– ¿Quién pronunciará el discurso el mes próximo? -preguntó.
Nadie respondió.
– Vamos, cada uno debe poner su parte -insistió Dryfield, impaciente.
Rob sabía que era un error ofrecerse como conferenciante en la primera reunión. Pero nadie abrió la boca, y por último se decidió.
– Yo, si nadie se opone.
Dryfield enarcó las cejas.
– ¿Sobre qué tema?
– Hablaré sobre la enfermedad abdominal.
– ¿Sobre la enfermedad abdominal, maestro… Crowe, no?
– Cole.
– Maestro Cole, sí. Una charla sobre la enfermedad abdominal será estupenda -dijo el presidente, y sonrió.
Julia Swane, acusada de brujería, había confesado. Encontraron la mancha de la brujería en la suave carne blanca de la parte interior del brazo, inmediatamente debajo del hombro izquierdo. Su hija Glynna testimonió que Julia la había sujetado y se reía mientras alguien que por lo que sabía era el demonio, la usaba sexualmente. Varias víctimas la acusaron de hacer hechizos. La bruja había decidido confesar todo mientras la tenían atada en el taburete mojado, antes de sumergirla en el helado Támesis, y ahora cooperaba con los eclesiásticos resueltos a arrancar el mal de raíz y que, según se rumoreaba, la estaban entrevistando a fondo sobre todo tipo de temas relacionados con la brujería. Rob trató de no pensar en ella.
Compró una gorda yegua gris y la alojó en los que habían sido establos de Egglestan, ahora de propiedad de un tal Thorne. Estaba envejecida y era delgada, se dijo Rob, pero no pensaba jugar con ella a pelota y palo. Cuando lo llamaban, iba a caballo a ver a los pacientes, y había otros que llegaban a su puerta.
Era la época del crup. Aunque le habría gustado contar con medicinas persas como el tamarindo, la granada y el higo en polvo, preparaba pociones con lo que tenía a mano: verdolaga remojada en agua de rosas para hacer gárgaras en los casos de gargantas inflamadas, una infusión de violetas secas para tratar los dolores de cabeza y la fiebre, resina de pino mezclada con miel para combatir las flemas y la tos…
Un día fue a verlo un hombre que se presentó como Thomas Hood. Tenía la barba y el pelo de color zanahoria y la nariz descolorida. A Rob le pareció un rostro conocido, y al cabo de poco se dio cuenta de que era el transeúnte que presenció el incidente entre el judío y los dos marineros. Hood se quejó de síntomas de aftas, pero no tenía pústulas en la boca, ni fiebre, ni la garganta enrojecida, y era demasiado vital para estar enfermo. De hecho, fue una constante fuente de preguntas personales. ¿Con quién había aprendido Rob? ¿Vivía solo? ¿No tenía esposa ni hijos? ¿Cuánto tiempo llevaba en Londres? ¿De dónde había venido?
Hasta un ciego vería que aquel no era un paciente sino un fisgón. Rob no respondió, le recetó un poderoso purgante que sabía que no tomaría y lo acompañó a la puerta en medio de más preguntas de las que no hizo el menor caso.
Pero la visita lo fastidió desmesuradamente. ¿Quién había enviado a Hood? ¿Para quién hacía averiguaciones? ¿Y era mera coincidencia que hubiese observado cómo Rob había puesto en fuga a los dos marineros?
Al día siguiente, conoció algunas posibles respuestas cuando fue al herbolario a comprar ingredientes para sus medicinas y volvió a encontrarse con Aubrey Rufus.
– Hunne habla mal de vos cada vez que tiene la oportunidad -le contó Rufus-. Dice que sois demasiado impertinente. Que tenéis la apariencia de un rufián y un sinvergüenza, y que duda de que seáis médico. Intenta impedir la entrada al Liceo a quienes no hayan hecho el aprendizaje con médicos ingleses.
– ¿Qué me aconsejáis?
– Nada -dijo Rufus-. Es evidente que no se resigna a compartir la calle del Támesis con vos. Todos sabemos que Hunne sería capaz de vender los cojones de su abuelo por una moneda. Nadie le hará caso.
Reconfortado, Rob volvió a su casa.
Disiparía las dudas de esa gente con erudición, resolvió, y se dedicó a preparar el discurso acerca de la enfermedad abdominal como si tuviera que pronunciarlo en la madraza. El Liceo original, cerca de la antigua Atenas, era el ámbito donde Aristóteles pronunciaba sus discursos; él no era Aristóteles, pero había sido instruido por Ibn Sina y enseñaría a aquellos médicos londinenses cómo podía ser una clase de medicina.
Mostraron interés, indudablemente, porque todos los que asistían al Liceo habían perdido pacientes que padecieron la enfermedad del lado derecho del bajo vientre. Pero también hubo un desdén generalizado.
– ¿Un gusanito? -dijo arrastrando la voz un médico estrábico, apellidado Sargent. ¿Una pequeña lombriz rosa en la barriga?
– Un apéndice en forma de lombriz, maestro -dijo bruscamente Rob-. Adherido al ciego. Y supurante.
– Los dibujos de Galeno muestran que no hay ningún apéndice en forma de gusano en el ciego -objetó Dryfield-. Celso, Rhazes, Aristóteles, Dioscorides… ¿alguno de ellos ha escrito sobre ese apéndice?
– Ninguno. Lo que no significa que no exista.
– ¿Alguna vez habéis hecho la disección de un cerdo, maestro Cole? -preguntó Hunne.
– Sí.
– Bien, entonces sabréis que las interioridades del cerdo son idénticas a las del hombre. ¿Alguna vez habéis observado un apéndice rosa en el ciego de un cerdo?
– ¡Era una pequeña salchicha de cerdo! -gritó un gracioso, y la carcajada fue general.
– Interiormente el cerdo parece igual al hombre -dijo Rob con su tono más paciente-, pero hay sutiles diferencias. Una de ellas es ese pequeño apéndice en el ciego humano. -Desenrolló la lamina de El hombre transparente y la fijó en la pared con alfileres de hierro-. A esto me refiero. Aquí esta representado el apéndice en las primeras etapas de la irritación.
– Supongamos que la enfermedad abdominal se desarrolle precisamente de la forma que habéis descrito -dijo un médico con fuerte acento danés-. ¿Sugerís alguna cura?
– No conozco ninguna cura.
Se oyeron protestas.
– Entonces, ¿Qué importancia puede tener un gusanito si no conocemos el origen de la enfermedad? -vocearon otros, olvidando cuánto odiaban a los daneses, con tal de unirse en su oposición al recién llegado.
– La medicina es como una lenta obra de albañilería -razonó Rob-. Somos afortunados si en el plazo de una vida podemos poner un solo ladrillo. Y si podemos explicar la enfermedad, alguien que aún no ha nacido estará en condiciones de conseguir su curación.
Más protestas.
Se apiñaron para estudiar la ilustración.
– ¿Lo habéis dibujado vos, Master Cole? -preguntó Dryfield al ver la firma.
– Sí.
– Un trabajo excelente -dijo el presidente-. ¿Cuál fue su modelo?
– Un hombre al que le rajaron el vientre.
– Entonces sólo habéis visto uno de esos apéndices -terció Hunne-. Y sin duda la voz omnipotente que os dio a conocer vuestra vocación también os dijo que la pequeña lombriz rosa en las tripas es universal, ¿verdad?
Las palabras de Hunne provocaron nuevas risas y Rob sintió la afrenta de una provocación.
– Estoy convencido de que el apéndice del ciego es universal. Lo he visto en más de una persona.
– ¿Digamos que en… cuatro?
– Digamos que en media docena.
Lo contemplaban a él y no al dibujo.
– ¿Media docena, maestro Cole? ¿Y como es que llegasteis a ver el interior del cuerpo de seis seres humanos? -lo aguijoneó Dryfield.
– Algunos vientres quedaron expuestos en el curso de accidentes. Otros en peleas. No todos eran pacientes míos y los incidentes se produjeron a lo largo de cierto periodo de tiempo.
Aquello sonó inverosímil incluso para sus oídos.
– ¿Mujeres además de hombres? -preguntó Dryfield.
– Varias eran mujeres, en efecto -dijo Rob a regañadientes.
– Hmmm -murmuró el presidente, dejando bien claro que lo consideraba un mentiroso.