Rob J. estaba asustado. Se temía a sí mismo más de lo que le habían aterrorizado las pelotas de madera.
Los motivos por los que las personas sufrían eran realmente un misterio. Parecía imposible que un simple mortal comprendiera y ofreciera milagros provechosos. Sabía que, puesto que era capaz de hacerlo, Barber era el hombre más listo de cuantos había conocido.
La gente formó cola delante del biombo, y Rob los acompañaba de uno a uno en cuanto Barber acababa con el paciente anterior, guiándolos hasta la relativa intimidad que proporcionaba la delgada barrera. El primer hombre al que Rob acompañó hasta su maestro era corpulento y encorvado, con restos de mugre en el cuello y adherida a los nudillos y bajo las uñas.
– No te vendría nada mal un baño -sugirió Barber sin perder la amabilidad.
– Veras: es por culpa del carbón -dijo el hombre-. El polvo se pega al extraerlo.
– ¿Sacas carbón? -preguntó Barber-. Por lo que he oído, quemarlo es venenoso. He comprobado directamente que produce mal olor y un humo denso que no sale fácilmente por el agujero del techo. ¿Es posible ganarse la vida con una materia tan pobre?
– Lo es, señor, y nosotros somos pobres. Últimamente siento dolores en las articulaciones, que se me hinchan, y al cavar me duelen.
Barber tocó las muñecas y los dedos mugrientos y apoyó la regordeta yema de un dedo en la hinchazón del codo.
– Procede de inhalar los humores de la tierra. Debes ponerte al sol siempre que puedas. Lávate a menudo con agua tibia, pero no caliente, ya que los baños calientes provocan la debilidad del corazón y de los miembros. Frótate las articulaciones hinchadas y doloridas con mi Panacea Universal, que también te resultará beneficiosa si la bebes.
Le cobró seis peniques por tres frascos pequeños y dos más por la consulta, pero no miró a Rob.
Se presentó una mujer fornida y de labios apretados con su hija de trece años, prometida en matrimonio.
– Su flujo mensual se ha detenido dentro de su cuerpo y nunca lo expulsa -dijo la madre.
Barber le preguntó si había tenido el menstruo alguna vez.
– Durante más de un año llegaba todos los meses -respondió la madre-. Pero desde hace cinco meses no pasa nada.
– ¿Has yacido con un hombre? -preguntó amablemente Barber a la joven.
– No -respondió la madre.
Barber miró a la muchacha. Era esbelta y atractiva, de larga cabellera rubia y ojos vivarachos.
– ¿Tienes vómitos?
– No -susurró la joven.
El barbero la estudió, estiró la mano y le tensó la túnica. Cogió la palma de la mano de la madre y la apretó contra el vientre pequeño y redondo.
– No -repitió la chica.
Meneó la cabeza. Sus mejillas se encendieron y se deshizo en un mar de lágrimas. La mano de la madre abandonó el vientre y la abofeteó. Aunque la mujer se llevó a la hija sin pagar, Barber las dejó partir.
En rápida sucesión, trató a un hombre al que ocho años atrás le habían encajado mal la pierna y arrastraba el pie izquierdo al andar; a una mujer acosada por dolores de cabeza; a un hombre con sarna en el cuero cabelludo; y a una chica estúpida y sonriente, con una espantosa llaga en el pecho. Les contó que había rogado a Dios para que a su población llegara un cirujano barbero. Barber vendió la Panacea Universal a todos salvo al sarnoso, que no la adquirió pese a que le fue firmemente recomendada y no tenía los dos peniques.
Se internaron por las colinas más benignas de los Midlands occidentales.
En las afueras del pueblo de Hereford, Incitatus tuvo que esperar junto al río Wye mientras las ovejas cruzaban el vado, un torrente aparentemente infinito de lanas que balaban y que intimidaron profundamente a Rob. Le habría gustado sentirse más cómodo con los animales, pero, a pesar de que su madre procedía del campo, él era un chico de ciudad. Tatus era el único caballo que había tratado. Un vecino lejano de la calle de los Carpinteros tuvo una vaca lechera, pero ninguno de los Cole había pasado mucho tiempo junto a las ovejas.
Hereford era una comunidad próspera. Todas las casas de labranza por las que pasaron contaban con revolcaderos para cerdos y prados verdes y ondulantes salpicados de ganado vacuno y lanar. Las casas de piedra y los graneros eran grandes y sólidos y, en un sentido general, la gente se mostraba más animada que los serranos galeses, agobiados por la pobreza, que se encontraban a pocos días de distancia. En el ejido de la población, su espectáculo atrajo a una voluminosa multitud y las ventas se sucedieron rápidas.
El primer paciente que Barber recibió detrás del biombo tenía aproximadamente la edad de Rob, aunque era mucho más pequeño.
– Se cayó del tejado hace menos de seis días y mire cómo está -dijo el padre del chiquillo, un tonelero.
La duela astillada de un tonel que estaba en el suelo le había atravesado a palma de la mano izquierda y ahora la carne estaba inflamada como un leño hinchado.
Barber indicó a Rob cómo sujetar las manos del muchacho y al padre el modo de cogerlo por las piernas. Luego sacó de su maletín un cuchillo corto y afilado.
– Sujetadlo con firmeza -pidió.
Rob notó que le temblaban las manos. El chiquillo gritó cuando su carne se abrió al contacto con la hoja. Salió un chorro de pus amarillo verdoso, seguido de hedor y de una sustancia roja. Barber limpió con un tapón la corrupción de la herida y se dedicó a tantearla con delicada eficacia, utilizando una pinza de hierro para extraer minúsculas astillas.
– Son fragmentos de la pieza que lo hirió, ¿los ves? -preguntó al padre y se los enseñó.
El muchacho gimió. Rob estaba mareado, pero se dominó mientras Barber seguía trabajando lenta y esmeradamente.
– Tenemos que extraerlas todas, pues contienen humores culpables que volverán a gangrenar la mano -explicó.
Cuando llegó a la conclusión de que la herida estaba libre de astillas, la limpió con un chorro de medicina y la cubrió con un trapo. Bebió lo que quedaba en el frasco. El sollozante paciente se retiró, feliz de abandonarlos mientras su padre pagaba.
A continuación esperaba un anciano encorvado, de tos seca. Rob lo acompaño detrás del biombo.
– ¡Oh, señor, tengo mucha flema matinal!
Jadeaba al hablar. Barber pasó pensativamente la mano por el pecho -De acuerdo; te aplicaré ventosas. -miró a Rob-. Ayúdalo a desvestirse para que pueda aplicarle las ventosas en el pecho.
Rob retiró primorosamente la camisa del cuerpo del anciano, que tenía un aspecto muy frágil. Cuando giró al paciente hacia el barbero y cirujano tuvo que cogerle las dos manos.
Fue como sujetar un par de pajarillos temblorosos. Los dedos como palillos se posaron en los suyos y de ellos recibió un mensaje.
Barber los miró y vio que su ayudante se ponía rígido.
– Venga ya -dijo impaciente-. No podemos tardar todo el día.
Pareció que Rob no lo oía.
Ya en dos ocasiones Rob había percibido esa conciencia extraña y desagradable que se colaba en su propio ser procedente del cuerpo de otro. Al igual que en las ocasiones anteriores, ahora se sintió abrumado por un terror absoluto, soltó las manos del paciente y huyó.
Lanzando maldiciones, Barber buscó a su aprendiz hasta que lo encontró agazapado detrás de un árbol.
– Quiero una explicación. ¡Y ahora mismo!
– El… el anciano va a morir.
Barber lo miró.
– ¿Qué significa eso?
Su aprendiz estaba llorando.
– Para de una vez -exigió Barber-. ¿Cómo lo sabes?
Rob intentó hablar, pero no pudo. Barber lo abofeteó y el chico quedó boquiabierto. Cuando empezó a hablar las palabras manaron como un torrente, pues habían deambulado por su mente incluso desde antes de que dejaran Londres. Explicó que había presentido la muerte inminente de su madre y que se había producido. Después supo que su padre se iría y su padre había muerto.