Выбрать главу

El hermano Paulinus dio un sorbo a su cerveza.

– Si no encuentras a los doce, se pondrá en tela de juicio la veracidad de lo que dices, en cuyo caso te darán la oportunidad de demostrar tu inocencia mediante una ordalía.

La cerveza sabía a desesperación.

– ¿Qué son las ordalías?

– La Iglesia utiliza cuatro: agua fría, agua caliente, hierro caliente y pan consagrado. Te diré que el obispo Aelfsige prefiere el hierro caliente. Te darán a beber agua bendita, que también salpicarán en la mano que utilizarás en la ordalía. Tú puedes elegir cual de las dos manos. Cogerás del fuego un hierro al rojo vivo y lo llevarás en la mano a una distancia de nueve pies que habrás de recorrer en tres pasos, luego lo dejarás caer e irás deprisa hasta el altar, donde te vendarán la mano y cerrarán la venda con un sello. Tres días después te quitaran el vendaje. Si tienes la mano blanca y pura, te declararán inocente. Si la mano no esta limpia, serás excomulgado y te entregarán a la autoridad civil.

Rob intentó ocultar sus emociones, pero tenía la certeza de que en su cara no había color.

– A menos que tu conciencia sea mejor que la de la mayoría de los hombres nacidos de mujer, opino que debes abandonar Londres -dijo secamente Paulinus.

– ¿Por qué me dices estas cosas? ¿Por qué me ofreces tus consejos?

Se estudiaron mutuamente. El monje tenía la barba muy rizada, cabello tonsurado castaño claro, como de paja vieja, ojos de color pizarra e igualmente duros… aunque reservados. Los ojos revelaban a un hombre con una gran vida interior. La boca era un tajo de rectitud. Rob tenía la seguridad de no haberlo visto nunca antes de entrar a San Pablo aquella mañana.

– Yo sé que eres Robert Jeremy Cole.

– ¿Cómo lo sabes?

– Antes de transformarme en Paulinus en la comunidad benedictina, yo también me llamaba Cole. Casi sin la menor duda, soy tu hermano.

Rob aceptó sus palabras de inmediato. Había estado dispuesto a aceptarlas durante veintidós años y ahora sintió un júbilo creciente que se vio ahogado por una cautela culposa, una sensación de que algo marchaba mal. Comenzó a incorporarse, pero el otro siguió sentado, observándolo con un cálculo vigilante que llevó a Rob a sentarse de nuevo.

Oyó su propia respiración.

– Eres mayor de lo que sería el bebé Roger -dijo-. Samuel está muerto. ¿Lo sabías?

– Sí.

– Por lo tanto eres… Jonathan o…

– No, yo era William.

– William.

El monje seguía contemplándolo.

– Después de la muerte de papá te llevó un sacerdote que se llamaba Lovell.

– El padre Ranald Lovell. Él me dejó en el monasterio de San Benito, en Jarrow. Murió cuatro años más tarde y entonces decidí hacerme oblato.

Paulinus contó sucintamente su historia.

– El abad de Jarrow era Edmund, amoroso guardián de mi juventud.

"Me tomó a su cargo y me moldeó, con el resultado de que fui novicio, monje y preboste a muy temprana edad. Fui mucho más que su fuerte brazo derecho. El era abbas et presbyter, dedicado plena y continuamente a recitar el opus dei y a aprender, enseñar y escribir. Yo era su severo administrador, el mayordomo de Edmund. Como preboste no fui popular. -Sonrió tiesamente-. A su muerte, hace dos años, no me eligieron para reemplazarlo, pero el arzobispo había puesto los ojos en Jarrow y me pidió que abandonara la comunidad que había sido mi familia. Estoy a punto de ordenarme para ser obispo auxiliar de Worcester.

Un discurso de reencuentro curioso y desamorado, pensó Rob; el recitado monótono de una carrera con su reconocimiento implícito de expectativas y ambiciones.

– Grandes responsabilidades deben estar esperándote -dijo, apesadumbrado.

Paulinus se encogió de hombros.

– Es Su voluntad.

– Al menos ahora sólo me falta encontrar a otros once testigos -dijo Rob-. Quizá el obispo permita que el testimonio de mi hermano valga por varios.

Paulinus no sonrió.

– Cuando vi tu nombre en la denuncia, hice averiguaciones. Si lo estimulan, el mercader Bostock puede testimoniar aportando detalles muy interesantes. ¿Qué ocurrirá en el caso de que te pregunten si has fingido ser judío con el propósito de asistir a una academia pagana en desafío a las leyes de la Iglesia?

La tabernera se acercó a ellos y Rob la despidió con un ademán

– Respondería que en Su sabiduría Dios me ha permitido hacerme sanador porque Él no creo al hombre y a la mujer sólo para que sufrieran y murieran.

– Dios tiene un ejército ungido que interpreta lo que Él pretende del cuerpo y el alma del hombre. Ni los cirujanos barberos ni los médicos formados en el paganismo están ungidos, y hemos puesto en vigor leyes eclesiales para acabar con los que son como tú.

– Lo habéis puesto difícil para nosotros. En algunos momentos nos habéis obligado a aminorar el paso. Pero creo, Willum, que no han acabado con nosotros.

– Te irás de Londres.

– ¿Lo haces por amor fraterno o por miedo a que el próximo obispo auxiliar de Worcester sea estorbado por un hermano excomulgado al que ejecutaron por paganismo?

Ninguno de los dos habló durante largo rato.

– Te he buscado a lo largo de toda mi vida. Siempre soñaba con encontrar a los chicos -dijo por fin Rob, amargamente.

– Ya no somos chicos. Y los sueños no son la realidad -declaró Paulinus.

Rob asintió. Empujó la silla hacia atrás.

– ¿Conoces a alguno de los demás?

– Sólo a la chica.

– ¿Dónde está?

– Murió hace seis años.

– ¡Oh!- Ahora se puso decididamente de pie-. ¿Dónde encontraré su tumba?

– No hay tumba. Falleció en un gran incendio.

Rob salió de la taberna sin volver la vista para mirar al monje gris.

Ahora tenía menos miedo del arresto que de unos asesinos contratados por un hombre poderoso para aliviarse de un estorbo. Fue deprisa a los establos de Thorne, pagó la cuenta y se llevó su caballo. En la casa de la calle del Támesis sólo se detuvo el tiempo suficiente para recoger las cosas que se habían vuelto partes esenciales de su vida. Estaba harto de abandonar lugares con prisa desesperada para después viajar vastas distancias, pero actuó veloz y expertamente.

Cuando el hermano Paulinus estaba sentado para la cena en la refectoría de San Pablo, su hermano de sangre abandonaba la ciudad de Londres. Rob cabalgó en el pesado caballo por el camino lodoso de Lincoln que llevaba al norte, perseguido por furias pero sin lograr escapar a ellas, porque algunas moraban en su interior.

EL VIAJE CONOCIDO

La primera noche durmió blandamente sobre una pila de heno, a la vera del camino. Era el heno del último otoño, maduro y podrido bajo la superficie, por lo que no cavó para hacer un hueco, aunque despedía algo de calor y el aire era templado. Al despertar con el amanecer, lo primero que pensó, amargamente, fue que había dejado en su casa de la calle del Támesis el juego del sha que había sido de Mirdin. Tan precioso era para él que lo llevó a través del mundo desde Persia, y comprender que lo había perdido para siempre fue una puñalada.

Tenía hambre, pero no quería buscar comida en una granja, donde lo recordarían si alguien que lo perseguía preguntaba por él. Cabalgó media mañana con el estómago vacío, hasta llegar a un pueblo con mercado, donde compró pan y queso suficiente para satisfacer su hambre y llevarse algunas porciones.

No dejaba de pensar en lo ocurrido. Haber encontrado a un hermano de esa ralea era peor que no encontrarlo, y se sintió engañado y repudiado.

Pero se dijo que había llorado a Willum cuando la vida los separó de niños, y que sería feliz si no tenía que volver a ver a ese Paulinus de ojos duros como el acero.