– No demasiado. Tendieron una emboscada a este hombre.
– Mmm. ¿Estás seguro de que no fue él el instigador?
– Sí.
El judío recuperó el dominio de sí mismo y el habla. Era evidente que expresaba gratitud, pero habló en rápido francés.
– ¿Entiendes ese idioma? -preguntó Rob al pelirrojo, que meneó despectivamente la cabeza. Rob quería hablarle al judío en la Lengua y desearle un Festival de Luces más pacifico, pero no se atrevió a hacerlo en presencia de un testigo. De inmediato, el judío levantó su sombrero del barro y se alejó, lo mismo que el transeúnte.
A orillas del río Rob encontró una pequeña taberna y se recompensó con vino tinto. Como el lugar era oscuro y estaba mal ventilado, se llevó la botella a un muelle, para beber sentado en un pilote que acaso hiciera su padre, mientras la lluvia lo empapaba y el viento lo abofeteaba y las amenazadoras olas grises se encrespaban en las aguas que corrían a sus pies.
Estaba satisfecho. ¿Qué día mejor que aquel para haber evitado una crucifixión?
El vino no era de una buena cosecha y le picó la garganta al tragarlo, pero le gustó.
Era el hijo de su padre y sabía gozar de la bebida cuando se entregaba a ella.
No; la transformación ya había tenido lugar: era Nathanael Cole. Era papá. Y de alguna extraña manera sabía que también era Mirdin y era Karim.
Y Alá y Dhan Vangalil. Y Abu Alí at-Husain ibn Abdullah ibn Sina, oh, sí, era sobre todo Ibn sina. Pero también era el gordo salteador de caminos al que matara años atrás y aquel hombre piadoso e insignificante, el hadji Davout Hosein…
Con una claridad que lo entumeció más que el vino, supo que era todos los hombres y que todos los hombres eran él, y que cada vez que combatía al maldito Caballero Negro estaba combatiendo por su propia supervivencia, sencillamente. Solo y borracho, se percató de ello por primera vez.
En cuanto terminó el vino se levantó del pilote. Con la botella vacía en la mano, que en breve contendría medicamentos o quizá los orines de alguien para ser analizados a cambio de unos honorarios justos, él y los demás, se alejaron del muelle con pasos vacilantes hacia la seguridad de la calle del Támesis.
No se había quedado sin mujer e hijos para volverse alcohólico, se dijo severamente al día siguiente, con la cabeza despejada.
Decidido a ocuparse de todos los pormenores de la curación, fue a un herbolario de los bajos de la calle del Támesis para renovar su provisión de hierbas medicinales, pues en Londres era más fácil comprar ciertas hierbas que tratar de encontrarlas en la naturaleza. Ya había conocido al propietario, un hombre menudo y remilgado, Rolf Pollard, que parecía un boticario único.
– ¿Adónde puedo ir para encontrar a otros médicos? -le preguntó Rob.
– Yo diría que al Liceo, maestro Cole. Se trata de una reunión que celebran regularmente los médicos de esta ciudad. No conozco los detalles, pero sin duda el maestro Rufus está al tanto de todo.
Señaló al otro extremo de la tienda, donde un hombre olía una rama de verdolaga seca para probar su volatilidad.
Pollard acompañó a Rob y le presentó a Aubrey Rufus, médico de la calle Fenchurch.
– Le he hablado al maestro Cole del Liceo, pero no recuerdo los detalles.
Rufus, un hombre sereno y unos diez años mayor que Rob, se pasó la mano por su ralo pelo rubio y asintió amablemente.
– Se celebra la tarde del primer lunes de cada mes, con una cena en la sala situada encima de la taberna de Illingsworth, en Cornhill. Es principalmente una excusa para dar rienda suelta a nuestra glotonería. Cada uno paga su comida y su bebida.
– ¿Es necesario ser invitado?
– No, nada de eso. Está abierto a todos los médicos de Londres. Pero si preferís una invitación, en este mismo momento os estoy invitando -dijo Rufus afablemente. Rob sonrió, le dio las gracias y se despidió.
Así fue como el primer lunes de aquel nuevo año fangoso, entró en la taberna de Illingsworth y se encontró en compañía de una veintena de médicos.
Estaban sentados alrededor de diversas mesas, charlando, riendo y bebiendo, y al verlo llegar lo inspeccionaron con la furtiva curiosidad que siempre dedica un grupo a cualquier recién llegado.
El primero al que reconoció fue Hunne, que frunció el entrecejo al verlo y murmuró algo a sus compañeros. Pero sentado a otra mesa estaba Aubrey Rufus y le hizo señas de que se sentara allí. Le presentó a los otros cuatro comensales, mencionando que Rob acababa de llegar a la ciudad y había instalado su consulta en la calle del Támesis.
Las miradas de los demás contenían dosis variables de la cautela ceñuda con que lo había observado Hunne.
– ¿Con quién hicisteis el aprendizaje? -le preguntó un tal Brace.
– Fui aprendiz del médico Heppmann, en la ciudad franca de Freising.
Heppmann era el propietario de la casa donde pararon en Freising mientras Tam estuvo enfermo.
– Hmmm -dijo Brace, emitiendo sin duda la opinión que le merecían los médicos formados en el extranjero-. ¿Cuánto tiempo duró el aprendizaje?
– Seis años.
El interrogatorio se vio desviado por la llegada de las vituallas, consistentes en aves demasiado hechas, con nabos asados y cerveza, que Rob apenas probó porque prefería mantenerse sereno. Después de comer se enteró de que aquel día el conferenciante era Brace. El hombre habló sobre la aplicación de ventosas, advirtiendo a sus colegas que debían calentar bien la copa, pues era el calor del cristal lo que atraía los malos humores de la sangre a la superficie de la piel, donde podían extraerse mediante una sangría.
– Debéis demostrar a los pacientes vuestra confianza en que la repetición de ventosas y sangrías producirán la curación, para que puedan compartir vuestro optimismo -concluyó Brace.
La conferencia estaba mal preparada, y por la conversación que siguió Rob supo que cuando él tenía once años, Barber le había enseñado más de lo que aquellos médicos sabían sobre sangrías y ventosas, y el momento apropiado para apelar a ellas.
De modo que el Liceo lo decepcionó en seguida.
Parecían obsesionados por los honorarios y los ingresos. Incluso con cierta envidia, Rufus le tomó el pelo al presidente, el médico de la realeza Dryfield, porque cada año recibía el complemento de un estipendio y trajes nuevos.
– Es posible curar por un estipendio sin servir al rey -dijo Rob.
Sus palabras llamaron la atención de todos los presentes.
– ¿Cómo es posible? -inquirió Dryfield.
– El médico puede trabajar para un hospital, un centro curativo dedicado a los pacientes y a la comprensión de las enfermedades.
Algunos lo miraron con los ojos en blanco, pero Dryfield asintió.
– Una idea oriental que se está extendiendo. He oído hablar de un hospital recién creado en Salerno, y hace tiempo que funciona el Hotel Dieu en París. Pero permitidme advertir que los pacientes van a morir al Hotel Dieu, un lugar infernal donde se los ingresa y luego se los olvida.
– Los hospitales no tienen por qué ser como el Hotel Dieu -afirmó Rob, molesto porque no podía hablarles del maristán.
En ese momento intervino Hunne.
– Tal vez ese sistema funcione para las razas inferiores, pero los médicos ingleses son de espíritu más independiente y deben tener la libertad de orientar como quieran su propio negocio.
– Pero sin duda la medicina es algo más que un negocio -objetó Rob suavemente.
– Es algo menos que un negocio -le contradijo Hunne-, dados los honorarios bajos que se perciben, y con cretinos recién llegados que se instalan en Londres. ¿Cómo decís y cómo interpretáis eso de que es algo más que un negocio?
– Es una vocación, maestro Hunne. Igual que se dice que algunos hombres reciben la divina llamada de la Iglesia.
Brace rompió a reír. Pero el presidente carraspeó, pues estaba harto de rencillas.