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"Subimos el cadáver a un bote y lo llevamos Támesis abajo. Enterramos los restos decentemente, en el pequeño cementerio de St. Clement. Era lo menos que podían hacer unos buenos cristianos.

Hizo la señal de la cruz y se echó un buen trago al coleto.

Hardeknud fue rey sólo dos años, pues un día cayó muerto durante un banquete de boda. Por fin le tocó el turno a Eduardo, que para entonces estaba casado con la hija de Godwine, y también totalmente dominado por el conde sajón, pero el pueblo lo quería.

– Eduardo es un buen rey -dijo Markham a Rob-. Ha botado una flota adecuada de naves negras.

Rob asintió.

– Las he visto. ¿Son veloces?

– Lo bastante para mantener las rutas marítimas libres de piratas.

Toda esta historia real, embellecida con anécdotas y recuerdos tabernarios, provocó una sed que era necesario aplacar y exigió muchos brindis por los hermanos muertos y varios por Eduardo, monarca del reino, que estaba vivito y coleando. Así, varias noches seguidas Rob olvidó su incapacidad para asimilar el alcohol y volvió haciendo eses a la casa de la calle del Támesis. En todos los casos Mary no tuvo más remedio que desnudar a un borrachín hosco y meterlo en la cama.

Se profundizó la tristeza de su expresión.

– Amor, vayámonos de aquí -le dijo un día.

– ¿Por qué? ¿Adónde iríamos?

– Podríamos vivir en Kilmarnock. Allí esta mi propiedad y un círculo de parientes a quienes alegraría conocer a mi marido y mis hijos.

– Debemos darle una oportunidad a Londres -respondió Rob cariñosamente.

No era ningún tonto: prometió refrenarse en El Zorro y visitarla con menos frecuencia. Lo que no le dijo fue que Londres se había convertido en una visión para él, en algo más que la oportunidad de vivir como médico.

En Persia había asimilado cosas que ahora formaban parte de su ser y que allí no se conocían. Deseaba el intercambio abierto de ideas clínicas que existía en Ispahán. Para ello hacía falta un hospital, y Londres era un emplazamiento excelente para una institución semejante al maristán.

Ese año, la larga y fría primavera dio paso a un verano húmedo. Una espesa bruma ocultaba todas las mañanas las dársenas. A media mañana, cuando no llovía, el sol atravesaba la neblina gris y la ciudad cobraba vida instantáneamente. Ese renacimiento vital era el momento predilecto de Rob para pasear, y un día especialmente encantador la bruma se disipó cuando pasaba por un muelle comercial en el que un numeroso grupo de esclavos amontonaba lingotes para su embarque.

Había una docena de pilas de pesadas barras de metal, algunas demasiado altas e irregulares.

Rob estaba disfrutando de la caricia del sol sobre el metal húmedo, cuando un carretero, vociferando órdenes, haciendo restallar el látigo y tironeando de las riendas, echó hacia atrás sus sucios caballos blancos a demasiada velocidad, de modo que la parte de atrás del pesado carro chocó contra una pila.

Rob se había jurado tiempo atrás que sus hijos nunca jugarían en los muelles. Odiaba los carros de carga. Nunca había visto uno, pero le bastaba pensar en su hermano Samuel aplastado bajo aquellas ruedas. Ahora observó horrorizado cómo se desarrollaba otro accidente.

La barra de hierro de lo alto de la pila resbaló hacia adelante, se inclinó en el borde y comenzó a deslizarse sobre el reborde de la pila, seguida por otras dos.

Se oyó un grito de advertencia y una desesperada dispersión humana, pero dos esclavos tenían otras delante que cayeron mientras ellos se arrastraban por el suelo, de modo que todo el peso de los lingotes cayó sobre uno de ellos, que quedó aplastado debajo. Un extremo de otra barra cayó sobre la parte inferior de la pierna del otro y su chillido movió a Rob a la acción.

– Venga, hay que quitárselas de encima. Rápido, con mucho cuidado. ¡Ahora! -gritó, y media docena de esclavos levantaron las barras de hierro.

Los hizo alejarse de la gran pila, llevando a los accidentados. Le bastó una mirada para saber que el primero había muerto. Tenía el pecho triturado y había perecido por asfixia al partírsele la traquea; su cara ya estaba oscura y congestionada.

El otro esclavo había dejado de gritar, pues se había desmayado mientras lo trasladaban. Mejor así; tenía el pie y el tobillo destrozados y Rob no podía hacer nada para repararlos. Envió a un esclavo a su casa para que le pidiera a Mary el equipo quirúrgico. Mientras el herido estaba inconsciente, practicó una incisión en la piel sana, por encima de la herida, y comenzó a despellejar para hacer un colgajo y luego abrir a través de la carne y el músculo.

El hombre despedía un hedor que asustó y puso nervioso a Rob: era el olor de un animal humano que había sudado permanentemente trabajando duro, hasta que sus harapos sucios absorbieron su maloliente exudación, y la recompusieron hasta convertirla en una parte casi tangible de su cuerpo, como su cabeza afeitada de esclavo o el pie a cuya amputación procedía.

Rob recordó a los dos hediondos esclavos estibadores que habían llevado a su padre a casa desde los muelles.

– ¿Qué estáis haciendo?

Levantó la vista y tuvo que esforzarse para dominar su expresión, pues a su lado estaba una persona a la que había visto por última vez en Persia, en el hogar de Jesse ben Benjamín.

– Estoy asistiendo a un hombre.

– Pero dicen que sois médico.

– Así es.

– Soy Charles Bostock, mercader e importador, propietario de este almacén y de este muelle. Y no soy tan tonto, Dios no lo permita, como para pagarle a un médico por atender a un esclavo.

Rob se encogió de hombros. Llegó su equipo quirúrgico y ya lo había preparado todo para usarlo. Cogió la sierra para huesos, aserró el pie estropeado y cosió el colgajo por encima del muñón sangrante, con tanta pulcritud como habría exigido al-Juzjani. Bostock seguía allí.

– He dicho exactamente lo que quería decir. No pienso pagaros. De mí no sacareis ni medio penique.

Rob asintió. Tamborileó suavemente dos dedos sobre la cara del esclavo, hasta que lo oyó refunfuñar.

– ¿Quién sois vos?

– Robert Cole, médico de la calle del Támesis.

– ¿No nos conocemos, señor?

– Que yo sepa no, señor mercader.

Recogió sus pertenencias, inclinó la cabeza y se marchó. En el extremo del muelle se arriesgó a volver la mirada y vio a Bostock de pie, transfigurado o profundamente desconcertado, sin quitarle el ojo de encima.

Se dijo a sí mismo que Bostock había visto a un judío con turbante en Ispahán, un judío de barba espesa y atuendo persa, el exótico hebreo Jesse ben Benjamín. Y en el muelle el mercader había hablado con Robert Jeremy Cole, un londinense libre con sencillas vestimentas inglesas y la cara transformada -¿transformada?- por una perilla de chivo bien recortada.

Con toda probabilidad, Bostock no lo recordaría. Y era igualmente posible que lo recordara.

Rob rumió la cuestión como un perro royendo un hueso. No estaba tan asustado por él, aunque lo estaba, pero le inquietaba lo que pudiera ocurrirles a su mujer y a sus hijos en el caso de tener problemas.

De modo que esa noche, cuando Mary empezó a hablar de Kilmarnock, la escuchó y fue comprendiendo dónde estaba la solución.

– ¡Me gustaría tanto ir allá! -dijo Mary-. Ansío pisar mis tierras, volver a estar entre mis parientes y rodeada de escoceses.

– Yo tengo que hacer muchas cosas aquí -dijo Rob lentamente y le cogió las manos-. Pero creo que tú y los niños deberíais ir a Kilmarnock sin mí.

– ¿Sin ti?

– Sí.

Mary permaneció inmóvil. La palidez parecía elevar sus altos pómulos y arrojar nuevas sombras en su rostro delgado, agrandando sus ojos mientras lo miraba fijamente. Las comisuras de los labios, aquellas líneas sensibles que siempre delataban sus emociones, informaron a Rob de lo mal acogida que era su sugerencia.

– Si eso es lo que quieres, nos iremos -dijo tranquilamente.