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Las "tonterías" que había aprendido con las monjas ahora daban de comer a los suyos.

Esa mañana pensó si iba o no a repartir sus encajes con hilos de oro. Estaba muy próxima al parto y se sentía enorme y pesada, pero en la despensa quedaba muy poco. Era menester acudir al mercado de Billingsgate a comprar harina, y para ello necesitaba el dinero que le pagaría el exportador de encajes que vivía en Southwark, al otro lado del río. Cogió su hatillo y bajó lentamente por la calle del Támesis hacia el puente de Londres.

Como de costumbre, la calle del Támesis estaba atestada de bestias de carga y de estibadores que trasladaban mercancías entre los almacenes cavernosos y el bosque de palos de embarcaciones atracadas en los muelles. La algarabía la inundó como la lluvia después de la sequía. A pesar de todas las dificultades, se alegraba de que Nathanael la hubiera sacado de Watford y de la granja. ¡Amaba tanto aquella ciudad!

– ¡Hijo de puta! Regresa y devuélveme mi dinero. ¡Devuélvemelo! -gritó una mujer furiosa a alguien que Agnes no pudo ver.

Las madejas de risa se mezclaban con cintas de palabras en lenguas extranjeras. Se arrojaban maldiciones cual afectuosas bendiciones.

Pasó junto a esclavos harapientos que arrastraban lingotes de arrabio hacia los barcos que esperaban. Los perros ladraban a los desgraciados que resollaban sobre sus cargas brutales, mientras las gotas de sudor perlaban sus cabezas rapadas. Percibió el olor a ajo de sus cuerpos sucios, el hedor metálico del arrabio y luego un aroma más acogedor procedente de una carretilla, junto a la cual un hombre pregonaba pastelillos de carne. Aunque se le hizo agua la boca, llevaba una sola moneda en el bolsillo y en casa tenía niños hambrientos.

– ¡Pastelillos que saben a dulce pecado! -ofrecía el hombre-. ¡Buenos y calientes!

El puerto despedía olor a resina de pino y cuerdas embreadas calentadas por el sol. Se llevó la mano al vientre mientras caminaba y notaba que su bebe se movía, flotando en el océano contenido entre sus caderas. En la esquina, un grupo de marineros con flores en los gorros cantaba vigorosamente mientras tres músicos tocaban el pifano, el tambor y el arpa. Al pasar junto a ellos vio a un hombre apoyado en un carro de extraño aspecto en el que figuraban los signos del zodiaco. Rondaba los cuarenta años. Empezaba a perder el pelo que, al igual que su barba, era de color castaño oscuro. Sus facciones resultaban atractivas; habría sido más apuesto que Nathanael de no ser porque estaba gordo. Su rostro era rubicundo y su vientre abultaba tanto como el de ella. Su corpulencia no le repugnó; por el contrario, la desarmó, le encantó e intuyó que allí residía un espíritu amistoso y festivo, apegado a los placeres de la vida. Sus ojos azules despedían un destello y una chispa que hacían juego con la sonrisa de Agnes.

– Linda señora, ¿quiere ser mi muñeca? -propuso el hombre.

Sobresaltada, Agnes miró a su alrededor para ver a quién se dirigía el hombre, pero allí no había nadie más.

– ¡Ja, ja!

Normalmente habría congelado a la gentuza con la mirada y se habría olvidado del hombre, pero Agnes tenía sentido del humor, disfrutaba con un hombre que también lo poseía, y esto era demasiado bueno para perdérselo.

– Estamos hechos el uno para el otro. Señora mía, moriría por usted -la llamó ardientemente.

– No es necesario; Cristo ya lo ha hecho, señor -replicó.

Agnes alzó la cabeza, cuadró los hombros y se alejó con un contoneo seductor, precedida por la enormidad de su vientre preñado, sumándose a las risas del hombre.

Hacía mucho tiempo que un hombre no alababa su feminidad, incluso en broma, y el diálogo absurdo le levantó el ánimo mientras avanzaba por la calle del Támesis. Aún sonriente, se acercaba al muelle de los Charcos cuando el dolor la atravesó.

– Madre misericordiosa… -murmuró.

El dolor volvió a golpearla; comenzó en el vientre pero dominó su mente y todo su cuerpo, de modo tal que no pudo continuar en pie. La bolsa de agua reventó cuando cayó sobre los adoquines de la vía pública.

– ¡Socorro! -gritó-. ¡Que alguien me ayude!

El gentío londinense se reunió de inmediato, impaciente por ver qué ocurría, y Agnes se vio rodeada. En medio de la bruma del dolor percibió el círculo de rostros que la contemplaban.

Agnes gimió.

– ¡Ya está bien, bastardos! -protestó un transportista-. Dejadle sitio para respirar y permitid que ganemos el pan nuestro de cada día. Sacadla de la calle para que nuestros carros puedan pasar.

La trasladaron a un sitio oscuro y fresco, que olía intensamente a estiércol. Durante el traslado, alguien se largó con el hatillo de encajes con hilos de oro. En la penumbra, enormes figuras se movían y se balanceaban. Una pezuña golpeó una tabla con un brusco estampido y se oyó una estentórea protesta.

– ¿Qué significa esto? No, no podéis dejarla aquí -dijo una voz quejumbrosa.

La voz pertenecía a un hombrecillo melindroso, barrigudo y con huecos entre los dientes; al ver sus botas y su gorro de encargado de caballos y mulas, Agnes reconoció a Geoff Egglestan y supo que se encontraba en sus establos. Hacia más de un año, Nathanael había reconstruido unos pesebres allí, y Agnes lo recordó.

– Maestro Egglestan -dijo débilmente-. Soy Agnes Cole, esposa del carpintero al que conoce.

Agnes creyó ver una mueca de disgusto en su expresión, y la hosca certeza de que no podía rechazarla.

El gentío se apiñó detrás de Egglestan, con los ojos encendidos de curiosidad.

Agnes jadeó.

– Por favor, ¿tendrá alguien la amabilidad de ir a buscar a mi marido? -preguntó.

– No puedo dejar mi negocio -masculló Egglestan-. Tendrá que ir otro.

Nadie se movió ni habló.

Agnes se llevó la mano al bolsillo y busco la moneda.

– Por favor -repitió y mostró el dinero.

– Cumpliré con mi deber cristiano -dijo de inmediato una mujer que, evidentemente, era una buscona.

Sus dedos rodearon la moneda como una garra.

El dolor era insoportable; un dolor nuevo y distinto. Estaba acostumbrada a las contracciones intermitentes. Sus partos habían sido relativamente difíciles después de los dos primeros embarazos, pero, en el proceso, se había ensanchado. Había sufrido abortos antes y después del alumbramiento de Anne Mary, pero tanto Jonathan como la niña abandonaron fácilmente su cuerpo después de romper aguas, como simientes resbaladizas que se aprietan entre dos dedos. En los cinco partos jamás había sentido algo semejante.

"Dulce Agnes -dijo en medio del embotado silencio-. Dulce Agnes que auxilias a los corderos, auxíliame."

Durante el parto siempre rezaba a su santa, y Santa Agnes la ayudaba, pero esta vez el mundo entero era un dolor continuo y el niño proseguía en su interior como un enorme tapón.

Finalmente, sus gritos discordantes llamaron la atención de una comadrona que pasaba por allí; una arpía que estaba algo más que ligeramente borracha y que, con maldiciones, echó a los mirones de los establos. Luego se volvió y observó a Agnes con ascos.

– Los condenados hombres la arrojaron a la mierda -murmuró.

No había un sitio mejor al que trasladarla. La partera levanto las faldas de Agnes por encima de la cintura y corto la ropa interior; delante de las partes pudendas abiertas, apartó con las manos el estiércol color paja del suelo y luego se las limpio en el mugriento delantal.

Del bolsillo sacó un frasco de manteca de cerdo ya oscurecida por la sangre y los jugos de otras mujeres. Extrajo un poco de grasa rancia, se frotó las manos, como si se las lavara, hasta lubricarlas, e introdujo dos dedos, luego tres y por ultimo la mano entera en el dilatado orificio de la mujer doliente, que ahora aullaba como un animal.