Para Mary, Londres era una ciénaga negra en la que ya estaban hundidos hasta los tobillos. La comparación no era casual, pues la ciudad olía peor que cualquier pantano encontrado durante sus viajes. Las cloacas abiertas y la tierra no eran peores que las cloacas abiertas y el polvo de Ispahán, pero aquí se multiplicaba el numero de habitantes y en algunos lugares vivían hacinados, de modo que la fetidez acumulada de sus desechos corporales y de la basura era abominable.
Al llegar a Constantinopla y encontrarse otra vez entre una mayoría cristiana, se dedicó a frecuentar con gran asiduidad las iglesias, pero ahora su fervor se había templado porque los templos londinenses la abrumaban. En Londres había muchas más iglesias que mezquitas en Ispahán: más de un centenar de ellas descollaban de los demás edificios -era una ciudad construida entre iglesias- y "hablaban" con una constante voz atronadora que la hacia temblar. A veces sentía que estaba a punto de ser levantada y arrastrada por un gran viento agitado por las campanas. Aunque la iglesia de St. Asaph era pequeña, sus campanas eran grandes y retumbaban en la casa de la calle del Támesis, repicaban en vertiginoso concierto con los campanarios de las otras iglesias, comunicándose más eficazmente que un ejército de muecines. Las campanas llamaban a los fieles a la oración, las campanas estaban presentes en la consagración de la misa, las campanas advertían del toque de queda a los rezagados; las campanas anunciaban bodas y bautizos, y sonaban en un tañido fúnebre y solemne por cada alma que pasaba a mejor vida; las campanas era la alerta de incendios y disturbios, daban la bienvenida a los visitantes distinguidos, sonaban para anunciar los días festivos y doblaban con tonos apagados para señalar los desastres. Para Mary, las campanas eran la ciudad.
Y odiaba las condenadas campanas.
La primera persona atraída a su puerta por el nuevo cartel no era un paciente. Quien había llamado era un hombre menudo y cargado de espaldas, que parpadeaba y miraba a través de sus ojos siempre entornados.
– Nicholas Hunne, médico -se presentó e inclinó su cabeza calva a la manera de un gorrión, esperando la reacción-. De la calle del Támesis -agregó significativamente.
– He visto vuestra placa -dijo Rob y sonrió-. Vos estáis en un extremo de la calle, maestro Hunne, y ahora yo me establezco en el otro. Entre ambos hay suficientes londinenses enfermos para una docena de ajetreados médicos.
Hunne arrugó la nariz.
– No tantos enfermos como creéis. Y no tantos médicos ajetreados. Londres ya está abarrotada de profesionales de la medicina, y opino que una población alejada sería mejor elección para un médico que se inicia.
Cuando el maestro preguntó dónde había estudiado, Rob mintió como un mercader de tapices y dijo que había aprendido durante seis años en el reino franco oriental.
– ¿Y cuánto cobrareis?
– ¿Cobrar?
– Sí. ¡Vuestros honorarios, hombre!
– Todavía no lo he pensado.
– Pues hacedlo cuanto antes. Os diré cual es la costumbre, porque no sería justo que un recién llegado rebajara las cuotas establecidas por los demás. Los honorarios varían según la riqueza del paciente… y el cielo es el límite, por supuesto. Pero nunca debéis bajar de cuarenta peniques por una flebotomía, dado que la sangría es el elemento básico de nuestra profesión, y no menos de treinta y seis peniques por el examen de la orina.
Rob lo observó pensativo, pues los precios mencionados eran inhumanamente altos.
– No debéis molestaros con la chusma que se apiña en las barriadas de los extremos de la calle del Támesis. Ya hay cirujanos barberos para atenderla. Tampoco obtendréis frutos si vais en pos de la nobleza, pues la atiende un grupo reducido de médicos como Dryfield, Hudson, Simpson y otros como ellos. Pero la calle del Támesis es un jardín maduro de comerciantes ricos, aunque yo he aprendido a hacerme pagar antes de iniciar el tratamiento, momento en que la angustia del paciente es mayor.-Dedicó a Rob una mirada astuta-. Que seamos competidores no debe convertirse en una desventaja, pues he descubierto que impresiona bien llamar a consulta cuando el enfermo es próspero, y podremos usarnos mutuamente con lucrativa frecuencia, ¿no os parece?
Rob dio unos pasos hacia la puerta, indicándole la salida.
– Prefiero trabajar solo -dijo finalmente.
El otro se puso de todos los colores por el tajante rechazo.
– Entonces estaréis contento, maestro Cole, pues haré correr el rumor y ningún otro médico se acercara a vos.
Inclinó la cabeza y desapareció de la vista.
Se presentaron pacientes, aunque no a menudo.
"Es lo que cabe esperar", se dijo Rob; él era nuevo en la plaza y le llevaría cierto tiempo darse a conocer. Mejor sentarse a esperar que entrar en juegos sucios y prósperos con gente de la calaña de Hunne.
Entretanto, se instalaron. Llevó a su mujer e hijos a visitar las tumbas de la familia y los niños retozaron en el cementerio de St. Botolph. Ahora Rob aceptaba, en el rincón más hondo y secreto de sí mismo, que nunca encontraría a sus hermanos; pero recibía consuelo y orgullo de la nueva familia que había formado, y abrigaba la esperanza de que, de alguna manera, su hermano Samuel, mamá y papá se enteraran de su existencia.
En Cornhill encontró una taberna que le gustó. Se llamaba El Zorro, un bodegón de trabajadores semejante a aquellos en los que su padre buscaba refugio cuando él era pequeño. Volvió a evitar el hidromiel y sólo bebió cerveza negra. Allí conoció a un contratista de la construcción, George Markham, que había pertenecido al gremio de carpinteros al mismo tiempo que su padre. Markham era un hombre robusto, de cara colorada, con las sienes y la punta de la barba canosas. Había pertenecido a una Centena distinta de la de Nathanael Cole, pero lo recordaba, y por último Rob descubrió que era sobrino de Richard Bukerel, que en aquel entonces era carpintero jefe.
Había sido amigo de Turner Horne, el maestro carpintero con quien vivió Samuel antes de ser atropellado por un carro en los muelles. A Turner y a su mujer se los había llevado la fiebre de los pantanos cinco años antes, lo mismo que a su hijo pequeño. Fue un invierno terrible, concluyó Markham.
Rob contó a los hombres de El Zorro que había estado unos años en el extranjero, estudiando medicina en el reino franco de Oriente.
– ¿Conoces al aprendiz de carpintero Anthony Tite? -preguntó a Markham.
– Era jornalero cuando murió, el año pasado, de la enfermedad del pecho.
Rob asintió y bebieron un rato en silencio.
Por Markham y los demás parroquianos, Rob se enteró de lo que había ocurrido en el trono de Inglaterra. Parte de la historia la había conocido en Ispahán, de labios de Bostock. Ahora descubrió que después de suceder a Canuto, Haroldo Pie de Liebre demostró ser un rey débil aunque con un guardián fuerte: Godwine, conde de Wessex. Su medio hermano Alfredo, que se hacía llamar príncipe heredero, llegó a Normandía, y las fuerzas de Haroldo hicieron una carnicería con sus hombres, le arrancaron los ojos y lo mantuvieron en una celda hasta que le sobrevino una muerte horrible a causa de la supuración de sus torturadas cuencas oculares.
Poco después, Haroldo murió como consecuencia de sus excesos en la comida y la bebida, y otro de sus medio hermanos, Hardeknud, regresó de librar una guerra en Dinamarca y lo sucedió.
– Hardeknud ordenó que desenterraran el cadáver de Haroldo del camposanto de Westminster y lo arrojaran en una marisma pantanosa, cerca de la isla de Thorney -explicó George Markham, con la lengua desatada a causa del alcohol-. ¡El cadáver de su propio hermano! ¡Como si fuera un saco de mierda o un perro muerto!
Markham le contó que el cadáver del que había sido rey de Inglaterra yacía entre las cañas, a merced de las mareas.
– Por último, algunos nos escabullimos hasta allí en secreto. Era una noche fría, con una bruma espesa que prácticamente ocultaba la luz de la luna.