observaban desde los muros. Pero una lluvia de flechas encontró el cuerpo del sha.

Cuatro cayeron sobre su caballo. Un chorro rojo manó de la boca del semental. La bestia blanca redujo la marcha, se detuvo y osciló antes de desplomarse en los suelos con su jinete muerto.

Rob se asombró de su propia tristeza, que lo cogió desprevenido.

Los vio atar con una cuerda los tobillos de Alá y arrastrarlo hasta el campamento de Ghazna, levantando una estela de polvo gris. Por alguna razón que Rob no comprendió, se sintió especialmente molesto por el hecho de que arrastraran al rey por el suelo, boca abajo.

Llevó su caballo castaño al pradito situado detrás de los establos reales y lo desensilló. Le costó trabajo abrir la pesada puerta, pero al igual que en el resto de la Casa del Paraíso allí no había nadie, y tuvo que arreglárselas.

– Adiós, amigo -dijo.

Palmeó la grupa del caballo, y cuando lo vio unirse a la manada cerró la puerta delicadamente. Sólo Dios sabía quién sería el dueño de su caballo castrado a la mañana siguiente.

En el redil de camellos cogió un par de cabestros de la impedimenta que colgaba en un cobertizo abierto y escogió las dos hembras jóvenes y fuertes que necesitaba. Las bestias estaban arrodilladas en el polvo, rumiando y observando cómo se acercaba.

La primera intentó morderle el brazo cuando se aproximó con la brida; pero Mirdin, el más delicado de los hombres delicados, le había enseñado cómo se razonaba con los camellos. Le propinó tan brutal puñetazo en las costillas que la camella soltó el aire entre sus amarillentos dientes cuadrados.

Después se mostró muy tratable y el otro animal no le creó ningún problema, como si hubiera aprendido de la observación. Montó en la bestia más corpulenta y condujo la otra con ayuda de una cuerda.

El joven centinela había desaparecido de las Puertas del Paraíso, y mientras Rob entraba en la ciudad, tuvo la impresión de que Ispahán se había vuelto loca. La gente se precipitaba de un lado a otro con sus hatillos y conduciendo animales cargados con sus pertenencias. La avenida de Alí y Fátima estaba alborotada; un caballo desbocado pasó a la carrera junto a Rob, asustando a sus camellos. En los zocos, algunos vendedores habían abandonado sus mercancías. Notó que dirigían miradas codiciosas a los camellos, por lo que desenvainó la espada y la cruzó sobre su regazo mientras seguía adelante. Tuvo que hacer un amplio desvío alrededor de la parte oriental, con el propósito de llegar al Yehuddiyyeh. La gente y los animales ya habían retrocedido un cuarto de milla cuando intentaron huir de Ispahán por la puerta oriental para eludir el enemigo acampado más allá del muro occidental.

Cuando llamó a la puerta de su casa, Mary abrió, con la cara cenicienta y la espada de su padre en la mano.

– Nos volvemos a Inglaterra.

Estaba aterrorizada, pero Rob notó que sus labios se movían en una oración de acción de gracias.

Se quitó el turbante y las vestiduras persas para ponerse el caftán negro y el sombrero judío de cuero.

Cogieron el ejemplar del Canon de medicina de Ibn Sina, los dibujos anatómicos enrollados e insertados en una caña de bambú, los registros de historias clínicas, el equipo de instrumentos quirúrgicos, el juego que había sido de Mirdin, alimentos y unas pocas medicinas, la espada del padre de Mary y una cajita que contenía su dinero. Cargaron todo a lomos del camello más pequeño.

De un costado del más grande, Rob colgó una cesta de juncos, y del otro, un saco de tejido flojo. Tenía una ínfima dosis de huing en un frasco pequeño, sólo lo suficiente para humedecer la yema del dedo índice y hacer que Rob J. lo chupara, y luego repetir la operación con Tam. En cuanto se durmieron, acomodó al mayor en la cesta y al bebé en el saco. La madre montó en el camello, entre ambos.

Aún no había oscurecido cuando dejaron para siempre la casita del Yehuddiyyeh, pero no se atrevieron a esperar, pues los afganos podían caer en cualquier momento sobre la ciudad.

La oscuridad era total cuando hizo pasar los dos camellos por la abandonada puerta occidental. La senda de caza que siguieron a través de las montañas pasaba tan cerca de los fuegos del campamento de los soldados de Ghazna, que oyeron cánticos y gritos de los afganos preparándose para una orgía de pillaje y violaciones.

En un momento dado, creyeron que un jinete iba al galope directamente hacia ellos, vociferando como un energúmeno, pero el sonido de los cascos se desvió y se apagó.

El efecto del huing comenzó a disiparse; Rob J. gimió y luego lloró. El sonido era terriblemente audible, pero Mary sacó al niño de la cesta y lo silenció amamantándolo.

No los persiguieron. Poco después dejaron atrás los campamentos, pero cuando Rob volvió la mirada notó que ascendía una nube rosada y comprendió que Ispahán estaba ardiendo.

Viajaron toda la noche, y cuando asomaron las primeras luces tenues del amanecer, notó que habían salido de las montañas y ya no había soldados a la vista. Tenía el cuerpo entumecido y en cuanto a los pies… sabía que cuando dejara de andar el dolor sería otro enemigo. Ahora los dos niños gimoteaban y su esposa, con el rostro ceniciento, cabalgaba con los ojos cerrados, pero Rob no se detuvo. Obligó a sus cansadas piernas a seguir adelante, conduciendo los camellos rumbo al oeste, hacia la primera aldea judía.

SÉPTIMA PARTE

EL RETORNO

Cruzaron el Gran Canal el veinticuatro de marzo del año del Señor de 1043, y tocaron tierra a última hora de la tarde, en Queen's Hythe. Quizá si hubiesen llegado a la ciudad de Londres un cálido día de verano, el resto de su vida habría sido diferente, pero Mary pisó tierra bajo un aguanieve primaveral llevando a su hijo menor que, al igual que su padre, había vomitado sin parar desde Francia hasta el final del viaje. Le disgustó la ciudad y desconfió de ella por su desapacible humedad del primer momento.

Apenas había lugar para desembarcar. Rob contó más de una veintena de temibles naves de guerra negras ancladas y meciéndose en la marejada, y había embarcaciones mercantes por todos lados. Los cuatro estaban exhaustos por el viaje. Se encaminaron a una de las posadas cercanas al mercado de Southwark, que Rob recordaba, pero resultó ser una pocilga infame plagada de bichos, lo que volvió más desdichada aún su primera noche en Londres.

A la mañana siguiente, con las primeras luces, Rob salió solo a buscar un alojamiento mejor. Bajó el talud y cruzó el Puente de Londres, que se mantenía en buen estado y era el detalle que menos había cambiado en la ciudad. Londres se había expandido; donde antes había praderas y huertos, vio edificios desconocidos y calles que serpenteaban tan delirantemente como las del Yehuddiyyeh. La zona norte le resultó del todo extraña, pues cuando era niño había sido el barrio de casas solariegas rodeadas de campos y jardines, propiedades de las familias antiguas. Evidentemente, algunas habían sido vendidas, y la tierra se usaba para oficios más sucios. Había una fundición de hierro, los orfebres tenían su propio grupo de casas y tiendas, lo mismo que los plateros y los trabajadores del cobre. No era un lugar para vivir, con su velo de humo brumoso, el hedor de las curtidurías, los constantes martillazos sobre los yunques, el rugido de los hornos, los golpeteos, golpes y golpazos de manufacturas e industrias.