– ¡Oh, Jesús mío! -murmuró Barber asqueado, pero le prestó toda su atención y no dejó de observar a Rob-. ¿Me estás diciendo que realmente percibiste la muerte en el anciano?
– Sí.
No esperaba que su maestro le creyera.
– ¿Cuándo?
Rob J. se encogió de hombros.
– ¿Pronto?
Asintió con la cabeza. Desesperado, sólo podía responder la verdad.
Vio en los ojos de Barber el reconocimiento de que estaba diciendo la verdad.
Barber titubeó, y luego tomó una decisión.
– Prepara el carro mientras me quito de encima a la gente -dijo.
Abandonaron lentamente la aldea, pero, en cuanto estuvieron más allá de la vista de los lugareños, se alejaron a toda prisa por el carril pedregoso
Incitatus vadeo el río con un ruidoso chapoteo y, una vez del otro lado, espantó a las ovejas, cuyos asustados balidos estuvieron a punto de anular las quejas del pastor agraviado.
Por primera vez Rob vio que Barber azuzaba al caballo con la fusta.
– ¿Por qué corremos? -preguntó, sin dejar de sujetarse.
– ¿Sabes lo que les hacen a los brujos?
Barber tuvo que gritar para hacerse oír en medio del tamborileo de los cascos y el estrépito de las cosas que viajaban en el carromato.
Rob meneó la cabeza.
– Los cuelgan de un árbol o de una cruz. A veces sumergen a los sospechosos en tu condenado Támesis, y si se ahogan los declaran inocentes. Si el viejo muere, dirán que ha fallecido porque somos brujos -vociferó, golpeando una y otra vez con la fusta el lomo del aterrado Tatus.
No se detuvieron para comer ni para hacer sus necesidades. Cuando permitieron que Tatus aminorara el paso, Hereford ya estaba muy lejos, pero apremiaron a la pobre bestia hasta que cayó la noche. Agotados, acamparon y tomaron en silencio una pobre comida.
– Cuéntamelo de nuevo -pidió Barber al final-. No excluyas ni un sólo comentario.
Escuchó con suma atención, y sólo interrumpió una vez a Rob para pedirle que hablara más alto. Cuando conoció la historia completa, asintió con la cabeza y dijo:
– Durante mi propio aprendizaje, vi cómo mi maestro era injustamente asesinado por brujo. -Rob lo miró fijamente, demasiado asustado para hacer preguntas-. A lo largo de mi vida, en varias ocasiones los pacientes han muerto mientras los trataba. Una vez, en Durham, una vieja falleció y llegué la conclusión de que un tribunal eclesiástico ordenaría el tormento por inmersión o por el asimiento de una barra de hierro candente. Sólo me permitieron partir después del interrogatorio más receloso que quepa imaginar, el ayuno y las limosnas. En otra ocasión, en Eddisbury, un hombre murió mientras estaba detrás de mi biombo. Era joven y aparentemente había gozado de buena salud. Los alborotadores habrían encontrado el terreno abonado, pero tuve suerte y nadie me cortó el paso cuando abandoné el pueblo.
Rob logró hablar.
– ¿Crees que he sido… tocado por el diablo?
Esa pregunta lo había atormentado todo el día. Barber bufó.
– Si eso crees, eres majadero y corto de entendederas. Y sé que no eres ninguna de las dos cosas. -Subió al carromato, llenó el cuerno con hidromiel y bebió hasta la ultima gota antes de volver a hablar-. Las madres y los padres mueren. Los viejos mueren. Así es la naturaleza de las cosas. ¿Estás seguro de haber percibido algo?
– Sí, Barber
– ¿No es posible que sea una equivocación o las imaginaciones de un mozuelo?
Rob negó tercamente con la cabeza.
– Yo digo que no es más que una impresión -declaró Barber-. Ya está bien de huir y de hablar. Será mejor que descansemos.
Prepararon los lechos a ambos lados de la hoguera. Estuvieron varias horas sin conciliar el sueño. Barber estuvo dando vueltas y finalmente se levantó y abrió otro frasco de licor, lo llevó hasta la hoguera en que se hallaba Rob y se acuclilló.
– Supongamos…-dijo, y bebió un trago-, simplemente supongamos que todas las demás personas del mundo han nacido sin ojos y que tu naciste con ojos.
– En ese caso, yo vería lo que nadie más puede ver.
Barber bebió y asintió.
– Así es. O imaginemos que nosotros no tenemos orejas y tu sí. Supongamos que nosotros carecemos de algún otro sentido. Por alguna razón procedente de Dios, de la naturaleza o de lo que quieras, se te ha concedido un…, un don especial. Pero supongamos que puedes decir cuándo morirá alguien.
Rob guardó silencio, pues volvía a estar muy asustado.
– Ambos sabemos que es una tontería -agregó Barber-. Coincidimos en que fue producto de tu imaginación. Pero supongamos…
Bebió pensativo del frasco, moviendo la nuez, y la mortecina luz de la hoguera ilumino cálidamente sus ojos esperanzados mientras observaba a Rob J.
– Sería un pecado no explotar semejante don -declaró.
En Shipping Norton compraron hidromiel y prepararon otra serie de Panacea, reponiendo la lucrativa provisión.
– Cuando muera y haga cola ante las puertas -dijo Barber-, San Pedro preguntará: "Cómo te ganaste el pan?" "Yo fui campesino”, podrá decir un hombre o "Fabriqué botas a partir de pieles". Pero yo responderé: "Fumum vendidi" -dijo jovialmente el antiguo monje, y Rob se sintió con fuerzas para traducir del latín:
– "Vendía humo.”
El hombre gordo era mucho más que el pregonero de un dudoso medicamento. Cuando atendía detrás del biombo, se mostraba hábil y a menudo tierno. Aquello que Barber sabía hacer, lo sabía y lo hacía a la perfección, y transmitió a Rob el toque seguro y la mano experta.
En Buckingham, Barber le enseñó a arrancar dientes, ya que tuvieron la buena fortuna de toparse con un boyero aquejado de una infección en la boca. El paciente era tan grueso como Barber; un quejica de ojos saltones que no hacía más que despotricar contra las mujeres. Cambió de idea en mitad del trabajo.
– ¡Basta, basta, basta! ¡Dejadme ir! -forcejeó con la boca llena de sangre, pero no cabían dudas de que era imprescindible arrancar los dientes y perseveraron: fue una magnífica lección.
En Clavering, Barber alquiló la herrería por un día, y Rob aprendió a fabricar los hierros y las puntas para lancear. Fue una tarea que tendría que repetir en media docena de herrerías de toda Inglaterra a lo largo de los años siguientes, hasta que su maestro consideró que lo hacía correctamente. Aunque la mayor parte de su trabajo en Clavering fue rechazada, a regañadientes Barber le permitió conservar una pequeña lanceta de dos filos como primer instrumento de su propio equipo de herramientas quirúrgicas; un principio importante. Al salir de los Midlands y adentrarse en los Fens, Barber le enseñó qué venas se abrían para las sangrías, lo que le trajo desagradables recuerdos de los últimos días de su padre.
A veces su padre se colaba en su mente, porque su propia voz comenzaba a semejarse a la de su progenitor: el timbre se tornó más grave y le estaba creciendo el vello corporal. Sabía que los mechones no eran tan espesos como se volverían más adelante, ya que, como asistía a Barber, conocía bastante bien el cuerpo del macho desnudo. Las hembras eran más misteriosas, pues Barber utilizaba una muñeca voluptuosa y de enigmática sonrisa a la que llamaban Thelma, en cuya desnuda forma de yeso las mujeres señalaban modestamente las zonas de su propio mal, volviendo superfluo el reconocimiento. Aunque a Rob aún le resultaba incómodo entrometerse en la intimidad de los desconocidos, se acostumbró a las preguntas acerca de las funciones corporales: "Maestro, ¿cuándo exonerasteis el vientre por ultima vez?". "Señora, ¿cuándo os toca menstruar?"
Por sugerencia de Barber, Rob cogía las manos de cada paciente entre las suyas cuando los acompañaba hasta detrás del biombo.
– ¿Qué sientes al cogerles los dedos? -le preguntó Barber un día en Wisbury, mientras Rob desmontaba la tarima.
– A veces no siento nada.
Barber asintió. Cogió uno de los maderos de manos de Rob, lo metió en el carromato y regresó con el ceño fruncido.