Barber extrajo una pelota amarilla de su bolsa y la arrojó para que quedara junto a las demás.
Roja, azul, marrón y verde. Y ahora, amarilla.
Rob pensó en los colores del arco iris y sintió que se hundía en la más negra desesperación. Se incorporó y miró a Barber. Supo que el hombre percibiría en sus ojos una resistencia que hasta entonces nunca se había manifestado, pero no pudo evitarlo.
– ¿Cuántas más?
Barber comprendió la pregunta y captó su desesperación.
– Ninguna. Es la ultima -respondió, sereno.
Trabajaron a fin de prepararse para el invierno. Aunque había leña suficiente, era necesario cortar más. También había que recoger leña fina, cortarla y apilarla cerca de la chimenea. La casa contaba con dos habitaciones, una para vivir y la otra para despensa. Barber sabía exactamente a dónde tenía que dirigirse para conseguir las mejores provisiones. Compraron nabos, cebollas y un cesto de calabazas. En un huerto de Exeter adquirieron un tonel de manzanas de piel dorada y carne blanca y lo llevaron a casa en el carromato. Prepararon un barril de cerdo en salmuera. En una granja vecina disponían de sala para ahumar, así que compraron jamones y caballas y los hicieron ahumar a cambio de dinero. Los colgaron junto a un cuarto de cordero que también habían comprado. Allí, en lo alto, secándose, aguardaban la época en que los necesitarían. Acostumbrado a que la gente cazara y pescara furtivamente o produjera lo que comía, el campesino se asombró de que un hombre común comprara tanta carne.
Rob detestaba la pelota amarilla. Y la pelota amarilla fue su perdición.
De buen principio, hacer juegos malabares con cinco pelotas le parecía mal. Tenía que sostener tres pelotas con la mano derecha. En la izquierda apretaba la pelota más baja contra la palma de la mano con el anular y el meñique, mientras la de arriba quedaba encajada entre su pulgar, su índice y el dedo corazón. En la derecha, sostenía la pelota más baja del mismo modo, pero la de arriba quedaba encarcelada entre su pulgar y su índice y la del medio, encajaba entre el índice y el dedo corazón. Apenas podía sostenerlas, para no hablar de lanzarlas.
Barber intentó ayudarlo.
– Cuando haces malabarismos con cinco pelotas, muchas de las reglas que has aprendido ya no sirven. Ahora no puedes lanzar la pelota; tienes que echarla hacia arriba con las yemas de los dedos. A fin de tener tiempo suficiente para hacer malabarismos con las cinco, has de lanzarlas muy alto. Primero sueltas una pelota de la mano derecha. Inmediatamente, otra pelota debe abandonar tu mano izquierda, luego la derecha, de nuevo la izquierda después la derecha. ¡Lanza-lanza-lanza-lanza! ¡Debes hacerlo muy rápidamente!
Rob lo intentó y se encontró bajo una lluvia de pelotas. Sus manos procuraban asirlas, pero se desmoronaban a su alrededor y rodaban hasta las esquinas de la estancia. Barber sonrió y dijo:
– Este será tu trabajo del invierno.
El agua sabía amarga porque la fuente de atrás estaba atascada por una densa capa de hojas de roble en putrefacción. Rob encontró un rastrillo de madera en la cuadra y recogió grandes montones de hojas negras e impregnadas de agua. Apiló arena en una ribera cercana y roció la fuente con una gruesa capa. Cuando el agua turbia se asentó, volvió a ser potable.
El invierno, una estación extraña, llegó pronto. A Rob le gustaban los inviernos de verdad, con el suelo nevado. Ese año en Exmouth llovió la mitad de los días, y cada vez que nevaba los copos se derretían sobre la tierra húmeda. No había hielo salvo las diminutas agujas que encontró en el agua de la fuente. El viento marítimo siempre era frió y húmedo, y la casita formaba parte de la humedad general. Por la noche dormía en la gran cama, con Bar. Aunque el barbero se acostaba más cerca del fuego de la chimenea, su corpulencia despedía bastante calor.
Llegó a odiar los malabarismos. Hizo esfuerzos desesperados por manipular las cinco pelotas, pero no llegó a recoger más de dos o tres. Cuando tenía dos pelotas e intentaba coger la tercera, la descendente solía golpear las que tenía en la mano y salía disparada.
Se dedicó a realizar cualquier tarea que le impidiera practicar los juegos malabares. Sacaba los excrementos nocturnos sin que nadie se lo pidiera y limpiaba el orinal de piedra cada vez que lo utilizaban. Recogió más leña de la necesaria, y constantemente llenaba la jarra de agua. Cepilló a Incitatus hasta que su piel gris relució, y trenzó sus crines. Revisó cada una de las manzanas del barril para entresacar la fruta podrida. Tenía la casa aún más limpia de lo que su madre la había tenido en Londres.
En la orilla de la bahía de Lyme contemplaba las olas blancas que azotaban la playa. El viento arreciaba en línea recta de la mar gris y agitada, tan frío y húmedo que le hacía llorar los ojos. Barber se dio cuenta de que temblaba y contrató a la costurera viuda Editha Lipton para que cortara una de sus viejas túnicas y cosiera una capa abrigada y unos pantalones ceñidos para Rob.
El marido y los dos hijos de Editha se habían ahogado durante una tormenta que los sorprendió pescando. La viuda era una matrona fuerte, de rostro apacible y ojos tristes. Rápidamente se convirtió en la mujer de Barber. Cuando el barbero se quedaba con ella en la ciudad, Rob se tendía a solas en la gran cama junto al fuego y fingía que la casa le pertenecía. En una ocasión en que una tempestad con aguanieve logró colarse por las grietas, Editha pasó la noche allí. Desplazó a Rob al suelo, donde el mozo se aferró a una piedra caliente envuelta en un trapo, con los pies tapados con trozos de bucarán de la costurera. Oyó su voz baja y suave:
– ¿El chico no debería venir con nosotros, para estar abrigado?
– No -replicó Barber.
Un rato más tarde, mientras el hombre gruñón se balanceaba sobre ella, la viuda bajo la mano en la oscuridad y la posó en la cabeza de Rob, ligera como una bendición.
El chico se quedó quieto. Cuando Barber acabó con la mujer, esta ya había retirado la mano. A partir de entonces, cada vez que la viuda dormía en casa de Barber, Rob aguardaba en la oscuridad, en el suelo, junto a la cama, pero nunca volvió a tocarlo.
– No has avanzado nada -se quejó Barber-. Presta atención. Mi aprendiz debe servir para entretener al público. Mi ayudante debe ser malabarista.
– ¿No puedo hacer malabarismos con cuatro pelotas?
– Un prestidigitador excepcional puede mantener siete pelotas en el aire. Conozco a varios que manipulan seis. Me basta con un prestidigitador corriente y moliente. Pero si no consigues manipular cinco pelotas, pronto tendré que desprenderme de ti. -Barber suspiró-. He tenido muchos chicos y, de todos, sólo tres eran dignos de conservarse. El primero fue Evan Carey, que aprendió a hacer maravillosos juegos malabares con cinco pelotas, pero tenía debilidad por el alcohol. Estuvo conmigo cuatro prósperos años después de su aprendizaje, hasta que murió de una cuchillada en una reyerta de borrachos en Leicester. Un final digno de un imbécil.
– El segundo fue Jason Earle. Era inteligente y el mejor malabarista de todos. Aprendió mi oficio de barbero, pero se casó con la hija del magistrado de Portsmouth y permitió que su suegro lo convirtiera en un ladrón como Dios manda y en recaudador de sobornos.
– Gibby Nelson, el penúltimo chico, era maravilloso. Fue mi puñetera comida y bebida hasta que cogió las fiebres en York y murió. -Frunció el ceño-. El condenado y último chico era un imbécil. Hacía lo mismo que tú: podía realizar juegos malabares con cuatro pelotas, pero no logró cogerle el gusto a la quinta y me lo quité de encima en Londres poco antes de encontrarte a ti.
Se contemplaron con tristeza.
– Óyeme bien: tu no eres imbécil. Eres un mozuelo prometedor, con el que es fácil convivir, y rápido a la hora de cumplir las faenas. Sin embargo, no conseguí el caballo y los arreos, ni esta casa, ni la carne que cuelga de los tejos enseñando mi oficio a chicos que no me sirven. En primavera serás prestidigitador o tendré que dejarte en alguna parte. ¿Lo entiendes?