Выбрать главу

– Sí, Barber.

El cirujano barbero le enseñó algunas cosas. Le pidió que hiciera juegos malabares con tres manzanas, y los rabos puntiagudos le hirieron las manos. Cogió suavemente, aflojando en cada intento su apretón.

– ¿Lo has visto? -preguntó Barber-. En virtud de la ligera diferencia, la manzana que ya sostienes en la mano evita que la segunda manzana rebote fuera de tu alcance.-Rob descubrió que funcionaba tanto con manzanas como con pelotas-. Vas progresando -comentó Barber esperanzado.

Las Navidades llegaron mientras estaban ocupados con otras cosas.

Editha los invitó a que la acompañaran a la iglesia, y Barber soltó un bufido.

– Entonces, ¿somos una condenada familia? -De todos modos, el barbero no opuso resistencia cuando la viuda preguntó si podía llevar al chiquillo.

La pequeña iglesia campestre de zarzo y argamasa barata estaba atiborrada y, por tanto, más cálida que el resto del desolado Exmouth. Desde Londres Rob no había pisado una iglesia, y respiró nostálgico el olor a incienso y a humanidad entregándose a la misa, un refugio conocido.

Después, el sacerdote, al que le costó trabajo entender por su acento de Dartjor, habló del nacimiento del Salvador y de la bendita vida humana que llegó a su fin cuando los judíos lo mataron; también se refirió extensamente a Lucifer, el ángel caído con el que Jesús lucha eternamente en defensa de nosotros. Rob intentó elegir un santo al que dedicarle una oración especial, pero acabó dirigiéndose al alma más pura que su mente era capaz de imaginar. "Por favor, mamá, cuida de los demás. Yo estoy bien y te suplico me ayudes a cuidar a tus hijos más pequeños.-No pudo abstenerse de añadir una cuestión personal-: Mamá, te ruego que me ayudes a hacer juegos malabares con cinco pelotas."

– Al salir de la iglesia se dirigieron directamente a la casa y comieron la oca que Barber hacía horas había puesto en el espetón, rellena con ciruelas y cebollas.

– Si uno toma oca en Navidad, recibirá dinero todo el año -aseguró Barber.

Editha sonrió.

– Siempre oí decir que para recibir dinero tienes que comer oca el día de San Miguel -intervino, pero no discutió cuando Barber insistió en que era en Navidad. El barbero fue generoso con los licores y compartieron una alegre comida.

Editha no podía pasar la noche en casa de Barber, tal vez porque el día del nacimiento de Cristo sus pensamientos estaban con sus difuntos esposo e hijos, del mismo modo que los de Rob andaban por otros derroteros.

Cuando ella se fue, Barber observó como Rob recogía la mesa.

– No debo encariñarme demasiado con Editha -concluyó Barber-. Al fin y al cabo, sólo es una mujer y pronto la dejaremos.

El sol jamás brillaba. Ya habían transcurrido tres semanas del nuevo año y la grisura invariable de los cielos afectó sus espíritus. Barber se dedicó a apremiarlo y a insistir en que continuara las practicas por muy lamentables que fueran sus repetidos fracasos.

– ¿No recuerdas lo que ocurrió cuando intentaste hacer malabarismos con tres pelotas? Primero no podías y, de repente, fuiste capaz. Lo mismo ocurrió a la hora de soplar el cuerno sajón. Debes concederte hasta la ultima oportunidad de hacer juegos malabares con cinco.

Por muchas horas que dedicara a la práctica, el resultado era siempre el mismo. Acabó por abordar torpemente la tarea, convencido de que fracasaría incluso antes de empezar.

Rob supo que llegaría la primavera y que no sería prestidigitador.

Una noche soñó que Editha volvía a tocarle la cabeza, abría sus muslos generosos y le mostraba el sexo. Al despertar no podía recordar cuál era su aspecto, pero durante el sueño le ocurrió algo extraño y aterrador. En cuanto Barber salió de la casa limpió la suciedad de las pieles y la frotó con ceniza húmeda. No era tan necio para creer que Editha esperaría a que se hiciera hombre y se casaría con el, pero pensó que la situación de la viuda mejoraría si ganaba un hijo.

– Barber se irá -le dijo una mañana mientras ella lo ayudaba a acarrear leña-. ¿No puedo quedarme en Exmouth y vivir contigo?

Algo duro se apoderó de los ojos de la viuda, que no desvió la mirada.

– No puedo mantenerte. Para mantenerme viva sólo a mí misma, tengo que ser medio cocinera y medio prostituta. Si te tuviera a ti, debería entregarme a cualquier hombre.

Un leño cayó de la pila que sostenía entre los brazos. Aguardó a que Rob lo recogiera, dio media vuelta y entró en la casa.

A partir de entonces la viuda apareció con menos frecuencia y apenas le dirigió la palabra. Al final dejó de visitarlos. Quizás Barber estaba menos interesado en los placeres, ya que se tornó más irritable.

– ¡Bobo! -gritó cuando Rob J. dejó caer las pelotas por enésima vez-. Esta vez sólo utilizarás tres pelotas pero las lanzarás alto, como harías si tuvieras cinco. Cuando la tercera pelota esté en el aire, bate palmas.

Rob obedeció y después del golpe aún tuvo tiempo para recoger las tres pelotas.

– ¿Has visto? -preguntó Barber, satisfecho-. En el tiempo que dedicaste a batir palmas, habrías podido echar al aire las otras dos pelotas.

Cuando lo intentó, las cinco pelotas chocaron en el aire y una vez más volvió a reinar el caos, las maldiciones del barbero y las pelotas rodaron por todas partes.

De repente, sólo faltaban unas pocas semanas para la primavera.

Una noche, convencido de que Rob estaba dormido, Barber se acercó al chico y acomodó las pieles para que estuviera abrigado. Se inclinó sobre la cama y miró largo rato a Rob. Luego suspiró y se alejó.

Por la mañana, Barber sacó una fusta del carromato.

– No te concentras en lo que haces -dijo.

Rob nunca lo había visto azotar al caballo, pero cuando se le cayeron las pelotas la fusta silbó y le hirió las piernas.

Dolía mucho. Gritó y se puso a sollozar.

– Recoge las pelotas.

Las recuperó y volvió a lanzarlas con el mismo resultado lamentable. La fusta le laceró las piernas.

Aunque su padre lo había golpeado en infinitas ocasiones, jamás empleó fusta.

Recobró una y otra vez las cinco pelotas e intentó hacer malabarismos y no lo logró. Cada vez que fallaba, la fusta azotaba sus piernas y lo hacía gritar de dolor.

– Recoge las pelotas.

– ¡Por favor, Barber!

El rostro del hombre era severo.

– Es por tu propio bien. Usa la cabeza. Piensa.

Aunque el día era frío, Rob sudaba a raudales. El dolor lo empujó a concentrarse en lo que hacía, pero temblaba, presa de frenéticos sollozos, y sus músculos parecían pertenecer a otra persona. Lo hizo peor que nunca.

Se irguió tembloroso, con el rostro surcado de lágrimas y los mocos resbalando hasta su boca mientras Barber lo vapuleaba. “Soy un romano -se dijo-. Cuando sea adulto, buscaré a este hombre y lo mataré.”

Barber lo golpeó hasta que la sangre empañó las perneras de los pantalones nuevos que Editha había cosido. Entonces soltó la fusta y abandonó la Casa con paso decidido.

Aquella noche el cirujano barbero regresó tarde y, borracho como una cuba, se dejó caer en la cama.

Al despertar por la mañana, su mirada era serena, pero apretó los labios al ver las piernas de Rob. Calentó agua y, con ayuda de un trapo, limpió la sangre seca. Fue a buscar un tarro de grasa de oso y dijo:

– Frótala bien.

La certeza de que había perdido la oportunidad, hería a Rob más que los cortes y los verdugones.

Barber consultó sus mapas.

– Partiré el Jueves Santo y te llevaré a Bristol. Es un puerto próspero y tal vez allí encuentres colocación.

– Sí, Barber -respondió en voz baja.

Barber dedicó largo rato a preparar el desayuno, y cuando lo tuvo listo repartió generosamente gachas, tostadas con queso y huevos con tocino.

– Come, come -dijo roncamente.

Se quedó mirando a Rob, que comía a regañadientes.